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John Paul II's 2nd Apostolic Visit to Argentina

Monday 6th - Palm Sunday, 12th April 1987

Pope Saint John Paul II was a pilgrim to Argentina for the second time in 1987, where on Palm Sunday he celebrated World Youth Day / La Jornada Mundial de la Juventud 1987 in Buenos Aires. On this, his 33rd apostolic voyage, Papa San Juan Pablo II had also visited Uruguay and Chile.

After being welcomed to Argentina on Monday 6th April, Papa JPII met with clergy & faithful in the Cathedral of Buenos Aires, with Argentinean politicians and then with the Diplomatic Corps accredited to the Republic of Argentina.
On Day 2 (Tuesday 7th April), JPII celebrated Mass for the evangelization of the rural world in Bahía Blanca, then the Liturgy of the Word with the faithful of Viedma and then with the faithful of Mendoza.
Day 3 (Wednesday 8th April) saw JPII visiting the sick, disabled and handicapped before celebrating Holy Mass for families in Córdoba, the Liturgy of the Word in Tucumán and then in Salta.
Day 4 (Thursday 9th April) began with Holy Mass in Corrientes before celebrating the
Liturgy of the Word in Paraná (reflecting on the theme of immigration), and ending with a meeting the representatives of the Jewish community in Argentina.
On Friday 10th April Holy Mass was celebrated with consecrated people and pastoral care workers in Buenos Aires, before Papa St JPII met with the Ukrainian Community in Argentina, followed by representatives of the world of work, then by the Polish Community in Argentina and at the end of the day his message to those in prison.
On Day 6, JPII began by celebrating Holy Mass in Rosario, before meeting representatives of the business world and then the Islamic community in Argentina. On the Saturday evening Papa San Juan Pablo II met with the young people gathered in Buenos Aires for the 1987 World Youth Day.
Palm Sunday, 12th April, JPII met with representatives of the various Christian communities before celebrating Holy Mass and Jornada Mundial de la Juventud Buenos Aires 1987 and then consecrating Argentina in an Act of entrustment to the Virgin of Lujan, before reciting the Angelus. The Holy Father then met with the Bishops of Argentina followed by representatives of the Argentinean world of culture before bidding a fond farewell to the people of Argentina on his departure back to Rome.

Saludo del Papa San Juan Pablo II al Pueblo Argentino
Aeropuerto «Jorge Newbery» de Buenos Aires, Lunes 6 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Señor Presidente de la República, dignísimas autoridades de la nación,
amados hermanos en el Episcopado, queridísimos argentinos todos:

1. Siento una profunda alegría y una gran emoción, al pisar por segunda vez en mi pontificado esta tierra bendita de Argentina.

Vine aquí por primera vez en junio de 1982, en momentos particularmente difíciles para vuestra nación, como mensajero de la paz de Cristo. Vuelvo ahora de nuevo en visita pastoral para seguir cumpliendo la misión, que el Señor me ha encomendado, de evangelizar y ser Maestro de la fe, ejerciendo a la vez, corno Sucesor de Pedro, el ministerio de confirmar a mis hermanos. Pido a Cristo Jesús que durante los días que tendré el gozo de vivir con vosotros, la semilla del Evangelio penetre más profundamente en todos los ambientes de esta noble y fecunda tierra argentina.

Este viaje al Cono Sur del Continente americano tiene, además, un sentido peculiar de gratitud al Señor por el don de la paz entre dos pueblos hermanos de uno y otro lado de los Andes. Durante estos años he seguido de cerca todo el proceso, felizmente concluido, con la solución del diferendo sobre la zona austral entre Argentina y Chile. Considero ahora motivo de gran satisfacción poder celebrar juntos en el Señor la paz reafianzada, testimonio elocuente de las hondas raíces cristianas que hermanan a estas queridas naciones. ¡Que Cristo, Príncipe de la Paz, ilumine y proteja siempre a toda América, llevándola por caminos de solidaridad y de verdadera paz!

2. Agradezco vivamente vuestra acogida entusiasta y cordial.

Me ha sido muy grato aceptar las insistentes y amables invitaciones que tanto el Presidente de la República, como el Episcopado, me han hecho para venir a la Argentina.

Le doy gracias, Señor Presidente, y le saludo con toda deferencia, manifestándole también mi profundo reconocimiento por sus expresivas palabras de bienvenida. Hago extensivo mi saludo a todas las autoridades civiles y militares aquí presentes.

Asimismo dirijo mi saludo más cordial y fraterno a los señores cardenales y a todos los demás hermanos obispos que han venido a recibirme en nombre de esta amada Iglesia que está en Argentina.

Mi afectuoso saludo va también a los sacerdotes, religiosos y religiosas y a todos los fieles de este noble y querido país. Tendré ocasión de encontrarme con vosotros en mi itinerario evangelizador que, partiendo de esta capital, me llevará a Bahía Blanca, Viedma, Mendoza, Córdoba, Tucumán, Salta, Corrientes, Paraná y Rosario.

Hubiera querido añadir a éstas otras localidades, a las que también había sido invitado, para recorrer con más detenimiento tantos y tan variados lugares donde viven y trabajan los argentinos: los cerros y valles del noroeste, la llanura del Chaco y el Litoral, la Selva de Misiones, las inmensidades de la Pampa, la meseta Patagónica, y llegar incluso hasta la Tierra del Fuego, que es ya tierra de paz. Me gustaría saludar personalmente a todos los argentinos y oírles hablar con los variados acentos de las diversas regiones. Dado que el tiempo, necesariamente limitado, no me lo permite, sepan los argentinos que habitan desde la Quebrada del Humahuaca, hasta Ushuaia, desde el Aconcagua hasta las cataratas del Iguazú, que a todos los llevo estos días muy dentro en mi corazón, que por todos pido en mis oraciones y que, dondequiera que me encuentre, a todos van dirigidos mi mensaje y mi palabra, que quieren ser luz para las conciencias y aliento para caminar por el sendero de la esperanza.

Tengo presente de modo particular a los jóvenes argentinos y a los que vendrán desde otros países para celebrar juntos conmigo, el Domingo de Ramos, la Jornada mundial de la Juventud bajo el signo del amor y de la fraternidad.

3. En esta visita pastoral, vengo a anunciaros el mensaje del Evangelio, el mismo mensaje que predicaron en estas tierras hace ya casi quinientos años, los primeros misioneros llegados de España; el mismo que han seguido difundiendo a los largo de estos cinco siglos, tantos evangelizadores venidos después; el mensaje que habéis meditado intensamente durante estos meses anteriores a mi venida, con una misión preparatoria, que ha sido desarrollada de acuerdo con las orientaciones marcadas por esa nueva y programada etapa de evangelización, a la que ahora está abocada toda América Latina.

He visto que aquí habéis tomado, como símbolo de esta nueva evangelización, la cruz implantada en la primera diócesis de América Latina en 1511: Es un gesto elocuente que, evocando al apóstol San Pablo, invita a gloriarnos sólo en Cristo, y “ este crucificado ”.

Hoy, cuando nos encontramos ya casi en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, y Argentina está iniciando un nuevo período de su historia, el Sucesor de Pedro viene a visitaros en nombre de Cristo, y a E1 encomienda su peregrinación apostólica en esta amada nación. Ruego al Altísimo que las jornadas que vamos a vivir unidos en la fe y en la caridad, produzcan abundantes frutos de renovación cristiana, de paz, solidaridad y concordia.

Os invito pues a orar conmigo para que todos sepáis acometer, con decisión y sin temor, los grandes desafíos de la hora presente, y avanzar en el camino del verdadero progreso integral de vuestra patria. En modo particular pido a los enfermos, a los pobres y a todos los que sufren, que recen a Dios por las intenciones pastorales de mi viaje. Como predilectos del Señor, vosotros estáis siempre presentes en mi afecto y en mi corazón.

4. Estando ya en la Argentina, levanto espiritualmente la mirada hacia Nuestra Señora de Luján. Patrona de todos los argentinos. A Ella quiero consagrar vuestra vida actual y el futuro de los hijos de esta nación. Bajo su protección maternal, y en el nombre de la Santísima Trinidad, inicio esta visita de gratitud al Príncipe de la paz en esta bendita tierra argentina.

Argentina, ¡que Dios te bendiga!"

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II al Clero y alos Fieles
Catedral Metropolitana de Buenos Aires, Lunes 6 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. En mi primer saludo a la Iglesia en Argentina quiero expresar aquel mismo deseo con el que Jesucristo fortalecía los ánimos de sus discípulos durante la ultima Cena, al decirles: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27). Asimismo se presento ante ellos el día de su victoria sobre la muerte: “La paz sea con vosotros” (Ibíd., 20, 19).

Ante el Pueblo de Dios presente ahora en la catedral metropolitana de Buenos Aires, en la persona de los representantes de esta arquidiócesis y de toda la provincia eclesiástica, así corno diversas autoridades, renuevo con afecto y alegría el saludo que hace pocos minutos he hecho en el aeropuerto a todo el país. ¡Paz a todos vosotros! A vuestros obispos, a los sacerdotes y religiosos, a todos los laicos. ¡ Paz a los amadísimos fieles argentinos!

Os doy las más expresivas gracias por haber venido hasta aquí. En mi visita pastoral a la Argentina sería mi deseo poderme detener con todos y cada uno para hablar con vosotros, escuchar vuestras confidencias como un padre, come un amigo. Pero estad seguros de que mi afecto y mi solicitud pastoral os acompañan, y que, en Cristo, estamos íntimamente unidos por la fe. Cuando volváis a vuestras diócesis, llevad a todos este saludo del Papa, y manifestadles mi alegría por los encuentros que, con la ayuda de Dios, vamos a vivir en estas jornadas.

2. Nos hallamos en esta catedral, cuya primera construcción mandó hacer en 1620 el primer obispo de Buenos Aires, fray Pedro de Carranza, y que –como todos los templos cristianos– es la casa del Señor, lugar de oración y de encuentro con Dios. En el tabernáculo está realmente y verdaderamente presente Nuestro Señor Jesucristo, oculto bajo las especies sacramentales; y. como escribió mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, desde allí “ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, incita a su imitación a todos los que a El se acercan” (Mysterium fidei).

La Iglesia quiere además que veamos, en el templo material, el símbolo que nos impulsa a la edificación espiritual de la familia cristiana. Así nos lo recuerda el Concilio Vaticano II: “Muchas veces también la Iglesia se llama edificio de Dios (1Co 3, 9). El mismo Señor se comparó a una piedra que, rechazada por los edificadores, luego se convirtió en piedra angular (cf. Mt 21, 42; Hch 4, 11; 1P 2, 7; Sal 118 [117], 22). Sobre dicho fundamento levantaron los Apóstoles la Iglesia (cf. 1Co 3, 11), que de El recibe firmeza y coherencia. A este edificio se le dan diversos nombres: casa de Dios (1Tm 3, 15) en la que habita su familia, habitación de Dios por el Espíritu (Ef 2, 19-22), morada de Dios con los hombres (Ap 21, 3) sobre todo, templo santo...” (Lumen gentium, 6).

En esta edificación, los cristianos somos “a manera de piedras vivas edificadas sobre Cristo, siendo como una casa espiritual, como un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales gratos a Dios por medio de Jesucristo” (1P 2, 4). ¡Piedras vivas de la Iglesia! ¡Qué hermosa es esta expresión de San Pedro! “Piedras vivas, formadas por la fe, robustecidas con la esperanza y unidas por la caridad” (S. Agustín, Sermo 337, 1), como escribió San Agustín. Eso quiere el Señor que seamos los cristianos: piedras vivas, firmemente apoyadas en Jesucristo, Piedra angular del edificio de la Iglesia. Sólo en Cristo está la salvación, como lo proclamó el Apóstol Pedro ante el Sanedrín: “No hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el que podamos salvarnos” (Hch 4, 12).

Para que cada uno de nosotros sea piedra viva resistente, hemos de apoyarnos en el cimiento sólido de la piedad –que es un amor sincero a Jesucristo–, y de la fe cristiana, de la doctrina salvífica transmitida desde los tiempos de los Apóstoles de generación en generación, que ha sustentado al Pueblo de Dios en estos veinte siglos y lo seguirá manteniendo firme hasta el fin de los tiempos.

3. En el camino de venida hacia aquí, he podido comprobar el fervor y el entusiasmo que este gran pueblo argentino reserva a la persona del Sucesor de San Pedro. El Señor dijo al Príncipe de los Apóstoles: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno, no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). De nuevo aparece aquí el fundamento, la piedra viva. Ciertamente, si manifestáis tal afecto hacia el Papa, no es tanto por mi persona, cuanto por nuestro Señor Jesucristo que, en sus divinos designios, me ha elegido como Pastor universal de la Iglesia, Pastor indigno.

El mismo San Pedro escuchó estas palabras del Señor: “Simón, Simón, mira que Satanás os busca para cribaros como el trigo, pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 31-32). A impulsos de este mandato de Jesús vengo a la Argentina en esta visita pastoral como servidor vuestro, como maestro de la fe, para reforzar fidelidad a la doctrina de Jesús, orando y meditando juntos la Palabra de Dios.

Espero muchos frutos de esta peregrinación apostólica. Frutos de renovación espiritual, de fidelidad a la Iglesia, de servicio a los hermanos. Ya desde ahora os exhorto, queridos fieles de toda la Argentina, a reavivar en vosotros “la fe que actúa por la caridad” (Ga 5, 6), para que de este modo deis testimonio de vuestra condición de cristianos en todos los momentos de vuestra vida. Cuento con el apoyo de vuestras fervientes oraciones, para que estos deseos se hagan realidad.

4. Así se lo pido ahora a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, recordando que esta histórica catedral tiene por titular a la Trinidad, y que Juan de Garay y sus compañeros al arribar a esta ciudad el 11 de junio de 1580, domingo de la Santísima Trinidad, decidieron llamarla Ciudad de la Trinidad.

La Santísima Virgen, bajo las advocaciones de Santa María de los Buenos Aires y Nuestra Señora de Luján, guíe nuestros pasos durante esta peregrinación apostólica en tierra argentina. Así sea."

Pope Saint John Paul II's speech to Argentian Politicians 
Casa Rosada, Buenos Aires, Monday 6 April 1987 - in English, French, Italian & Spanish

"Your Excellency the President, the authorities of the Federal Republic of Argentina,
Ladies & Gentlemen,
1. I am very pleased to have this significant meeting here in the Casa Rosada at the beginning of my second pastoral visit to this beloved nation of Argentina. With respect and esteem I greet His Excellency, the President of the Republic, and I thank him for his words of welcome; I also greet the members of the Supreme Court of Justice, the Ministers and State Secretaries, members of Congress, representatives of political parties, and other persons present here who fulfil their task in the service of their fellow citizens.

I would also like to renew my gratitude to the Government for its kind invitation to return to Argentina, and also for its diligent and prompt assistance in all the phases of the preparation and development of this visit. My acknowledgment is extended to the entire nation, which has wanted once more to welcome the Pope with its traditional and renowned hospitality.

2. This visit, like the one five years ago and all my apostolic pilgrimages, takes place within the context of my apostolic ministry, that is, of the duty given by Christ himself to Peter and his successors throughout the centuries: to strengthen his brothers in the faith (cf Lk 22, 32).

To this constant pastoral motivation, on this trip is added an uncommon circumstance: I come when the country is at peace in order to commemorate the happy outcome of the Papal mediation between the sister nations of Argentina and Chile in the conflict over the southern zone. Both countries have shown the world that, on the basis of their common historical, cultural and Christian roots and thanks to the determination of their governments and institutions to reach a peaceful agreement, it is possible to construct an honest, solid and just peace. My presence here in the southern part of the American continent is also intended to consolidate even further the bonds of fraternity among the peoples of the great Latin American family.

3. Before those who rule the destinies of the country and who are fully engaged in political, juridical and administrative activity, I would like to testify today that the Church holds such an important task in great esteem. The Second Vatican Council affirms that politics "is a difficult yet noble art" (Gaudium et spes, 75). Political activity has an innate dignity; it is enough to consider its purpose, that is, to serve man and the community, and to promote unceasingly their rights and legitimate aspirations. From this, the preeminence of the moral values and of the ethical dimension flows; this must be safeguarded, notwithstanding the contingencies of human activity and opposing interests.

Political power, which constitutes the natural and necessary bond to ensure that the social body remains a cohesive unit must have the common good as its goal.

It is true that not all the areas of personal and social life fall under the direct competency of politics. However, it is equally certain that one of the binding duties of this specific activity is, apart from the observance of the proper respect for the legitimate freedom of individuals, families and subsidiary groups, to create and empower for the benefit of all, social conditions which promote the authentic and total good of the person, whether as an individual or as a group. At the same time it must present whatever opposes or hinders the expression of the person’s true dimensions or the exercise of his legitimate rights (cf Mater et Magistra, 65).

Within this broad framework of conditions which shape the common good of civil society, it certainly is the State’s responsibility to pay special attention to public morality, through suitable legislative, administrative and juridical resolutions. These will assure a social environment of respect for ethical norms, without which it is impossible for people to live together in a fitting manner. This is a particularly urgent task in contemporary society, which is suffering acutely from a serious crisis of values; this crisis causes negative repercussions in broad sectors in the life of the individual and of society itself. The immediate need for moral values which should animate the conduct of public authorities is a decided option for truth, justice and freedom, which should be reflected in the institutional and legal instruments regulating the life of the citizens. Thus it is always the inalienable duty of the public authority to safeguard and promote human rights, even in situations of extreme conflict, overcoming the frequent temptation to answer violence with violence.

On the other hand, the continuous fostering of public morality is inseparable from the other functions of the State. In fact, we know very well that a progressive deterioration of public morality creates dangers, more or less hidden. against the rights and freedom of man, as well as against the security of the citizens; furthermore, it undermines important values of education and general culture and, finally, weakens the ideals which give cohesion and meaning to the national life.

The full reestablishment of democratic institutions is an ideal occasion for Argentinians to be ever more aware of their duty to participate responsibly in public life, each according to his or her own position. By exercising their rights and fulfilling their civic duties they contribute in a decisive manner to the common good of the country. May the country thus achieve a renewed sense of social fraternity, as befits living members of this great community which is the Argentinian nation!

4. The Church recognizes, respects and encourages the legitimate autonomy of temporal realities and specifically of politics. Her mission places her on a different level: she is "a sign and a safeguard of the transcendent character of the human person" (Gaudium et spes, 76).

Nevertheless, the Christian message is the bearer of good news to all, even to the political, economic and juridical world. When the authority of the Church, within the context of her own mission, proclaims the Christian teaching or passes moral judgement on the realities of the political order, and when she strives for the promotion of the dignity and the inalienable rights of man, she seeks above all the total good of the political community and, ultimately, the total good of the person. At the same time, the Church recognizes that the vast area of political questions belongs to the proper role of the Catholic laity, they must seek solutions which are compatible with Gospel values from among the different ones which are accepted and generally considered by politics. Together with all people who desire to promote the good of the community, they possess the great responsibility to seek and apply truly human solutions to the challenges which the new situations and new models of living together in society present. The Church shares in the best aspirations of people and she proposes to them what is properly theirs: "a global vision of man and of humanity" (Populorum Progressio, 13).

Both the State as well as the Church, each in its own area and with its own means, are at the service of the personal and social vocation of man. Thus, a vast area for dialogue and various forms of cooperation opens up, always starting from mutual respect for the identity and functions of each of the two institutions.

The already long history of your country, bound by multiple bonds to the Christian heritage which it has received, shows this more than eloquently. During those years, favourable conditions were formed for the particularly fruitful collaboration of the Church and the political community. I hope that this reciprocal aid, understanding and respect will grow even more in the future. May its creativity and dynamism, manifested in adequate forms of cooperation, also be implemented for the good of political activity and reveal the integrating force of the activity, always with a transcendent finality, of the Church, "the expert in humanity", in the apt expression of my predecessor, Pope Paul VI.

The tireless pursuit of these goals shall redound to the great benefit of all the children of this land and, by virtue of your characteristic openness, to the rest of the world. It will constitute a precious and influential testimony to the noble design to build a civilization of truth, justice, love and freedom.

5. In these times of particular significance for the future of your country, you have enough reasons to look to the future with hope: you have the strength of a young nation with varied and rich historical experiences. I recommend this new stage of your national life to Almighty God, through the maternal intercession of Our Lady of Lujan, so that Argentina will approach the fifth centenary of the beginning of the evangelization of America and the third millennium of the Christian era with renewed maturity and wisdom, with a growing optimism and force. I am certain that this nation, which occupies a worthy place in the international community, will thus continue to bear many fruits of a human and Christian society here and throughout the world. May the blessing of the Almighty descend on you, your families, all your noble undertakings, and above all on all the men and women of Argentina, whom you desire to serve."

Pope Saint John Paul II's speech to the Diplomatic Corps 
Seat of the Apostolic Nunciature, Buenos Aires, Monday 6 April 1987 - in English, French, Italian & Spanish

"Your Excellencies, Ladies & Gentlemen,
1. I am very pleased to meet you today, members of the diplomatic corps accredited to the Republic of Argentina, within a few hours of my arrival in this capital. On my apostolic journeys, this traditional meeting permits me, in every country. to communicate with representatives of the nations of the whole world, which you serve through such a lofty and delicate mission.

I am deeply grateful for the words of the Apostolic Nuncio, Dean of the Diplomatic Corps, who welcomed me on your behalf and capably interpreted your sentiments and desires to be at the service of harmony and concord among peoples.

2. My visit as universal Pastor of the Catholic Church to the southernmost countries of the American continent is also intended to serve harmony and concord among peoples.

This journey, understood within the context of my pastoral mission, was actually undertaken, among other reasons, for one of an international order, related to the great cause of peace. I have come to thank God and to congratulate the peoples of Argentina and Chile, under their leaders, for the peaceful resolution of the prolonged controversy over the southern tip of the continent, which was at the point of provoking armed conflict. Animated solely by the desire to cooperate for peace among nations. I decided to involve the services of the Holy See in a mediation process. I arrive today in that same spirit to give thanks and to congratulate the two countries.

During a difficult and complex moment, Argentina and Chile have shown that it is possible to find a just and peaceful solution to international conflicts when there is a true will for peace and mutual understanding. That will guarantees the conditions conducive to an open and constructive dialogue in which each party, while safeguarding its rights, interests and legitimate aspirations, shows understanding and openness towards the positions of the other in order to arrive at a negotiated agreement. In this way, the government leaders are the interpreters of the deep desires for harmony which are rooted in the heart of all people of good will, and open channels for the necessary cooperation between countries. The Treaty of Peace and Friendship signed by Argentina and Chile is evident proof of all this.

3. The climate of true peace among nations does not consist in the simple absence of armed conflict, but in a conscious and effective will to seek the good of all peoples, in such a way that each State, while defining its foreign policy, thinks above all of a specific contribution to the international common good. For this reason,
for this year's World Day of Peace I have proposed the theme: "Development and solidarity: two keys to peace”.

Longstanding national and regional selfishness and economic and cultural underdevelopment, two serious threats to peace, are closely interrelated. Both can only be fought and overcome at the same time, in such a way that development may be transformed into an offering in fraternal solidarity (cf ibid).

In a recent document, the Pontifical Commission "lustitia et Pax” has called the attention of the international community to a problem which reflects the urgency and, at the same time, the great seriousness of those threats to peace: the foreign debt of many developing countries. An ethical judgment should be brought to bear on the international debt in order to bring out the responsibilities of all the parties concerned and the profound international interdependence of the progress of humanity. If a harmonious and adequate development for all nations, shared in solidarity, is not achieved, the foundations for a solid and lasting peace cannot be established.

4. In addressing you who represent the legitimate interests of your respective nations, I want to mention again the need for you to fulfil your mission always in the framework of the great ideals of peace, justice and solidarity among all peoples. In the exercise of your functions as diplomats, you will be able to contribute to the strengthening of the bonds of understanding and harmony among individuals, groups and nations.

This is the appeal which I make to you today in the name of the Church, which desires to continue to spread everywhere the message of Christ, a message of peace and love. Argentina and Chile, who for more than 400 years have been like brothers in their Christian faith, have shown that the Gospel of Jesus Christ is destined to bear fruits of peace for the good of the entire human family."

Homilía de JPII en la Santa Misa para la Evangelización del Mundo Rural
Bahía Blanca, Lunes 6 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. “El reino de Dios se parece a un hombre que arroya la semilla en la Tierra” (Mc 4, 26).

Iluminados por la Palabra de Dios, proclamada en la liturgia de hoy, deseamos celebrar –por Cristo, con Cristo y en Cristo– este Santísimo Sacrificio eucarístico de toda la Iglesia.

Como Pastor de la Iglesia universal, es para mí motivo de gran gozo ejercer –en este Sacrificio– el ministerio sacerdotal en tierra argentina, aquí en Bahía Blanca, unido a mis hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio. Mi alegría queda colmada con vuestra presencia y participación, viendo que venís de diversos lugares de la Pampa Argentina.

¡No sabéis cuánto he deseado este encuentro! Os saludo a todos con inmenso afecto, en especial a cuantos en esta celebración representáis el mundo rural. Los textos bíblicos de la liturgia de hoy son en verdad muy apropiados, ya que la gran mayoría de vosotros, amados hermanos y hermanas, unís vuestra vocación cristiana con el cultivo de la tierra. Pero mis palabras quieren llegar al corazón de todos, porque de todos dice el Apóstol que somos “agricultura de Dios” (1Co 3, 9).

2. En unión de sentimientos bendigamos al Señor con el Salmista:

“¡Señor, Dios mío, qué grande eres! ... / Haces crecer el pasto para el ganado, / y las plantas que el hombre cultiva, / para sacar de la tierra el pan / y el vino que alegra el corazón del hombre; / para que el aceite haga brillar su rostro / y el alimento conserve su vigor” (Sal 104 [103], 2. 14-15).

Bendigamos a Dios Creador quien, desde el principio, ha dotado a la tierra de tan variadas e incalculables riquezas.

El hombre “arroja la semilla en la tierra” (Mc 4, 26), seguidamente “la tierra –el don de Dios– produce la hierba, luego la espiga y al fin, la espiga se carga de trigo” (Ibíd., 4, 28).

“Y cuando el fruto está maduro... –el hombre, el agricultor– aplica la hoz, porque es el tiempo de la cosecha” (Ibíd., 4, 29).

Estas palabras salen de los labios del mismo Cristo, quien en su Evangelio, se refiere frecuentemente al trabajo de los agricultores.

Cuando “es el tiempo de la cosecha” se cumple también lo que proclama el Salmista: “Todos esperan de ti, que les des la comida a su tiempo. Se la das y ellos la recogen; abres tu mano y quedan saciados” (Sal 104 [103], 27-28). El don de Dios – la tierra – y el trabajo del agricultor se funden íntimamente. Es difícil encontrar una actividad en la que el hombre se sienta tan fuertemente unido a la obra divina del Creador.

3. Las lecturas litúrgicas de la Santa Misa nos lo recuerdan, haciendo referencia en primer lugar a la historia del pueblo de Israel en la Antigua Alianza En efecto, este pueblo peregrinó en el desierto, durante cuarenta años caminando hacia la tierra que Dios le había prometido, “una tierra de trigo y cebada, de viñedos, de higueras y granados, de olivares, de aceite y miel; un país –continúa el Deuteronomio– donde comerás pan en abundancia y donde nada te faltará, donde las piedras son de hierro y de cuyas montañas extraerás cobre” (Dt 8, 8-9).

Allí –nos dice el Libro Sagrado– te construirás casas confortables para vivir, se multiplicarán tus vacas y tus ovejas, tendrás plata y oro en abundancia (cf. ibíd., 8, 12-13).

¿No os parece ésta una descripción de vuestra tierra? Queridos hijos de Bahía Blanca: sé que tenéis merecida fama de trabajadores. Basta ver cómo el trabajo de la tierra, realizado con abnegación y sacrificio, se armoniza al mismo tiempo con otras fuentes de producción: la pesca, el comercio y la industria.

Como todo, es importante que, precisamente porque disfrutáis de una generosa fecundidad de la tierra, no olvidéis nunca la exhortación bíblica: cuando “se acrecientan todas tus riquezas, no te vuelvas arrogante, no olvides al Señor, tu Dios,... No olvides al Señor tu Dios, no dejes de cumplir sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos” (Ibíd., 8, 14 y 11).

4. Como veis, la liturgia de este día resplandece en las lecturas de la verdad sobre el Creador y la verdad sobre el hombre. Es Dios quien da vida a todas las criaturas, las mantiene sin cesar en su existencia, y las pone constantemente en condiciones de obrar.

El hombre, desde el comienzo, ha sido llamado por Dios para “someter la tierra y dominarla” (Gn 1, 28). Ha recibido del Señor esa tierra, como don y corno tarea. Creado a su imagen y semejanza, el hombre tiene una particular dignidad. Es dueño y señor de los bienes depositados por el Creador en sus criaturas. Es colaborador de su Creador.

Por eso mismo no deberá olvidar el hombre que todos los bienes, de los cuales está lleno el mundo creado, son don del Creador. Así se recomienda en el Libro Sagrado: “No pienses entonces: mi propia fuerza y el poder de mi brazo me ha alcanzado esta prosperidad. Acuérdate del Señor, tu Dios, porque El te da la fuerza necesaria para que alcances esa prosperidad, a fin de confirmar la alianza que juró a tus padres” (Dt 8, 17-18).

¡Qué oportuna ha sido esta recomendación a lo largo de la historia humana! ¡Qué oportuna resulta especialmente en la época actual a causa del progreso de la ciencia y de la técnica! El hombre, en efecto, fijando la mirada en las obras de su ingenio, de su mente y de sus manos, parece olvidarse cada vez más de Aquél que es el principio de todas esas obras y de todos esos bienes que encierra la tierra y el mundo creado.

Cuanto más somete la tierra y la domina, tanto más parece olvidarse de Aquel que le ha dado la tierra y todos los bienes que contiene.

Uniendo mi voz a la del Salmista, quiero recordar en este día venturoso para Bahía Blanca, que la criatura sin el Creador pierde su sentido; que cuando el hombre intenta elevarse prescindiendo de Dios, cae en los mayores abismos de inhumanidad. Por el contrario, la fidelidad a Dios, la fe, la caridad... son el tesoro que permite alcanzar la verdadera vida (cf 1Tm 6, 11. 19): nunca es más grande el hombre que cuando reconoce la plena Soberanía de Dios y trabaja la tierra co-laborando con el Creador.

Por eso, si queréis que vuestros trabajos y tareas, adquieran una dimensión auténticamente humana e incluso trascendente, habréis de realizarlos con la mirada puesta en Dios y viendo en ellos una contribución a la obra creadora, un acto de adoración y de acción de gracias al Todopoderoso. ¿No es significativo que el pan y el vino, “frutos de la tierra y del trabajo del hombre” que ofrecemos en la Eucaristía, se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre del Señor?

Ojalá que todas vuestras tareas, se conviertan por medio de Cristo en “hostias vivas”, en trabajo redentor y santificador. De esta manera, daréis una mano también vosotros, los hombres del campo, a consolidar las bases de un auténtico humanismo cristiano y de una liberadora teología del trabajo.

En este sentido, recordad la advertencia de Jesús: “¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?” (Lc 9, 25). He ahí por qué habéis de estar atentos a que vuestros afanes no os lleven a “olvidar al Señor”. Pensad pues en la dignidad que, como hombres y como cristianos merece vuestro trabajo y que deben llevar impresos todos vuestros progresos. No permitáis que ese mismo trabajo os degrade a cambio de sus logros. Buscad, más bien, vivirlo con entereza cristiana, según la palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia.

Rechazad, por tanto, todo tipo de materialismo que es fuente de esclavitud: esclavitud respecto a los bienes materiales, que impiden al hombre la verdadera libertad de sentirse hijo de Dios y hermano de nuestro prójimo.

5. El hombre será siempre mucho más importante que su trabajo; su dignidad sobrepasa las propias obras, que son sólo fruto de su actividad. Como ya comprenderéis, se hace urgente cada vez más también en el mundo agrícola y ganadero que la primacía de los valores espirituales prevalezca como fermento de salvación y de auténtico progreso humano. Para ello será bueno que quede grabado en lo hondo de la conciencia un decidido propósito a poner todo el empeño para que el peso de la materia no apague la llama del espíritu.

En consecuencia, no os dejéis fascinar por esa efigie moderna de la avaricia que es el consumismo, el cual os llevaría a perder vuestras sanas costumbres humanas y familiares, y esa hermosa virtud de los hombres del campo que es la solidaridad. Pienso en las dificultades, a veces imprevisibles, que afectan a las gentes del agro; pienso, sobre todo, en las graves inundaciones que se han abatido sobre vuestros cultivos y viviendas, particularmente en esta provincia. Tales contratiempos han sido sin duda una ocasión propicia para testimoniar vuestra solidaridad con los más afectados, para mostrar vuestro desprendimiento y voluntad de compartir.

6. Queridos hermanos y hermanas del mundo agrícola argentino, vosotros que con dedicación y honestidad cultiváis la tierra, habéis de cultivar con la misma intensidad la vida espiritual. El alma, como la tierra buena, necesita también un vigilante cuidado. Primeramente hay que acoger en ella la semilla de la Palabra de Dios y luego escucharla y seguirla para que produzca una cosecha de vida eterna. Por eso quiero recordaros hoy que, precisamente porque sois imagen de Dios, sois también capaces de amarlo. La apertura al Creador, la relación con El está grabada en lo más íntimo de vuestro ser; ojalá que todos los que trabajan el campo sean conscientes de esa especial vocación, que les lleva a ser colaboradores estrechísimos de la obra creadora. No dejéis que se pierda ese tradicional sentimiento religioso y cristiano, que penetra íntimamente las raíces de vuestra cultura.

La Iglesia necesita, hoy más que nunca, de fieles que experimenten personalmente y transmitan a toda la comunidad, ese mensaje luminoso de la vida de Jesús: la labor diaria debe insertarse en el plan divino de salvación, el trabajo es una bendición de Dios, y forma parte de la vocación inicial del hombre.

Con la mirada puesta en Dios –repito– podéis y debéis santificaros sin apartaros de vuestras ocupaciones diarias, en el campo, en la familia, en el trato de amistad, en las diversiones, en el descanso.

Pero, para que el trabajo humano sea realmente co-laboración con Dios, es preciso también, amados hombres y mujeres de esta noble tierra, que en vuestra vida tengáis trato asiduo con Dios, que cumpláis sus leyes y sus preceptos. Consiguientemente habéis de conceder un espacio de tiempo al culto divino, participando en la Santa Misa los domingos y días de fiesta, como expresión de vuestra vida cristiana y del sentido religioso que os distingue. Acercaos al sacramento de la reconciliación, que os ayudará a mantener limpia y transparente vuestra conducta moral y recibid con frecuencia al Señor Jesús realmente presente en la Eucaristía. Escuchad la palabra de Dios y acudid a los sacramentos instituidos por Cristo, como medio indispensable para todos: hombres y mujeres, jóvenes y adultos.

No podéis conformaros con haber recibido el bautismo y la primera comunión y frecuentar, de tarde en tarde, la iglesia. Sabéis muy bien que al campo, para dar su fruto, no le basta un trabajo descuidado y cansino; hay que remover la tierra con vigor, hay que abonarla y cuidarla para que dé una cosecha abundante. De igual modo, cultivad también vosotros la tierra buena de vuestra alma: leed y meditad asiduamente la Sagrada Escritura, recurrid filialmente a María Santísima, comprometeos activamente en la vida de la Iglesia, secundad las directrices de vuestros Pastores, dedicad tiempo y poned empeño en formaros cristianamente.

De la vida agrícola y ganadera manan, como de una fuente inagotable, costumbres de gran valor humano: la amistad generosa, la prontitud en compartir, la solidaridad con los necesitados, el amor a la familia y a la paz, el sentido trascendente de la vida. Son virtudes humanas y cristianas que debéis mantener y acrecentar, porque son pilares de la vida familiar y social en el presente y en el futuro de la Argentina.

7. Por último, quisiera poner de relieve algunas exigencias de aquella solidaridad a que hemos aludido, que es fundamento de la convivencia pacífica, condición, a su vez, indispensable de todo verdadero progreso.

Ciertamente, hay que superar de una vez para siempre las condiciones de inferioridad que sufren ciertos sectores del mundo rural, lo cual les lleva a la convicción de sentirse socialmente marginados. Al mismo tiempo tienen que desaparecer la discriminación y los desequilibrios entre la ciudad y el campo, causa frecuente de desamor al trabajo de la tierra, y que produce masivas fugas hacia la ciudad donde, muchas veces, las condiciones de vida son aún peores. Y, por supuesto, es urgente que el desarrollo de la industria y el comercio no grave injustamente sobre el mundo agrícola. Urge, sobretodo, formar de un modo pleno a la juventud rural, con una adecuada preparación en el terreno profesional, humano y cristiano para que se pueda dar una válida respuesta a las exigencias de la moderna sociedad argentina.

Recoged el desafío propio de nuestro tiempo, para organizar en el agro una asistencia técnica y cultural que sea eficaz: que la profesionalidad del agricultor le devuelva su amor a la tierra; que pueda disfrutar de una auténtica tutela legal, él y su familia, en caso de enfermedad, vejez o cesantía; que los salarios se rijan por la dignidad del hombre que trabaja y sus necesidades personales y familiares, y no por la fría y. a veces, inhumana ley del mercado. En una palabra: que las condiciones de vida rural sean auténticamente humanas y dignas de los ciudadanos de la misma patria y dignas de los hijos de Dios.

La tierra es un don del Creador a todos los hombres. Sus riquezas – agrícolas, ganaderas, mineras, etc. – no pueden repartirse entre un limitado número de sectores o categorías de personas, mientras otros quedan excluidos de sus beneficios.

Vienen a mi mente, queridos argentinos, tantos hombres y mujeres que habiendo nacido en otras tierras, en tiempos aún recientes, han venido a trabajar entre vosotros, considerándose ya hijos de esta noble nación. Como señalaba en mi Encíclica Laborem Exercens: “La emigración por motivos de trabajo no puede convertirse de ninguna manera en ocasión de explotación financiera y social. En lo referente a la relación del trabajo con el trabajador inmigrado deben valer los mismos criterios que sirven para cualquier otro trabajador en aquella sociedad” (Laborem Exercens, 23).

Ciertamente, en determinadas circunstancias, puede suponer un esfuerzo heroico este modo de comportarse, pero no olvidemos las palabras del Apóstol: “A los ricos de este mundo, recomiéndales... que practiquen el bien, que sean ricos en buenas obras, que den con generosidad y sepan compartir sus riquezas” (1Tm 6, 17-18).

Queridos hombres y mujeres que trabajáis en el campo: ¡Tenéis derecho a ser tratados como merece vuestra dignidad de personas e hijos de Dios! Pero, al mismo tiempo, ¡tenéis el deber de tratar a los demás de igual modo!

8. “El reino de Dios se parece al hombre que arroja la semilla en la tierra” (Mc 4, 26).

Y si el reino de Dios, en Jesucristo, es entregado como don y como tarea a todos los hombres, a vosotros es entregado en modo particular: a vosotros, hijos e hijas de esta tierra que cultiváis “ con el sudor de la frente ” y con múltiples fatigas.

¡Sed conscientes de esta verdad sobre el reino de Dios! ¡Sed conscientes de vuestra vocación, a la vez humana y cristiana!

Estáis llamados en modo particular a cumplir esa Alianza que Dios –Creador y Padre– ha pactado con el hombre, desde los comienzos, mandándole someter y dominar la tierra.

Hijos e hijas de esta tierra argentina: “Se ha complacido el Padre en daros el reino” (Lc 12, 32).

¡No lo olvidéis jamás! Así sea."

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Celebración de la Palabra con los Fieles de Viedma
Aeropuerto Gobernador Castello, Martes 7 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido. Me ha enviado para evangelizar a los pobres, para predicar a los cautivos la redención y devolver la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y promulgar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19).

Queridísimos hermanos y hermanas,:

con estas palabras del Profeta Isaías, leídas en la sinagoga de Nazaret, Jesús proclama los objetivos que contiene la misión recibida del Padre. “Me ha enviado para evangelizar a los pobres” (Ibíd., 4, 18). Estas mismas palabras quisiera que resonaran hoy también dentro de vosotros, que, por el bautismo, habéis sido hechos partícipes de la misión evangelizadora de Cristo.

Siento una gran alegría por haber podido venir hasta Viedma, centro de irradiación evangélica en la dilatada región patagónica, para manifestar el amor del Papa por todos y cada uno de vosotros. Deseo dirigir mi deferente saludo a las autoridades aquí presentes. Mi saludo, junto con mi fraterno afecto, va igualmente al Pastor de esta diócesis de Viedma, y a los demás queridos hermanos en el Episcopado, que participáis en nuestro encuentro, en ellos quiero saludar también a todos los demás fieles de la Patagonia: sacerdotes, religiosos y religiosas, diáconos, catequistas y laicos.

Esta visita pastoral desea llegar espiritualmente, y a través de los medios de comunicación, a todos los rionegrinos, neuquinos, chubutenses, santacruceños y fueguinos. Mi mensaje de paz y esperanza en Cristo, mi sincero afecto y mis oraciones son igualmente para todos. Me dirijo en particular al noble pueblo mapuche y a todos los antiguos habitantes de esta vasta meseta: el Papa os lleva muy dentro de su corazón.

La Iglesia se está disponiendo a celebrar el V centenario de la evangelización de América Latina. Es, sin duda, el aniversario de un acontecimiento de gran relieve: la llegada de la fe a este continente. El Espíritu Santo nos urge a continuar la tarea evangelizadora, con nuevo ímpetu, en las condiciones del tiempo presente. Para la Iglesia entera en América Latina se abre una nueva etapa en la obra de evangelización. Por esto, como Pastor de la Iglesia universal, exhorto hoy a todos los miembros de la Iglesia que está en el Sur de la Argentina a que, bajo la guía de sus Pastores, asuman con responsabilidad su parte en esta gran misión: lograr que en todos los hijos e hijas de esta tierra brille la luz de Cristo, cada vez con mayor intensidad.

El Espíritu estará sobre cada uno y hará posible esta gran obra, para la cual contáis con la ayuda maternal de María Auxiliadora, Patrona de la Patagonia.

2. Vosotros, amadísimos hermanos, sois los continuadores de una magnífica tradición evangelizadora y misionera, que desde hace poco más de un siglo, se ha ido desarrollando admirablemente en estas tierras, gracias al constante celo apostólico de los salesianos, unido al de las Hijas de María Auxiliadora. La implantación de la Iglesia en Patagonia está ligada a la actividad incansable y a la abnegación de aquellos misioneros, hombres y mujeres, que dejaron su patria para venir a predicar el Evangelio y dar vida a numerosas obras de educación, de asistencia social, de promoción humana y cristiana.

Entre ellos, no puedo menos de recordar a monseñor Juan Cagliero, primer vicario apostólico de la Patagonia Septentrional, y a monseñor José Fagnano, primer prefecto apostólico de la Patagonia Meridional, la Tierra del Fuego y las Islas Malvinas. Doy gracias al Señor, con mucha emoción, por la entrega y dedicación de aquellos hombres y mujeres, que fueron los colaboradores de Dios en hacer realidad la visión profética de San Juan Bosco: la evangelización de la Patagonia.

Viedma fue uno de los centros desde donde se impulsó aquella primera acción misionera. Desde esta misma ciudad os animo a seguir dando cumplimiento al mandato misional, propio de la Iglesia, de propagar la fe y la salvación de Cristo (Ad Gentes, 5), con la mirada puesta, en primer lugar, en todos los habitantes de estas tierras, pero sin olvidar al resto de vuestros hermanos argentinos e incluso al mundo entero, tan necesitado de la Buena Nueva.

¡La Iglesia de Dios que está en la Patagonia, heredera de una tan rica tradición evangelizadora, ha de seguir siendo siempre misionera!

3. Queridos hermanos y hermanas: No podéis quedaros indiferentes ante la salvación de los hombres.

— Si creéis en Cristo, habréis de creer también en el programa de vida que El nos propone.

— Si amáis a Cristo, habréis de amar a los que El ama y como El los ama.

— Si estáis unidos a Cristo, os sabréis enviados por El y como El a anunciar el Evangelio a toda criatura.

En el Evangelio que acabamos de escuchar, hemos oído cómo Jesús se da a conocer como Mesías, precisamente por la evangelización de los pobres, por el anuncio redentor a los cautivos, ciegos y oprimidos; es decir, por su amor preferencial a los más necesitados. También la Iglesia, a pesar de las debilidades y de los errores en que hayan podido incurrir algunos de sus hijos, ha manifestado siempre esa predilección por los pobres.

La evangelización no sería auténtica si no siguiera las huellas de Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres. Debéis hacer propia la compasión de Jesús por el hombre y la mujer necesitados. El auténtico discípulo de Cristo se siente siempre solidario con el hermano que sufre, trata de aliviar sus penas –en la medida de sus posibilidades, pero con generosidad–; lucha para que sea respetada en todo instante la dignidad de la persona humana, desde el momento de la concepción hasta la muerte. No olvida nunca que la “misión evangelizadora tiene como parte indispensable la acción por la justicia y las tareas de promoción del hombre” (Discurso a la III Conferencia general del Episcopado latinoamericano, III, n. 2, Puebla, 28 de enero de 1979).

Sin embargo, el verdadero celo evangelizador se compadece sobre todo de la situación de necesidad espiritual – a veces extrema – en la que se debaten tantos hombres y mujeres. Pensad en cuantos todavía no conocen a Cristo, o bien tienen una imagen deformada de El, o han abandonado su seguimiento, buscando el propio bienestar en los atractivos de la sociedad secularizada o a través del odioso enfrentamiento de las luchas ideológicas. Ante esa pobreza del espíritu, el cristiano no puede permanecer pasivo: ha de orar, dar testimonio de su fe en todo momento, y hablar de Cristo, su gran amor, con valentía y caridad. Y debe procurar que esos hermanos se acerquen o retornen al Señor y a su Cuerpo místico, que es la Iglesia, mediante una profunda y gozosa conversión de sus vidas, que dé sentido y valor de eternidad a todo su caminar terreno.

La primacía de esta atención a las formas espirituales de la pobreza humana, impedirá que el amor preferencial de Cristo por los pobres – del que participa la Iglesia – sea interpretado con categorías meramente socio-económicas, y alejará todo peligro de injusta discriminación en la acción pastoral.

4. De modo especial deseo dirigir mi saludo en este día a los queridos hermanos y hermanas mapuches y a todos los descendientes de los primitivos habitantes de la Patagonia. Dad gracias al Señor por los valores y tradiciones de vuestra cultura, y esforzaos en promoverla, al mismo tiempo que os empeñáis por avanzar en todos los aspectos de vuestra existencia.

De cara a los problemas que os aquejan, quiero haceros, en nombre de la Iglesia, un firme llamado a la esperanza: nuestro Señor –que siendo rico se hizo pobre para enriquecer a los hombres– es justo en sus designios, y si es grande el sufrimiento que permite a veces, mayor aún es la ayuda que nos otorga para que las lágrimas se conviertan en gracia redentora y evangelizadora.

Mi llamado de esperanza se extiende a todos, y en particular a los que son responsables de la vida económica y política, para que, con empeño y sentido de justicia, aprovechéis todas las riquezas naturales de esta región y dirijáis eficazmente todas las energías al bien común de la Patagonia, de modo que se alcancen condiciones de vida cada vez más humanas, y. a pesar de los rigores de vuestro clima, se pueblen más y más estas dilatadas extensiones. A la vez, os animo a promover generosas y eficaces iniciativas de solidaridad con los más necesitados. Que nadie se sienta tranquilo mientras haya en vuestra patria un hombre, una mujer, un niño, un anciano, un enfermo, ¡un hijo de Dios!, cuya dignidad humana y cristiana no sea respetada y amada.

A todos los que padecéis necesidades –mapuches, emigrantes, y tantos otros en el campo y la ciudad– quiero manifestaros mi particular afecto y recordaros que sois vosotros mismos los primeros responsables de vuestra promoción humana. No os dejéis llevar por el desánimo y la pasividad. Trabajad con empeño y constancia por obtener las condiciones del legítimo bienestar para vosotros y vuestras familias, y por participar cada vez más en los bienes de la educación y la cultura. Pero no empleéis, para lograr estos objetivos, las armas del odio y de la violencia, sino las del amor y las del trabajo solidario, que son las únicas que conducen a metas de verdadera justicia y renovación.

No olvidéis que más insidiosa que la pobreza material o las opresiones, es la falta de dignidad humana en el actuar: ¡Y nadie os puede arrebatar esa dignidad! Dignidad significa magnanimidad, apertura de corazón, querer a todos sin discriminación de ningún género, perdonar a quienes os hayan ofendido.

Queridos argentinos: Con motivo de esta visita pastoral, os pido una profunda reconciliación fraterna que hunda sus raíces en la reconciliación de cada uno con Dios, nuestro Padre, que destierre para siempre los odios y rencores en esta hermosa y hospitalaria tierra argentina, de modo que triunfe en todos los corazones la justicia y la paz de Cristo.

5. Para que de veras resulte eficaz la nueva etapa de la evangelización que el Señor espera de vosotros, debéis formar verdaderas comunidades cristianas, como las de nuestros primeros hermanos en la fe (cf. Hch 2, 42-47; 4, 32-36). Se conseguirá de este modo una profunda renovación de todas las comunidades parroquiales, tal como queréis poner en marcha entre vosotros. Y si en el cumplimiento de su misión están impregnadas del amor a Dios, serán verdaderamente comunidades misioneras y servidoras de los hombres.

Para continuar y crecer en el estilo de vida evangélico como los primeros cristianos, es necesario que, al igual que ellos, perseveréis en la unión entre vosotros y con vuestros Pastores; en las verdades de nuestra fe meditándolas en vuestro corazón; en la vida sacramental y litúrgica.

Habéis de llevar a cabo vuestra tarea evangelizadora, sintiéndoos miembros vivos de una Iglesia que es comunión. El último Sínodo Extraordinario de los Obispos ha insistido mucho en que “la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio” (Sínodo extraordinario de los Obispos, 1985, Relatio finalis, II, C, 1). Sólo desde el interior de una Iglesia-comunión se puede entender la vocación y misión del cristiano. Tratad de reproducir el magnifico testimonio de la Iglesia primitiva: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32).

¡Cuán necesario y urgente es ofrecer al mundo de hoy el testimonio de una Iglesia-comunión, animada por el Espíritu Santo, comprometida toda ella en una nueva evangelización!

Esto supone una relación muy estrecha con los Pastores, los cuales, como primeros colaboradores del Espíritu Santo, son el principio visible de la comunión eclesial; y requiere también unidad, colaboración fraterna y comunión entre los sacerdotes, religiosos y laicos, que buscan –cada uno según su propio carisma– construir el reino de Dios.

6. En este momento, en que el Espíritu Santo impulsa la corresponsabilidad y participación activa de todos los cristianos en la misión evangelizadora de la Iglesia, se percibe cada vez más la necesidad de profundizar en la formación y en la espiritualidad adecuadas a su vocación. Todo cristiano debe escuchar y meditar asiduamente la Palabra de Dios y esforzarse por descubrir la presencia del Señor en los acontecimientos diarios de su vida personal y de toda la sociedad. Hace falta una formación permanente, que lleve a todos los fieles a una continua conversión, hasta reproducir en sus vidas la imagen de Cristo. Toda la persona tiene necesidad de una formación integral e integradora – cultural, profesional, doctrinal, espiritual y apostólica – que le disponga a vivir en una coherente unidad interior, y le permita siempre dar razón de su esperanza a todo aquel que se la pida (cf. 1P 3, 15).

La identidad cristiana exige el esfuerzo constante por formarse cada vez mejor, pues la ignorancia es el peor enemigo de nuestra fe. ¿Quién podrá decir que ama de verdad a Cristo, si no pone empeño por conocerlo mejor? Amados hermanos: No abandonéis la lectura asidua de la Sagrada Escritura, profundizad constantemente en las verdades de nuestra fe, acudid con ilusión a la catequesis que, si es imprescindible para los más jóvenes, no es menos necesaria para los mayores. ¿Cómo podréis transmitir la Palabra de Dios si vosotros mismos no la conocéis de un modo profundo y vivo?

¡Formación y espiritualidad! Un binomio inseparable para quien aspire a conducir una vida cristiana verdaderamente comprometida en la edificación y en la construcción de una sociedad más justa y fraterna. Si deseáis ser fieles en vuestra vida cotidiana a las exigencias de Dios y a las expectativas de los hombres y de la historia, debéis alimentaros constantemente de la Palabra de Dios y de los sacramentos: que “la Palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza” (Col 3, 16)¡ vivid las exigencias y la gracia sacramental de vuestro bautismo y de vuestra confirmación, del sacramento de la reconciliación y de la eucaristía, del sacramento del matrimonio para quienes habéis sido llamados a este estado de vida que manifiesta y realiza el misterio de la alianza de Jesús con la Iglesia.

Sed hombres y mujeres de oración. Preparad, en la intimidad con el Señor, el encuentro salvador con los hombres. En la oración filial, el cristiano tiene la posibilidad de entablar un diálogo con Dios Uno y Trino, que mora en el alma de quien vive en gracia (cf. Jn 14, 23), para poder después anunciarlo a los hermanos. Esta es la dignidad filial de los cristianos: invocar a Dios como Padre, y dejarse guiar por el Espíritu para identificarse en plenitud con el Hijo. Por medio de la oración, buscamos, encontramos y tratamos a nuestro Dios, como a un amigo íntimo (cf. Ibíd., 15, 15), a quien contamos nuestras penas y alegrías, nuestras debilidades y problemas, nuestros deseos de ser mejores y de ayudar a que otros también lo sean.

El Evangelio recuerda “la necesidad de orar perseverantemente y no desfallecer jamás” (Lc 18, 1). Dedicad, por tanto, todos los días algún tiempo de vuestra jornada a conversar con Dios, como prueba sincera de que lo amáis, pues el amor siempre busca la cercanía del ser amado. Por eso, la oración debe ir antes que todo; quien no lo entienda así, quien no lo practique, no puede excusarse en la falta de tiempo: lo que le falta es amor.

7. Los Apóstoles “perseveraban unánimes en la oración, en compañía de... María, la Madre de Jesús” (Hch 1, 14).

Antes de impartiros con afecto mi Bendición Apostólica, pido a María Auxiliadora, Reina de los Apóstoles, que interceda por todos vosotros a fin de que vuestro celo apostólico y misionero aumente más cada día y. con vuestro testimonio cristiano, la claridad de Dios, que resplandece en el rostro de Cristo Jesús, para todos los hombres en el Espíritu Santo. Amén.

Y ahora quiero dirigir un saludo especial a nuestros hermanos mapuches en su propia lengua:

Poyén pu mapúche peñi ka pu déya: marimári, pu wen! Ayüwnkéchi tykúlpanién, déuma rupái kiñe patáka trípántü, féichi ñi llegmúm támyn wéche peñi, Ceferino Namúnkura. Inchetáñi mlen fau fachántü, tfáchi nütrám ayüafún ñi nieál eiwyn mu: féichi Pápa, rumél mleái aiwyn ñi ináu méu; Peumanén, inchíñ táiñ Wénu-Cháu, pile támyn rumél kümélkaleál, mynél pu pyñéñ. Kúmé feleáimn, pu wén!

(Estimados hermanos y hermanas: Hola amigos. Con alegría recuerdo que ya han pasado cien años del nacimiento de vuestro joven hermano Ceferino Namuncura. Mi presencia hoy aquí quisiera que tuviera este sentido para vosotros: el Papa estará siempre a vuestro lado; ojalá nuestro Padre del cielo os conceda un permanente bienestar, en particular a vuestros niños. Felicidades, amigos)."

Homilía del Santo Padre Juan Pablo II en la Celebración de la Palabra con los Fieles de Mendoza
Mendoza, Martes 7 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"“Doy gracias a Dios de continuo por vosotros, por la gracia de Dios que os ha sido concedida en Cristo Jesús” (1Co 1, 4).

1. Queridos hermanos y hermanas: ¡ Alabado sea Jesucristo por el gran don de la paz, que os ha conseguido de Dios Padre, por la virtud del Espíritu Santo!

Si todos mis viajes apostólicos tienen como finalidad ser un llamado al empeño por la paz, éste que estoy realizando a los países hermanos de Chile y Argentina, quiere ser un servicio pastoral de acción de gracias al Príncipe de la paz (cf. Is 9, 6), que os protegió contra la fuerza destructora de las armas, y os iluminó para seguir el camino de la negociación y del diálogo, de modo que, superando las tensiones y según criterios de equidad, la paz fuera garantizada. Haber logrado este objetivo es motivo de noble orgullo para ambos pueblos, y demuestra ante el mundo cómo los conflictos y diferendos entre los hombres pueden ser resueltos mediante el entendimiento y el diálogo, sin tener que recurrir a la violencia.

En este día siento una gran alegría por haber llegado a esta región cuyana, a los pies del Cristo Redentor, y poder contemplar la belleza de vuestros paisajes, las altas cumbres nevadas que elevan el alma en contemplación, los alegres viñedos y olivos, los hermosos almendros y árboles frutales; y sobre todo, vuestros ánimos joviales, iluminados por la luz de la fe y de la devoción mariana.

Saludo con afecto fraterno a mis hermanos en el Episcopado, en particular el Pastor de esta arquidiócesis, a todos sus colaboradores en la labor apostólica, y a todos vosotros, hombres y mujeres de Mendoza y de la región Cuyo, amantes de la paz y de la libertad, en particular a las autoridades civiles aquí presentes.

2. El monumento a Cristo Redentor, inaugurado hace más de ochenta años, como símbolo de paz entre argentinos y chilenos, está enclavado en lo alto de la Cordillera, desde donde vigila y despliega su providencia protectora sobre ambos pueblos hermanos. Ha sido El, tenedlo por seguro, quien ha velado siempre, y de modo particular en estos últimos tiempos, para que se cumpla la hermosa leyenda allí estampada: “Se desplomarán primero estas montañas antes que argentinos y chilenos rompan la paz jurada a los pies del Cristo Redentor”.

Queridísimos hermanos: El Papa os invita a todos los hombres y mujeres de Argentina y de Chile –y en vosotros a los del continente americano y del mundo entero–, a que hagáis propio ese juramento de paz, en lo profundo del corazón: que nunca rompamos la concordia con ningún hermano nuestro. Este es el constante llamado que, en cuanto Sucesor de Pedro, voy repitiendo en todas mis peregrinaciones apostólicas, y que en ésta quiero reiterar con particular énfasis. Este llamado se sitúa en la línea de los “ Mensajes para la Jornada de la Paz ” que, desde hace veinte años, dirige el Papa a toda la Iglesia universal y a los hombres de buena voluntad; y del que también los Episcopados se han hecho eco en sus respectivos países. Secundando el compromiso de la Iglesia en favor de la paz, me es muy grato elogiar la excepcional labor llevada a cabo por los obispos de Chile y de Argentina para fortalecer los lazos entre ambos países hermanos, a cual se ha reflejado –entre otras iniciativas– en importantes documentos episcopales emanados –a veces conjuntos– en relación con el diferendo sobre la zona austral.

¡Cuánto camino se ha recorrido en estos últimos años! ¡Cuántos conflictos y sufrimientos evitados! Por ello, elevamos una vez más, nuestra acción de gracias al Padre de las misericordias por la ayuda dispensada y al mismo tiempo recordamos a las personas que han colaborado eficazmente para llegar al feliz resultado de la Mediación, entre las que no puedo olvidar la egregia figura del cardenal Antonio Samorè y su abnegada labor en esta misión de paz.

Pero, a la vez, mis queridos hermanos, ¡cuánto trecho queda aún por recorrer en este camino! Más, no os dejéis arrastrar por el desánimo o por el fatalismo, porque en medio de la oscuridad de las dificultades, aparece una nueva alborada, que toma su fuerza de la victoria ya conseguida por Jesucristo (cf. Jn 14, 27). Es Jesús, en efecto, quien ha destruido la raíz de todos los enfrentamientos entre los hombres –esto es, el pecado–, reconciliando con Dios todas las cosas, “pacificando por la sangre de su Cruz tanto las de la tierra como las del cielo” (Col 1, 20). El Cristo Redentor es el Cristo reconciliador con el Padre y con los hermanos, y por eso es también el Cristo pacificador: el Príncipe de la Paz.

3. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará; y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Para conseguir la verdadera paz, la paz de Cristo, es preciso que El habite en nuestro interior, que hagan morada en nuestra alma el Padre y el Hijo en la unidad del Espiritu Santo. “ La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede del Padre..., el cual ha reconciliado con Dios a todos los hombres por la cruz, y. reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y. después del triunfo de su resurrección, ha infundido su Espíritu de amor en el corazón de los hombres” (Gaudium et spes, 78).

La paz, por consiguiente, es don de la Santísima Trinidad. Y para que Dios nos la otorgue, para gozar de su vida y de su paz, nos exige amarlo, guardar su palabra, que seamos fieles a sus mandamientos y enseñanzas (cf Jn 14, 23-24). Por ello, para lograr la concordia entre los hermanos, os exhorto a la conversión interior, para que podáis acoger con fruto ese don de la paz, que Cristo nos ha alcanzado del Padre, y que el Espíritu Santo infunde en los corazones bien dispuestos.

La concordia es consecuencia de la actitud responsable que toda persona ha de adoptar respecto de la vida en sociedad. Ello exige una clara opción por el hombre y sus derechos inalienables. Por eso el Papa os anima a que toméis una posición clara, y sin ambigüedades, ante las situaciones que mortifican la dignidad del hombre: la injusticia, la mentira, la demagogia, que deforma el rostro de la verdadera paz. Habéis de rechazar también todo lo que degrada y deshumaniza: la droga, el aborto, la tortura, el terrorismo el divorcio, las condiciones infrahumanas de vida, los trabajos degradantes (cf. Gaudium et spes, 27).

Más, la actitud del cristiano ante las realidades que atentan a la paz, no debe agotarse en la mera crítica o en la rebeldía estéril; la promoción de la paz no ha de limitarse a deplorar los efectos negativos de las situaciones de crisis, de conflictos y de injusticias, sino que debe ser también propuesta de vías de solución, factor de proyección de nuevas metas e ideales para la sociedad, fermento activo en la construcción de un mundo más humano y cristiano.

Sabéis muy bien, amadísimos hermanos, cómo la conflictiva situación en ciertas zonas de América Latina, se presta a la demagogia, al alegato estéril, a la recriminación mutua, y a otras actitudes que no siempre redundan en soluciones positivas. Urge encontrar la vía para esas soluciones que operen la reconciliación entre las partes enfrentadas, por medio de la tolerancia, el espíritu de diálogo y de entendimiento, en el marco de un sano pluralismo. Con estos mismos propósitos habéis de fomentar en vosotros y en quienes os rodean una verdadera voluntad de auténtica paz, inspirada en los principios cristianos, que no transigen con los abusos o las injusticias, sin jamás optar por la confrontación o la violencia como vía de solución a los conflictos.

Asumid una actitud positiva ante la paz, que es un don de Dios que el hombre ha de merecer y conquistar cada día, promoviéndolo en todo momento desde su propio corazón como ilusionado artífice de la paz.

4. En la proclamación de la Palabra, así nos exhortaba San Pablo: “No os angustiéis por nada, y en cualquiera circunstancia, recurrid a la oración y a la súplica, acompañada de acción de gracias, para presentar vuestras peticiones a Dios. Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia, guardará vuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús” (Flp 4, 6-7). Este es el sentido que tuvo la Jornada de oración celebrada en el mes de octubre pasado en la ciudad de Asís: recordar que, siendo la paz un don de Dios, el camino de la paz debe apoyarse sobre todo en la plegaria. Me ha producido gran gozo saber que la reunión de Asís tuvo especial reflejo en esta arquidiócesis; el Papa os anima a ser perseverantes en la petición humilde y confiada por la paz.

Además de la oración, San Pablo recordaba que “ todo lo verdadero y noble; todo lo justo y puro, todo lo amable y digno de honra, todo lo virtuoso y laudable, debe ser objeto de vuestros pensamientos. Poned en práctica lo que habéis aprendido y recibido, lo que habéis oído y visto en mí; y el Dios de la paz estará con vosotros” (Ibíd. 4, 8-9). La Iglesia ha recordado incesantemente que el Evangelio de la paz llegará a las instituciones pasando por el corazón de las personas, y no pacificará la sociedad si antes no ha pacificado las conciencias, liberándolas del pecado y de sus consecuencias sociales. Cuando se logre esa transformación interior en el alma de cada uno, se engendrarán con la fuerza misma de la vida, nuevas formas de relaciones sociales y culturales, y se abrirá paso en el mundo a la “civilización de la paz”. No os extrañe, por consiguiente, que el Papa insista en que cada uno debe esforzarse por vencer en sí mismo los propios defectos, en luchar contra el egoísmo, superar las antipatías, no crear abismos de separación con los demás, evitar las polémicas agresivas. No olvidéis, amados hermanos, que la calidad de los frutos depende de lo que personalmente hayamos sembrado (cf Ga 6, 8-10).

Esta primacía del cambio personal sobre el cambio estructural (cf. Congr. pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, 75), no es una doctrina orientada sólo a tranquilizar las conciencias; por el contrario, es un llamado exigente a la “ unidad de vida ” cristiana, porque la proyección de la virtud personal en la mejora estructural no es algo automático, como tampoco lo es nada propiamente humano. La incesante renovación interior a la que está llamado el cristiano, corre pareja con el esfuerzo que debe poner, según sus circunstancias, en la transformación de la sociedad: “nuestra conducta social es parte integrante de nuestro seguimiento de Cristo” (Puebla, 476).

Quisiera recordaros además, que en esta transformación de la sociedad, la familia tiene un papel de primer orden. ¿Cómo podría existir paz en una nación, donde las familias estuviesen divididas, y no fuesen capaces de superar los conflictos en esa célula básica de toda convivencia, donde se aceptase la desintegración del matrimonio?

5. Si pues queréis ser coherentes, debéis exigiros a vosotros mismos aquellos valores que son soporte de la vida social. Me refiero específicamente a las virtudes que son punto de apoyo importante y esencial para una civilización del amor y de la paz.

— En primer lugar el orden, ya que, según definición de San Agustín, la paz es “la tranquilidad en el orden” (De Civitate Dei, 19, 13), No sólo un orden exterior, sino una jerarquía interior de valores reflejo del querer divino, porque la paz “ es fruto del orden impreso en la sociedad humana por su divino Fundador, que los hombres han de llevar a la perfección ” (Gaudium et spes, 78). Un orden que os hará tener en cuenta los valores de toda persona y grupo, las superiores exigencias del bien común, la salvaguardia en cualquier circunstancia de los derechos humanos imprescindibles, la prioridad del ser sobre el tener.

— Justicia: así como “la paz es obra de la justicia” (Is 32, 17), los conflictos tienen por origen la injusticia. En efecto, “ ¿puede existir verdadera paz, cuando hombres, mujeres y niños no pueden alcanzar su plena dignidad humana? ¿Puede existir una paz duradera en un mundo regulado por relaciones – sociales, económicas y políticas – que favorecen a un grupo o a un país en detrimento de otros? ¿Puede establecerse una paz genuina sin el efectivo reconocimiento de aquella gran verdad, según la cual todos poseemos la misma dignidad, porque hemos sido formados a imagen de Dios, que es nuestro Padre”? (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1987, n.1)

— El amor a la libertad, porque todo aquello que la impide sojuzga también la auténtica paz de las personas, de las instituciones y de la sociedad entera. La sujeción forzada de unos grupos sociales por otros es inaceptable, y contradice la noción del verdadero orden y de auténtica concordia. Situaciones de esta índole, bien sea en el interior de una nación o en el mismo campo internacional, podrían dar la apariencia de un cierto sosiego exterior, pero pronto se manifestarían como causas de ulteriores represiones y de creciente violencia. La libertad, que personas y naciones deben tener para asegurar su pleno desarrollo como miembros de igual dignidad en la familia humana, depende del reciproco respeto en el concierto nacional y en el orden internacional.

— Fortaleza: la paz no puede confundirse con un falso irenismo; requiere auténtica fortaleza para superar conflictos y obstáculos, que siempre existirán: “La paz nunca es algo establemente adquirido, sino que debe procurarse de continuo. Puesto que la voluntad humana es frágil y está herida por el pecado, la construcción de la paz exige el constante dominio de las pasiones de cada uno y la vigilancia de la legítima autoridad” (Gaudium et spes, 78). Queridos mendocinos y cuyanos, esa fortaleza humana que habéis demostrado tantas veces para transformar el desierto en un oasis, y para levantar vuestros campos ante la adversidad de plagas, heladas y terremotos, demostradla también en hacer crecer el fruto sabroso de la paz y de la concordia nacional y universal.

— Caridad: una actitud que –en cierto modo– resume las anteriores es la solidaridad universal, basada en la dignidad de cada persona y en el mandamiento del amor. Ved siempre a los demás como hermanos –hijos del mismo Padre celestial– y amadlos como son, comprendiendo y aceptando la diversidad de cada uno. La caridad os llevará a superar rencores, diferencias, discordias; a fijaros no en lo que divide los ánimos, sino en lo que los puede unir en mutua comprensión y recíproca estima. Y todo ello se ha de manifestar preferentemente en favor de los más necesitados e indefensos.

6. Acabamos de celebrar el vigésimo aniversario de la Encíclica Populorum Progressio, en la cual el Papa Pablo VI nos hizo comprender cómo el desarrollo es el nuevo nombre de la paz. Por eso quise proponer para este año la solidaridad y el desarrollo como claves imprescindibles para su construcción (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1987, n.7) .

Pero no podéis olvidar que ese desarrollo será fundamento de la paz, si no se limita a un simple medio de lucro o de producción económica, ni a un mero camino hacia una laudable justicia social. Es mucho más que todo eso: está ordenado a promover el desarrollo y el bien integral, completo, del hombre, que abarca no sólo la actividad material, económica o social, sino sobre todo el progreso de su vida espiritual, fuera del cual el hombre quedaría siempre incompleto y truncado.

Es necesario insistir en que la persona humana es el centro de todo adelanto social; cualquier hombre o mujer, independientemente de sus circunstancias, tiene una importancia prioritaria sobre las cosas; dicha preeminencia se funda en su dignidad de persona humana, creada a imagen de Dios y llamada a participar de la redención de Cristo.

Y podemos preguntarnos: ¿es posible, en la actualidad, hacer valer esa preeminencia de la persona, como fundamento de una paz genuina? O, en términos generales: ¿es posible dar eficacia histórica, económica y política a la doctrina social de la Iglesia como base de concordia universal? A esta pregunta ya respondía el Papa Pablo VI: “Es posible, sí, porque la doctrina social cristiana posee el carisma interior de la verdad; conoce e interpreta la naturaleza del hombre y del mundo... Sí, es posible, si hombres inteligentes y generosos, católicos fuertes y libres, Pastores esclarecidos y valerosos, hijos del pueblo aguerridos, coherentes y fieles, se comprometen en la gran empresa de la edificación de una sociedad justa, libre y cristiana. Sí, es posible si cuantos se consagran a esta empresa saben encontrar en las fuentes de la fe y de la gracia ese misterioso e indispensable suplemento de luz y fuerza, que es precisamente la aportación original del cristianismo a la salvación del mundo” (Discurso del 15 de mayo de 1965).

Sí, queridos hijos, es posible alcanzar la paz, pero “no como la del mundo” (Jn 14, 27; como nos recuerda el Evangelio, nuestra paz es la paz de Cristo; y El la otorga siempre a los que ama (cf. Lc 2, 14).

La poderosa intercesión de la Santísima Virgen, Reina de la Paz, de la Virgen del Santísimo Rosario, que vosotros veneráis aquí en Mendoza; la intercesión de María, tan amada y venerada por todos los cuyanos, sea garantía para alcanzar de su Hijo ese don de Dios, que nosotros debemos conquistar cada día."

Discurso del Papa San Juan Pablo II a los Enfermos
Catedral de Córdoba, Miércoles 8 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Narra el evangelista San Marcos que un día, cuando Jesús recorría la comarca de Genesaret, “comenzaron a llevarle en camillas, a donde oían que El estaba, a cuantos se encontraban enfermos” (Mc 6, 55).

El Papa ha querido venir hasta vosotros para deciros que Cristo, siempre cercano a los que sufren, os Lama junto a Sí. Aún más: para deciros que estáis llamados a ser “otros Cristo” y a participar en su misión redentora. Y, ¿qué es la santidad sino imitar a Cristo, identificase con El? Quienes se enfrentan al sufrimiento con una visión meramente humana, no pueden entender su sentido y fácilmente pueden caer en el desaliento; a lo más llegan a aceptarlo con triste resignación ante lo inevitable. Los cristianos, en cambio, aleccionados por la fe, sabemos que el sufrimiento puede convertirse –si lo ofrecemos a Dios– en instrumento de salvación, y en camino de santidad, que nos ayuda a alcanzar el cielo. Para un cristiano, el dolor no es motivo de tristeza, sino de gozo: el gozo de saber que en la cruz de Cristo todo sufrimiento tiene un valor redentor.

También hoy el Señor nos invita diciendo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Volved pues a El vuestros ojos, con la segura esperanza de que os aliviará, de que en El encontraréis consuelo. No dudéis en hablarle de vuestro sufrimiento, tal vez también de vuestra soledad; presentadle todo ese conjunto de pequeñas y. a menudo, grandes cruces de cada día, y así –aunque tantas veces parezcan insoportables– no os pesarán, pues será Jesús mismo quien las llevará por vosotros: “Nuestros sufrimientos El los ha llevado, nuestros dolores El los cargó sobre Sí” (Is 53, 4.

En este camino de seguimiento de Cristo, sentiréis el gozo íntimo de cumplir la voluntad de Dios. Un gozo que es compatible con el dolor; porque es la alegría de los hijos de Dios, que se saben llamados a seguir muy de cerca a Jesús en su camino hacia el Gólgota.

2. Sabemos bien –gracias a la divina Revelación– que el dolor y el sufrimiento están inseparablemente unidos a la condición humana desde el pecado de nuestros primeros padres (cf. Gn 3, 7-19). Sin embargo, ese dolor y ese sufrimiento tienen un valor redentor, habiendo sido asumidos por Cristo, que “en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, quiso rescatarnos del pecado, del dolor y de la muerte. Para ello sufrió una pasión cruenta, que culminó con la entrega de su vida en la cruz, y a la que siguió su resurrección gloriosa, obrando de este modo la redención del género humano. En este tiempo de Cuaresma, nos preparamos para vivir en espíritu estos misterios de nuestra redención, con especial intensidad durante la Semana Santa.

En esta redención, obrada por Jesucristo, vosotros tenéis un papel de primer orden, pues –como dice San Pablo– completáis en vuestra carne lo que falta a la pasión de Cristo (cf. Col 1, 24). La redención que nos ganó Cristo de una vez para siempre, se sigue aplicando a los hombres, a través de los tiempos, por medio de la Iglesia, que se apoya de modo especial en el dolor y en el sufrimiento de los cristianos, que son ¡otros Cristos!

3. La Iglesia, como buena Madre, os lleva en su corazón; contempla en vosotros el dulce rostro de Cristo doliente. Reza constantemente por vosotros, para que el lecho del dolor en el que os encontráis, se transforme en altar donde os ofrecéis a Dios, para su gloria y para la salvación del mundo entero.

Este amor solícito de Cristo y de la Iglesia hacia vosotros se expresa también, con toda su virtud, en el sacramento de la unción de los enfermos. ¡Cuánta fortaleza encontraréis en él! Esa unción os ayudará a sobrellevar el dolor; os animará para no caer en la angustia que acompaña muchas veces a la enfermedad; si es conforme a los designios de Dios, os dará la salud corporal, pero sobre todo, os dará la salud del alma, haciéndoos sentir la presencia del Señor y disponiéndoos –cuando El lo quiera– para ir a la casa del Padre, con la serenidad y la alegría que caracterizan a los buenos hijos.

4. No puedo olvidar a cuantos participáis en el servicio de atender a los hermanos que sufren; no como simple beneficencia altruista, sino movidos por la caridad que el mismo Cristo os agradecerá el día del juicio cuando os diga: “Estuve enfermo, y me visitasteis” (Mt 25, 36), porque “cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Ibíd., 25, 40).

Así, pues, familiares, médicos, enfermeras, asistentes, religiosos y religiosas hospitalarios, y cuantos prestáis este servicio, sed conscientes de la gran tarea que Dios os encomienda. Los enfermos que dependen de vosotros necesitan y esperan vuestra asistencia. Dios recompensará, con abundancia, el heroísmo que tantas veces derrocháis al cuidar a estos hermanos vuestros.

5. Es de fundamental importancia la acción pastoral que los sacerdotes han de desarrollar entre los enfermos. Ningún sacerdote puede sentirse eximido de esta obligación. En especial, los que tienen encomendada la cura de las almas deben encontrar, en esta atención, una de las ocupaciones ministeriales más queridas a su solicitud de Pastores.

Una verdadera comunidad cristiana nunca abandona a los más necesitados y a los más débiles, sino que les brinda un cuidado prioritario. En el espíritu de vuestro pueblo, hay sentimientos de nobleza y solidaridad, arraigados en vuestra fe cristiana: continuad trabajando intensamente para que estos sentimientos se conserven y renueven.

Sé que, como fruto de una iniciativa en esta ciudad de Córdoba, se creó el primer servicio sacerdotal de urgencia. A través de él, cada noche, sacerdotes y laicos en vigilante espera, se movilizan para atender el llamado de Cristo a través de sus enfermos.

Sé también que este hermoso ejemplo se ha multiplicado en numerosas diócesis de la Argentina. Me da mucha alegría, y os aliento a continuar en este esfuerzo apostólico mediante el cual se hace visible la solicitud de la Iglesia, que vela día y noche por sus hijos más necesitados.

6. Mis queridos hermanos y hermanas: Junto a vosotros está siempre Santa María, como estuvo al pie de la cruz de Jesús. Acudid a Ella exponiéndole vuestros dolores. La mano y la mirada maternales de la Virgen os aliviará y consolará, como sólo Ella sabe hacerlo.

Cuando recéis el Santo Rosario, poned especial acento en aquella invocación de la letanía: “Salud de los enfermos, ruega por nosotros”.

En la Santa Misa que celebrare hoy, recordaré a todos ante el Señor y especialmente a vosotros, queridos enfermos; en el altar, junto a Cristo víctima, estarán vuestros dolores. Y ahora os imparto de corazón una particular Bendición Apostólica, a la vez que me encomiendo a vuestras oraciones, avaloradas por el dolor.

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén."

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Santa Misa para las Familias
Córdoba, Miércoles 8 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. “El amor que procede de Dios” (1Jn 4, 7).

El tiempo de Cuaresma nos sigue invitando, de modo insistente, a meditar sobre esta gran verdad: el amor que procede de Dios. Es ésta una realidad viva y actual que nunca debemos olvidar, mucho menos cuando nos acercamos a la Semana Santa y a la Pascua.

Ese amor que de Dios procede, el amor del mismo Dios Padre hacia nosotros los hombres, se ha manifestado sobre todo en que “envió a su Hijo único al mundo, para que tengamos Vida por medio de El ” (Ibíd., 4, 9); y lo envió “como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (Ibíd., 4, 10).

Nos encontramos ante un inefable misterio divino. La cruz de Cristo sobre el Calvario, su pasión y muerte en oblación y sacrificio por la humanidad pecadora revelan, al hombre y al mundo, el amor de Dios. Lo revelan plenamente, porque “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y es el Unigénito de Dios mismo, Jesucristo, quien entrega la vida por los hombres. El misterio pascual viene a ser como la última y definitiva palabra de la revelación de Dios, que es Amor. El mismo nos amó primero: no es que nosotros lo hayamos amado, sino que El nos amó a nosotros.

Este misterio del amor divino, que nos ha sido revelado en Cristo, permanece irrevocablemente en la historia del hombre. Nadie lo puede desarraigar ni quitar.

2. “El amor procede de Dios”.

A la luz de esta verdad salvadora, doy la bienvenida y saludo a todas las familias aquí reunidas. No sólo de esta gran ciudad, Córdoba, sino de toda la Argentina. Como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, cumplo en este día mi servicio pastoral, rezando por la familia, junto con vosotros, amados hermanos y hermanas: maridos y mujeres, padres e hijos, todos los que realizáis en la familia vuestra vocación humana y cristiana.

Cumplo este singular servicio, en presencia de los Pastores de la Iglesia que está en Córdoba y en toda Argentina. Vaya a todos ellos personalmente mi saludo, de modo particular a vuestro arzobispo, el cardenal Raúl Primatesta. Saludo asimismo con afecto a los sacerdotes, a las religiosas y religiosos, y a todos los fieles, que con tanto entusiasmo se dedican, en nombre de Cristo, a difundir entre las familias esa gran verdad: el amor procede de Dios.

¡Qué gran misión la vuestra, padres y madres de familia! No lo olvidéis nunca: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!” (Familiaris Consortio, 86). El Papa ha venido para pediros, en nombre de Dios, un empeño particular: que toméis con sumo interés la realidad del matrimonio y de la familia en este tiempo de prueba y de gracia; porque “el matrimonio no es efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor” (Humanae vitae, 8).

Al recordaros estas verdades, no hago otra cosa que subrayar lo que ha sido constante tradición de esta querida tierra argentina y que –sin duda alguna– constituye uno de los fundamentos más sólidos que han hecho, de la vuestra, una gran nación.

3. “El amor procede de Dios”

De esta gran verdad de fe, que animará la vida familiar, han de ser especialmente conscientes el hombre y la mujer cuando, acercándose al altar, pronuncian las palabras contenidas en el Ritual del Sacramento del Matrimonio: “Yo... te recibo... como mi esposa (o mi esposo) y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y respetarte todos los días de mi vida” (Ordo celebrandi Matrimonium, 25).

Todo esto constituye el contenido de la alianza matrimonial, mediante la cual se significa y se realiza el sacramento del matrimonio, sacramento grande referido a Cristo y a la Iglesia, como leemos en la Carta a los Efesios (cf. Ef 5, 32).

Al mismo tiempo, esa alianza sacramental suscribe el programa y los deberes que los esposos asumen para toda la vida. Cada una de sus palabras describe, muy en concreto, cómo es y cómo debe ser, el amor que los une en la presencia de Dios: en la presencia de ese Dios “que nos amó primero”, y que es la fuente y el principio de todo amor verdadero.

En este programa de vida que contiene el pacto conyugal, se pone de relieve con claridad que el verdadero amor no existe si no es fiel. Y no puede existir, si no es honesto. Tampoco se da –en la concreta vocación al matrimonio–, si no hay de por medio un compromiso pleno que dure hasta la muerte. Sólo un matrimonio indisoluble será apoyo firme y duradero para la comunidad familiar, que se basa precisamente en el matrimonio.

En la liturgia del sacramento se pregunta además: “¿Estáis dispuestos a recibir amorosamente, los hijos que Dios quiera daros, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?” (Ordo celebrandi Matrimonium, 24). Con ello se completan las principales características del amor matrimonial, que por su misma índole, por voluntad de Dios autor del matrimonio, está llamado a ser humana y cristianamente fecundo, abierto a la vida.

Queridas familias: el amor, que procede de Dios Padre, que se manifiesta plenamente en el misterio pascual de Cristo y que el Espíritu Santo difunde en nosotros, es “escudo poderoso y apoyo seguro” (Si 34, 16) para el cumplimiento de ese programa y de esos deberes; porque “el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y se enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, a fin de conducir eficazmente a los esposos hacia Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad” (Gaudium et spes, 48). Gracias a ese apoyo seguro encontramos, en nuestro mundo, múltiples aspectos positivos en la situación de las familias, que son signo de la salvación de Cristo operante en nuestras vidas.

Sin embargo, no faltan signos de preocupante degradación, respecto a algunos valores fundamentales del matrimonio y de la familia. “En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta” (Familiaris consortio, 6).

Nosotros sabemos, con la segura certeza del que “ama y conoce a Dios” (cf. 1Jn 4, 7), que no existe auténtica libertad cuando ésta se contrapone al amor y a sus exigencias; que no existe verdadero respeto por las personas, si se contradice el designio divino sobre los hombres.

Oponeos, pues, resueltamente, con vuestra palabra y con vuestro ejemplo, a cualquier intento de menoscabar el genuino amor matrimonial y familiar. Precisamente porque el mundo está viviendo momentos de oscuridad y desconcierto en el campo de la familia, debemos pensar, queridos hijos, que es un momento propicio: el Señor ha tenido constancia en vosotros, y os ha destinado a que, aun en medio de las dificultades, seáis testigos de su amor por los hombres, del que deriva todo verdadero amor conyugal.

“No os intimidéis por nada, ni os acobardéis, porque Dios es nuestra esperanza” (cf. Si 34, 14). Luchad, con empeño y valentía, las batallas del amor. Una lucha que debe empezar en vosotros mismos y en vuestras familias, para desterrar egoísmos e incomprensiones; una lucha que procura ahogar el mal en abundancia de bien (cf. Rm 12, 17).

4. El amor matrimonial es ciertamente un gran don en el que dos seres humanos, hombre y mujer, se entregan recíprocamente para vivir el uno para el otro: para si mismos y para la familia. Consiguientemente, ese don es de agradecer al Señor, siendo consciente de él y conservándolo en el corazón.

Al mismo tiempo, el amor –precisamente porque supone la total entrega de una persona a otra– es simultáneamente un gran deber y un gran compromiso. Y el amor conyugal lo es de modo particular. Así, la unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener, sino de acrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan que al matrimonio le es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber –contraído en sus esponsales– de acrecentar continuamente ese amor conyugal y familiar.

Hay quienes se atreven a negar, e incluso a ridiculizar, la idea de un compromiso fiel para toda la vida. Esas personas –podéis estar bien seguros– desgraciadamente no saben lo que es amar: quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día. El amor verdadero –a semejanza de Cristo– supone plena donación, no egoísmo; busca siempre el bien del amado, no la propia satisfacción egoísta.

No admitir que el amor conyugal puede y exige durar hasta la muerte, supone negar la capacidad de autodonación plena y definitiva; equivale a negar lo más profundamente humano: la libertad y la espiritualidad. Pero desconocer esas realidades humanas significa contribuir a socavar los fundamentos de la sociedad: ¿Por que, en esa hipótesis, se podría continuar exigiendo al hombre la lealtad a la patria, a los compromisos laborales, al cumplimiento de leyes y contratos? Nada tiene de extraño que la difusión del divorcio en una sociedad vaya acompañado de una disminución de la moralidad pública en todos los sectores.

Queridos argentinos, el amor, que es a la vez un gran don y un gran empeño, os dará la fuerza para ser fieles y leales hasta el fin.

5. El Evangelio proclamado recuerda el mandamiento del amor: “Amarás al Señor, tu Dios... Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo” (Mt 22, 37-39). El amor al prójimo traduce una necesidad del corazón humano, y refleja además la conciencia de un don; pero este amor es, también, como hemos visto, el contenido de un mandato: conlleva un deber y una responsabilidad, que tiene particular relevancia en la familia, pues entre todas las personas a las que se refiere el concepto evangélico de “prójimo”, se encuentran, en primer lugar, las que permanecen unidas por el vínculo matrimonial y familiar.

En este sentido, resulta significativo que las lecturas de la liturgia hablen al mismo tiempo, de amor y de “temor”, del temor de Dios. No ciertamente un temor que amedrenta y quita la propia libertad; sino un temor filial que nace del amor y procura no ofender y, más aún, procura agradar a nuestro Padre Dios; es, por tanto, un temor salvífico que brota de la conciencia del bien y del valor, y que se manifiesta precisamente en una actitud de responsabilidad.

En las mismas relaciones humanas y, más concretamente en la, familiares, se encuentran unidos ese amor recíproco y esa mutua responsabilidad.

Responsabilidad del marido por la mujer y de la mujer por el marido. Responsabilidad de los padres por los hijos, y también de los hijos por los padres Responsabilidad grande, precisamente porque nace con el amor, y tiene la misión de ponerlo a prueba y de confirmarlo. La vida nos enseña, en efecto, que el amor – el amor matrimonial – es piedra de toque de toda la vida. Es grande y auténtico no sólo cuando aparece fácil y agradable, sino sobre todo cuando se confirma en medio de las pruebas de nuestro vivir, así como el oro se aquilata por el fuego. Tendría un pobre concepto del amor humano y conyugal quien pensara que, al llegar las dificultades, el cariño y la alegría se acaban; es ahí donde los sentimientos que animan a las personas revelan su verdadera consistencia, es ahí donde se consolidan la donación y la ternura, porque el verdadero amor no piensa en sí mismo, sino en cómo acrecentar el bien de la persona amada; su mayor alegría consiste en la felicidad de los seres queridos.

Cada familia cristiana debe ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas desavenencias diarias, se perciba un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto del amor y de una fe real y vivida.

6. Permitidme, queridísimos cordobeses y argentinos todos, que os proponga el modelo de la Sagrada Familia. El Hogar de Nazaret muestra precisamente cómo las obligaciones familiares, por pequeñas y corrientes que parezcan, son lugar de encuentro con Dios. No descuidéis, por tanto, esas relaciones y esos quehaceres: si una persona mostrara gran interés por los problemas del trabajo, de la sociedad, de la política, y descuidara los de la familia, podría decirse de ella que ha trastocado su escala de valores.

El tiempo mejor empleado es el que se dedica a la esposa, al esposo, a los hijos. El mejor sacrificio es la renuncia a todo aquello que pueda hacer menos agradable la vida en familia. La tarea más importante que tenéis entre manos es empeñaros para que fructifique, con mayor intensidad cada día, el amor dentro del hogar.

La lectura del Libro del Eclesiástico recordaba: “¡Feliz el alma que teme al Señor!” (Si 34, 15). Y el Salmista insiste: “¡Feliz quien teme a Dios y marcha en sus caminos!” (Sal 128 [127], 1). Feliz el cristiano que trabaja y se esfuerza por su salvación con temor y temblor (cf. Flp 3, 12). Feliz el cónyuge que acepta con temor de Dios el gran don del amor de su otro cónyuge, y lo corresponde. Feliz la pareja cuya unión matrimonial está presidida por una profunda responsabilidad por el don de la vida, que tiene su inicio en esta unión. Es éste verdaderamente un gran misterio y una gran responsabilidad: dar la vida a nuevos seres, hechos “a imagen y semejanza de Dios”.

Resulta necesario, por consiguiente, que el temor salvífico de Dios, induzca a que el auténtico amor de los esposos dure “ todos los día de su vida ”. Es necesario también que fructifique mediante una procreación responsable, según el querer de Dios.

El amor responsable, propio del matrimonio, revela también que la donación conyugal, por ser plena, compromete a toda la persona: cuerpo y alma. Por eso, la relación matrimonial no sería auténtica, sino una convergencia de egoísmos, cuando se descuida el aspecto espiritual y religioso del hombre. En ella, por tanto, no podéis olvidaros de Dios ni oponeros a su voluntad, cerrando artificialmente las fuentes de la vida. La actitud antinatalista, que está lejos de vuestras genuinas tradiciones, constituye una grave alteración de la vida conyugal. Así lo quise poner de relieve en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio. «Es precisamente partiendo “de la visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna”, por lo que Pablo VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia “está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador”. Y concluyó recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta, “toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación”» (Familiaris consortio, 23).

Como enseña el Concilio Vaticano II, recordad también que “puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de los hijos. Este deber de la educación familiar, es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra, personal y social, de los hijos. La familia es, por lo tanto, la primera escuela” (Gravissimum Educationis, 3).

Ese derecho y ese deber de los padres, “original y primario respecto al deber educativo de los demás” (Familiaris consortio, 36) no se limita sólo a la educación doméstica, que les corresponde necesariamente: también se extiende a la libertad de que deben gozar para elegir las escuelas en que se educan sus hijos, sin sufrir trabas administrativas ni económicas por parte del Estado; al contrario, la sociedad debe otorgar facilidades para que realicen con eficacia esa libre elección (Carta de los derechos de la familia).

7. Siendo la familia la célula básica, tanto de la sociedad civil como de la eclesial, el vigor de la vida familiar reviste particular importancia para el Estado y para la Iglesia. Las dos dimensiones, aunque distintas, están unidas íntimamente y explican por sí mismas los cuidados que la Iglesia y el Estado deben prodigar al bienestar familiar. En la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio pedía a las comunidades eclesiales, “llevar a cabo toda clase de esfuerzos para que la pastoral de la familia adquiera consistencia y se desarrolle, dedicándose a este sector verdaderamente prioritario, con la certeza de que la evangelización, en el futuro, depende en gran parte de la Iglesia doméstica” (Familiaris consortio, 65). Sé que vuestros Pastores, queridos hijos de Argentina, están elaborando un Plan de pastoral familiar: agradecedles este esfuerzo y pedid al Señor que su aplicación rinda los frutos que Dios y la Iglesia esperan de vosotros.

A los agentes de pastoral familiar –sacerdotes, religiosos, catequistas, etc.– les aliento encarecidamente a que sean conscientes de la importancia de su tarea; que sepan enseñar y ayuden a cumplir el proyecto cristiano de vida familiar; que no se dejen llevar por modas pasajeras contrarias al designio divino sobre el matrimonio; que realicen una profunda labor apostólica para lograr una seria y responsable preparación y celebración de ese “sacramento grande”, signo del amor y de la unión de Cristo con su Iglesia.

8. Todo esto, queridos hermanos y hermanas, demuestra la importancia de nuestro encuentro y el valor de esta gran oración con las familias y por las familias de toda la Argentina.

Nos hallamos ante la presencia de Cristo en su misterio pascual donde se ha revelado plenamente el amor de Dios por el ser humano: por el hombre y la mujer, por cada uno de los matrimonios, por todas las familias.

“El nos amó primero, y envió a su Hijos como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1Jn 4, 10) y el Hijo, Cristo, nos ha amado con amor redentor y, a la vez, esponsal. Este amor permanece, como su don para todo matrimonio y para toda familia, en el “ gran sacramento ” de la Iglesia.

¡Esposos y padres argentinos! ¡Amaos con amor recíproco! ¡Acudid a la intercesión de María Santísima y a la de su esposo San José para que la gracia del sacramento del matrimonio permanezca en vosotros, y fructifique con el amor que está en Dios! ¡Y que a Dios conduce! Así sea."

Homilía de Juan Pablo II en la Celebración de la Palabra en Tucumán
Aeropuerto Benjamín Matienzo, Miércoles 8 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. “Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8, 18).

Con estas palabras, invitaba San Pablo a los cristianos de Roma a que levantaran su mirada por encima de las difíciles circunstancias que entonces estaban atravesando, y percibieran la insondable grandeza de nuestra filiación divina, que está presente en nosotros, aunque no se haya manifestado todavía en su plenitud (cf. 1Jn 3, 2). Es un bien de tal inmensidad, que la creación entera “ gime y sufre ” anhelando participar en “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, aquella “que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8, 18. 21-22). En pos de esos derroteros inspirados por el Apóstol, el Sucesor de Pedro ha venido a la tierra tucumana, para alabar con vosotros la misericordia de Dios Padre que ha querido “llamarnos hijos de Dios, y que lo seamos” (1Jn 3, 1).

Lo hacemos aquí, en esta ciudad de San Miguel de Tucumán, a la que llamáis Cuna de la Independencia, por haber iniciado aquí vuestro camino en la historia como nación independiente. Desde entonces, los habitantes del Norte argentino os sentís especialmente vinculados a este lugar; y habéis cultivado un marcado amor a vuestra patria, sintiendo además la responsabilidad de custodiar la libertad y la tradición cultural de la Argentina. En el cristiano esos nobles sentimientos se enraízan en el don de la filiación divina, y allí encuentran también su fundamento, su sentido y su medida. Muy apropiado es, por tanto, que nos reunamos aquí para agradecer a Dios Padre que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad; y nuestra acción de gracias va unida a nuestra plegaria para que todo en nuestra vida, se haga conforme a esa verdad esencial: ¡Somos hijos de Dios!

2. En este contexto, saludo a las autoridades aquí presentes y agradezco su presencia en esta celebración. La responsabilidad política adquiere una nueva vitalidad cuando cada uno considera que es hijo de Dios, lo cual le llevará a imitar la providencia y la bondad de Dios Padre, y por tanto a realizar iniciativas cada vez más amplias y generosas en favor de todos.

Saludo con todo afecto a mis hermanos en el Episcopado; en primer lugar, al arzobispo de Tucumán, así como a los obispos de las diócesis sufragáneas: Santiago del Estero, Santísima Concepción y Añatuya. Y con ellos saludo también a todos los sacerdotes y a las religiosas y religiosos aquí presentes. De modo particular mi saludo se dirige a todos los seminaristas. Sé que ha habido últimamente un florecimiento de vocaciones entre vosotros; y eso ha impulsado a vuestro arzobispo a la construcción de un nuevo edificio para el seminario, que ha sido recientemente acabado. A todos os exhorto a consolidar en la mente y en el corazón vuestro afán de servir a Cristo, colaborando con El en conducir “a muchos hijos a la gloria” (Hb 2, 10).

Saludo a todos los tucumanos y santiagueños que habéis querido participar en esta celebración litúrgica. Sois dignos herederos de aquellos hombres y mujeres que os trajeron la semilla de la fe. Demos gracias a Dios porque su predicación y su testimonio ha arraigado profundamente entre vosotros, inspirando cristianamente vuestra vida individual y social. Sentís el sano orgullo de vuestra fe cristiana, de vuestra condición de hijos de la Iglesia católica y de hijos de Dios.

3. Nuestra condición de hijos adoptivos de Dios, es obra de la acción salvífica de Cristo y tiene lugar en cada uno por la comunicación del Espíritu Santo. Es, por tanto, una realidad que tiene sus raíces en el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad (cf. Dominum et Vivificantem, 52).

Por otro lado, la filiación divina afecta a nuestra persona en su totalidad, a todo lo que somos y hacemos, a todas las dimensiones de nuestra existencia; y, a la vez, repercute, de modo específico, en la realidades en que se desarrolla la vida de los hombres, es decir, todo el universo creado.

Bajo esta perspectiva encontramos el estilo de vida que debemos conducir, para que todas nuestras obras sean conformes con nuestra condición de hijos de Dios. San Pablo, en efecto, enseña que la predestinación de hijos ha tenido lugar “para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia” (Ef 1, 4); y, por tanto, “semejantes a la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29). La filiación divina es, por tanto, una llamada universal a la santidad; y nos indica además que esa santidad ha de configurarse según el modelo del Hijo amado, en quien el Padre se ha complacido (cf. Mt 17, 5).

Nos encontramos entonces en el corazón de los misterios de nuestra fe. Dada esta perspectiva os invito ahora a reflexionar conmigo sobre dos características fundamentales para esa filiación divina: la libertad y la piedad.

4. En el lenguaje bíblico, los conceptos de libertad y de piedad aparecen íntimamente vinculados. La libertad, en efecto, es la condición propia de los hijos; opuesta a la esclavitud de los siervos. La diferencia entre unos y otros estaba en que los hijos participaban de la herencia de sus padres, es decir, de sus bienes y posesiones. Ello les permitía vivir con libertad y dignidad, sin estar sometidos a otros hombres para poder subsistir.

Es lógico, entonces, que los hijos reconociesen en sus padres no sólo el origen de su existencia, sino también de su libertad y dignidad; quedando comprometidos además a honrarlos debidamente, y a conservar el patrimonio paterno. Y precisamente ese honor tributado a los padres, junto con la fidelidad a la herencia, constituye la piedad; una virtud que es fundamento del amor filial, y que encierra el reconocimiento y gratitud hacia los padres, junto con la obediencia a sus indicaciones.

Referido a las relaciones entre Dios y su Pueblo, todo esto adquiría en Israel un significado trascendente. Ser libres significaba antes que nada no estar esclavizados por el pecado, no servir a dioses extraños, o a cualquier forma de ídolos, incluido el propio yo. Y de un modo positivo significaba la santidad; es decir, la completa dedicación al culto y la honra de Dios. La libertad se basaba en la posesión de la tierra que Dios prometió y entregó a los hebreos; y también en la promesa de una “herencia incorruptible, incontaminada, perennemente lozana” (1P 1, 4), que se haría realidad mediante el advenimiento del Mesías. De aquí que la piedad de los hijos consistiera en la fidelidad a Dios y en la obediencia a sus preceptos y mandatos.

Todo aquello, sin embargo, fue una sombra de la libertad de los hijos de Dios, que Cristo obtuvo para nosotros. “Si el Hijo os libra, seréis en verdad libres” (Jn 8, 36), había dicho Jesús a los judíos que entonces “habían creído en El” (Jn 8, 31), y lo mismo nos dice Jesús hoy a todos nosotros; y yo mismo se lo repito a todos los argentinos desde esta queridísima ciudad de Tucumán: “¡Si el Hijo os libra, seréis en verdad libres!”.

5. Quisiera, ahora, que relacionarais estas realidades con la experiencia histórica de vuestra patria. Desde su nacimiento como nación, que fue sellado en la Casa de Tucumán, la Argentina ha ido adelante guiada por ese instinto certero que relaciona estrechamente la libertad de sus gentes con la fidelidad a esa herencia, que son vuestras tierras, vuestro patrimonio, vuestras nobles tradiciones.

Además toda la cultura que España promocionó en América estuvo impregnada de principios y sentimientos cristianos, dando lugar a un estilo de vida inspirado en ideales de justicia, de fraternidad y de amor. Todo ello tuvo muchas y felices realizaciones en la actividad teológica, jurídica, educativa y de promoción social. El hombre del Norte argentino bebió en esas fuentes espirituales e incluso los diversos sucesos históricos del país naciente, estimularon a no pocos de vuestros próceres a poner en las manos de Dios y de la Virgen el destino que entonces se mostraba incierto para vuestro pueblo.

Ahora os encontráis ante una nueva etapa de vuestro camino en la historia. Percibís la necesidad de lograr una auténtica reconciliación entre todos los argentinos, una mayor solidaridad, una decidida participación de todos en los proyectos comunes. ¡Es verdaderamente una tarea grande y noble la que tenéis ante vosotros!

Más allá de las iniciativas concretas que habéis de promover y que son de vuestra competencia, el Papa quiere recordaros –muy en consonancia con vuestra misma experiencia histórica– las palabras del Salmista que hemos rezado, meditándolas, hace pocos momentos, y que nos llevan a poner la mirada y la esperanza en Dios:

“Si el Señor no construye la casa, / en vano se cansan los que la edifican; / si el Señor no guarda la ciudad, / en vano vigilan los centinelas” (Sal 127 [126], 1).

Argentinas y argentinos, comportaos de acuerdo con la “libertad con que nos liberó Cristo” (Ga 5, 1), que proporciona el sentido, la medida y la consistencia a cualquiera otra forma de libertad y de dignidad humanas, y amaréis así a vuestra patria y la serviréis con generosa entrega.

6. La libertad que nos ha dado Cristo, nos libra, como nos enseña San Pablo, de la esclavitud de los “elementos del mundo” (Ibíd., 4, 3); es decir, de la errónea elección del hombre que le lleva a servir y hacerse esclavo de “los que por naturaleza no son dioses”: (Ibíd., 4, 8) el egoísmo, la envidia, la sensualidad, la injusticia y el pecado en cualquiera de sus manifestaciones.

La libertad cristiana nos lleva a honrar a Dios Padre siguiendo el ejemplo de Cristo, el Hijo unigénito, que siendo “igual a Dios”, se hizo “semejante a los hombres; y en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). El Salvador nos redimió obedeciendo al Padre por amor, y “fue escuchado por su piedad” (Hb 5, 7), Jesús llevó a cabo el designio salvífico del Padre movido por el Espíritu Santo. Y ese mismo Espíritu, que envió Dios a nuestros corazones, clama “Abba!” (cf. Ga 4, 6). Esta palabra “Abba” era el nombre familiar con el que un niño se dirigía a su padre en lengua hebrea; una palabra fonéticamente muy parecida a la que vosotros soléis emplear, y con la que incluso os dirigís a Dios Padre, llamándole Tata Dios, con tanta veneración y confianza.

Para Jesús, hacer la voluntad de Dios era el alimento de su existencia (cf. Jn 4, 34), aquello que sostenía y daba sentido a su actuación entre los hombres. Y lo mismo debe suceder en la vida de los hijos de Dios: ¡Debemos concebir nuestra existencia como un acto de servicio, de obediencia, al designio libre, amoroso y soberano de nuestro Padre Dios! Haciendo lo que Dios quiere, también con sacrificio, nos revestimos de la libertad, del amor y de la soberanía de Dios.

Comprendéis que es ésta una tarea que nos supera; pero no estamos solos; es el mismo Espíritu quien “intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26), Debemos dejarnos guiar por el Espíritu Santo, como corresponde a los hijos, y hacer morir en nosotros mismos las obras del cuerpo; no vivir según la carne, sino según el Espíritu (cf. Ibíd. 8, 4. 13-17), sirviéndonos “por amor unos a otros” (Ga 5, 13). Las obras de la carne son conocidas, dice San Pablo, y menciona, entre otras: la lujuria, las enemistades, las peleas, las envidias, las embriagueces (cf. Ibíd., 5, 19-21). Los frutos del Espíritu, en cambio, son caridad, alegría, paz, longanimidad, mansedumbre, continencia (cf. Ibíd., 5, 22-23), y todo quiere decir libertad. La libertad fue dada al hombre no para hacer el mal, sino el bien. Para crecer en amor. La libertad se cumple a través del amor, del amor de nuestros hermanos. Es la verdadera libertad. Sin esta dimensión ética, espiritual de la libertad, una persona humana no es libre de veras. Se queda sometida, se queda esclava de sus pasiones, de sus pecados; no es libertad. Es libertad cuando la persona humana cumple todo aquello que es el bien, como nos enseña San Pablo: El bien mayor entre todos los bienes es el bien del amor, del amor de Dios, del amor de los hermanos.

7. El estilo de vida de los hijos de Dios ha de informar todas las dimensiones de la existencia humana; y, por tanto, también vuestra misma identidad como ciudadanos, como argentinos, a la vez que vuestro comportamiento a nivel individual, familiar y social.

Esto es así, porque como nos enseña el Concilio Vaticano II, “con su encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo con cada hombre. Trabajó con manos de hombre, reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Hb 4, 15)” (Gaudium et spes, 22), todo nuestro ser y actuar de hombres, ha sido asumido y exaltado en la Persona divina del Hijo de Dios.

Además, Cristo, mediante el don del Espíritu Santo, nos ha hecho partícipes del señorío que El tiene sobre todo lo creado. A El le obedecen “hasta el viento y el mar”, como hemos contemplado en la narración del Evangelio de San Marcos (Mc 4, 41), proclamado hace unos momentos. En El han de ser recapituladas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (cf. Ef 1, 10); y “cuando todas las cosas le hayan sido sometidas, entonces el Hijo mismo se someterá al que se las sometió todas, a fin de que Dios lo sea todo en todas las cosas” (1Co 15, 28).

A vosotros, católicos argentinos, os corresponde, por tanto, contribuir a que “el mundo entero se encamine realmente hacia Cristo” (Apostolicam actuositatem, 2); restaurar, trabajando con todos los hombres, el orden de las cosas temporales y perfeccionarlo sin cesar, según el valor propio que Dios ha dado, considerados en sí mismos, a los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales, etc (Ibíd., 7). Contáis para ello con la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

Entre las muchas consideraciones que aquí se podrían hacer, el Papa quiere referirse a una concreta: la piedad en la vida civil, conocida en nuestro tiempo como amor a la propia patria o patriotismo. Para un cristiano se trata de una manifestación, con hechos, del amor cristiano; es también el cumplimiento del cuarto mandamiento, pues la piedad, en el sentido que venimos diciendo incluye –como nos enseña Santo Tomás de Aquino– (Summa Theologiae, IIª-IIæ, q. 101, a. 3, ad 1) honrar a los padres, a los antepasados, a la patria. El Concilio Vaticano II ha dejado, también a este respecto, una enseñanza luminosa. Dice así: “Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre también por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, los pueblos y las naciones” (Gaudium et spes, 75).

Considerad, pues, que el amor a Dios Padre, proyectado en el amor a la patria, os debe llevar a sentiros unidos y solidarios con todos los hombres. Repito: ¡con todos! Pensad también que la mejor manera de conservar la libertad que vuestros padres os legaron se arraiga, sobre todo, en acrecentar aquellas virtudes –como la tenacidad, el espíritu de iniciativa, la amplitud de miras– que contribuyen a hacer de vuestra tierra un lugar más próspero, fraterno y acogedor.

8. ¡Creced en Cristo! ¡Amad a vuestra patria! ¡Cumplid con vuestros deberes profesionales, familiares y de ciudadanos con competencia y movidos por vuestra condición de hijos adoptivos de Dios!

Sé que lo haréis. Veo reflejada en vuestros rostros la esperanza de la Argentina que quiere abrirse a un futuro luminoso y que cuenta con la promesa de sus jóvenes, con el trabajo de sus hombres y mujeres, con las virtudes de sus familias, alegría en sus hogares, el ferviente deseo de paz, solidaridad y concordia entre todos los componentes de la gran familia argentina.

Vuestros nobles anhelos y legítimas aspiraciones los encomiendo a vuestra Patrona y Madre, Nuestra Señora de Luján, Nuestra Señora de la Merced. Así se lo pido por intercesión de su Hijo amantísimo, mientras con todo afecto, os imparto mi Bendición Apostólica."

Homilía de Juan Pablo II en la Celebración de la Palabra en Salta
Miércoles 8 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"“Les prediqué que era necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando su conversión en obras” (Hch 26, 20).

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con estas palabras, recogidas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, el mismo San Pablo, el Apóstol de las Gentes, compendia el contenido de su predicación. El había ido por el mundo para difundir el mensaje de Jesús entre los hombres de su tiempo, repitiendo la invitación apremiante del Maestro: “Se ha cumplido ya el tiempo, y el reino de Dios está cerca: haced penitencia, y creed la Buena Nueva” (Mc 1, 15).

Toda la Iglesia, a lo largo de estos casi ya dos milenios de su peregrinación por esta tierra, no cesa de anunciar a toda la humanidad ese mensaje de penitencia y conversión a Dios. Un mensaje que es divinamente eficaz, porque en la fuerza de la Palabra y los Sacramentos opera el poder de Cristo, el Hijo de Dios encarnado. A todas las generaciones de evangelizadores, que continúan la misión del Señor, se dirige aquel mandato y aquella garantía divina, con la que se cierra el Evangelio según San Mateo: “Yo he recibido todo el poder en el cielo y en la tierra. Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre} y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo os he mandado. Y Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20).

El mandato evangelizador abarca a “todos los pueblos”, y se extiende “hasta el fin del mundo”. Por eso, al aproximarse el V centenario del descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492, la Iglesia no podía dejar de hacer suya la celebración de esta efemérides, ya que ella, también durante estos quinientos años, ha dado cumplimiento a ese mandato de Cristo en las inmensidades de este continente.

La Providencia de Dios ha querido que esta visita a vuestra patria, se desarrollara precisamente durante la novena de años que precede al 1992, constituyendo como un hito significativo de la preparación del V centenario, que será –así se lo pedimos a Dios– un tiempo de gracia para toda América. En este marco, mi permanencia en la Argentina adquiere el sentido de una gozosa y agradecida celebración cristiana y eclesial de este casi medio milenio de la evangelización en vuestras tierras.

2. ¡Gracias, Señor, por haberme permitido venir hasta esta querida Salta, que es tuya y de la Virgen del Milagro! ¡Gracias por estas horas imborrables que paso en el Noroeste argentino!

Saludo afectuosa y fraternalmente al Pastor de esta querida arquidiócesis, y a todos mis amados hermanos en el Episcopado de esta región, que guían al Pueblo de Dios en Jujuy, Orán, Cafayate y Humahuaca. Saludo asimismo a las autoridades civiles aquí presentes.

Mi saludo quiere estrechar en un mismo abrazo a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a todos los demás fieles, y a todos los que habitan en esta parte del Norte argentino. De modo particular doy la bienvenida a este encuentro y expreso mi afecto a los representantes de los más antiguos habitantes de estas tierras, los cuales están siempre muy cerca del corazón del Papa. Constituye para mí motivo de especial gozo saludaros como integrantes de los pueblos quechua, guaraní, mapuche y tantos otros, herederos de antiguas tradiciones y culturas. Amad los valores de vuestros pueblos y hacedlos fructificar; amad, sobre todo, la gran riqueza que por querer divino habéis recibido: vuestra fe cristiana.

Queridos hermanos y hermanas que me escucháis:

Mi agradecimiento a Dios por hallarme entre vosotros es, al mismo tiempo, agradecimiento por estos siglos de evangelización de la Argentina, que aquí en Salta se hacen particularmente visibles en su continuidad con los orígenes. En los hombres y mujeres de esta tierra, en sus costumbres y estilo de vida, hasta en su arquitectura, se descubren los frutos de aquel encuentro de dos mundos, que tuvo lugar cuando llegaron los primeros españoles y entraron en contacto con los pueblos indígenas que vivían en esta región, y en particular con la cultura quechua-aimará.

De este fructífero encuentro ha nacido vuestra cultura, vivificada por la fe católica que desde el principio arraigó tan hondamente en estas tierras. La proximidad del V centenario de la evangelización de América Latina es una gran ocasión para renovar nuestro agradecimiento a Dios por la herencia de fe y amor que habéis recibido, y para llenaros del santo y ardiente deseo de que ese patrimonio sea muy fecundo en vuestras vidas y en las de vuestros hijos. ¡La gracia de Dios, y la protección de la Santísima Virgen, de los Ángeles y de los Santos, no os faltarán!

3. Acabamos de escuchar a San Pablo que, tras narrar la historia de su conversión al Rey Agripa, agrega: “Desde ese momento, Rey Agripa, nunca fui infiel a esta visión celestial” (Hch 26, 19). La Iglesia, a pesar de las debilidades de algunos de sus hijos, siempre será fiel a Cristo y, apoyada en el poder de su Fundador y Cabeza –quien estará con sus discípulos hasta el fin del mundo– (cf. Mt 28, 20), seguirá proclamando el Evangelio y bautizando a los hombres en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo

Al contemplar cómo el mandato de predicar y bautizar se ha hecho realidad en este continente, la Iglesia confiesa humildemente que ha recibido la misión y la autoridad de Cristo para continuar a través de los siglos su obra redentora. Como dije en Santo Domingo, “la Iglesia, en lo que a ella se refiere, quiere acercarse a celebrar este centenario con la humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores” (Homilía en Santo Domingo, 12 de octubre de 1984, n. 3). Esa verdad sobre el ser y el destino de América me hacen afirmar, con renovada convicción, que éste es un continente de esperanza, no sólo por la calidad de sus hombres y mujeres, y las posibilidades de su rica naturaleza, sino principalmente por su correspondencia a la Buena Nueva de Cristo. Por eso, cuando está a punto de empezar el tercer milenio del cristianismo, América ha de sentirse llamada a hacerse presente en la Iglesia universal y en el mundo con una renovada acción evangelizadora, que muestre la potencia del amor de Cristo a todos los hombres, y siembre la esperanza cristiana en tantos corazones sedientos del Dios vivo.

4. Así, mirar hacia el pasado de la evangelización en esta bendita nación argentina, no es una muestra de sentimentalismo nostálgico, ni un llamado al inmovilismo. Por el contrario, es reconsiderar la presencia permanente de Cristo en vuestro pueblo, y profundizar en esta vital conexión con la perenne novedad del Evangelio, que fue sembrado en esta terra argentea a los pocos años del descubrimiento de América, con las expediciones de Magallanes, Caboto, Mendoza, Almagro, Núñez del Prado y otros.

Desde entonces, y gracias al tesón de los primeros evangelizadores, la Palabra y los Sacramentos de Cristo no han cesado de edificar la Iglesia en Argentina. Los descendientes de los naturales de estas tierras se fueron convirtiendo y bautizando en gran número y se unieron a los hijos de España, que han dejado en herencia las hondas raíces cristianas de su cultura.

Muestra originalísima de las potencialidades humanas y cristianas de este proceso de creación de un “ Nuevo Mundo ”, fueron las justamente célebres misiones guaraníticas. Desde el principio, la evangelización fue de la mano con la promoción humana en todos los terrenos: cultural, laboral, asistencial. Y ha de seguir así, especialmente en la evangelización de los más necesitados, entre los que no pocas veces se encuentran los descendientes de los primeros habitantes de estas tierras. Es necesario hacer llegar a ellos el mensaje cristiano de modo que vivifique eficazmente sus propios valores tradicionales.

A lo largo del período colonial, la Iglesia se fue asentando, no sin dificultades, en las diversas regiones de vuestra vasta geografía. Al ver los edificios religiosos y civiles de Salta, sus patios de laja y su maciza rejería, parece como si nos trasladásemos a aquellos siglos, en los que tantos celosos misioneros trabajaron heroicamente en la obra del Evangelio. No puedo dejar de mencionar la vida sencilla, alegre, llena de amor por los indígenas de San Francisco Solano, y de ese gran modelo de acción apostólica que fue el Beato Roque González de Santa Cruz, que selló con su sangre la fidelidad a Cristo.

En los casi dos siglos de vida nacional independiente, la evangelización ha seguido avanzando, tanto en extensión territorial –hasta abarcar todo el país, desde el extremo norte hasta la Patagonia–, como en organización eclesiástica y, sobre todo, en intensificación de la vida cristiana. Las grandes corrientes migratorias, al paso que daban una fisonomía cosmopolita a esta gran nación y la conectaban singularmente con Europa, confirmaron la identidad cristiana del país, siempre unido en torno a la fe bautismal de la mayoría de los que han venido a habitar el suelo argentino. Ciertamente no han faltado obstáculos en la tarea evangelizadora, sobre todo por las múltiples manifestaciones de esa mentalidad que pretende prescindir de los valores cristianos en la configuración humana e institucional de vuestra patria. Sin embargo, esa misma dificultad se ha convertido en fuente de madurez y en estímulo constructivo para los cristianos argentinos.

Quisiera evocar, como momento clave de la historia de la Iglesia en Argentina durante este siglo, y como llamado a renovar vuestra confianza en Dios de cara al futuro, aquel gran Congreso Eucarístico Internacional, al que vino como Legado Pontificio el cardenal Pacelli, futuro Papa Pío XII, de venerada memoria. En este memorable evento, se puso de manifiesto, una vez más, que el centro de toda la vida de la Iglesia es la Santísima Eucaristía, que no ha dejado de venerarse desde aquellas primeras Misas en las costas patagónicas en 1519, durante el viaje de Magallanes.

5. Este proceso de progresiva maduración en la fe bautismal, que se ha llevado a cabo en la evangelización de Argentina, debe madurar también en la vida de cada cristiano. Para esto debemos actualizar la memoria del propio bautismo. Ello nos dará ocasión de renovar nuestra fidelidad personal a la vocación cristiana que nace de ese sacramento.

Durante este tiempo de Cuaresma, nuestra Madre la Iglesia nos anima a “anhelar..., con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que... por la participación en los misterios que nos dieron nueva vida, alcancemos la gracia de ser con plenitud hijos de Dios” (Missale Romanum, Praefatio Quadragesimae, I). La liturgia nos llama a crecer en esa nueva vida que recibimos en el momento del bautismo, participando en los misterios de la muerte y resurrección de nuestro Salvador.

Estos cuarenta días de penitencia y conversión que preceden cada año a la Pascua, recuerdan, con particular intensidad, que para vivir como cristianos no basta haber recibido la gracia primera del bautismo, sino que es preciso crecer continuamente en esa gracia. Además, ante la realidad del pecado, aún presente cada día en la existencia humana, resulta necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando la conversión con obras (cf. Hch 26, 20).

Es lo que San Pablo hacia presente en su defensa ante Agripa, cuando contaba cómo Jesús le mostró los horizontes de su apostolado: “Te envío para que les abras los ojos, y se conviertan de las tinieblas a la luz y del imperio de Satanás al verdadero Dios, y por la fe en Mí, obtengan el perdón de los pecados y su parte en la herencia de los santos” (Hch 26, 17-18). Ese paso de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia, de la esclavitud del demonio a la amistad con Dios, tuvo lugar en las aguas de nuestro bautismo, y se vuelve a realizar cada vez que se recupera la gracia mediante el sacramento de la penitencia.

Queridos hermanos y hermanas: ¡Vale la pena volver al Padre para ser perdonados!

El camino de regreso hacia la casa del Padre, comporta arrepentimiento, hacer propósitos de nueva vida, confesarnos ante el ministro de Cristo y reparar por nuestros pecados mediante las obras de penitencia; es un camino que cuesta recorrerlo, pero que nos conduce a una alegría y a una paz que son la alegría y la paz del mismo Cristo.

6. El futuro de la evangelización en Argentina requiere una continua conversión a Cristo de todos los hijos de Dios, que forman parte de esta nación. Será posible afrontar los grandes retos de la hora presente si todos luchamos por participar cada vez más hondamente en los misterios de Cristo, muerto y resucitado por la salvación de los hombres.

La enseñanza de San Pablo que hemos oído en la lectura bíblica es siempre actual: hemos de manifestar nuestra conversión en obras (cf. ibíd., 26, 20). Obras propias de la nueva vida de los hijos de Dios en Cristo, en las que se ejercen las tres virtudes teologales, que son como el entramado de la existencia cristiana: la fe, la esperanza y la caridad.

“Te envío para que les abras los ojos, y se conviertan de las tinieblas a la luz” (Ibíd., 26, 17-18). Vuestros obispos han querido subrayar que he venido a la Argentina como mensajero de fe, para confirmar a mis hermanos argentinos en la fe de quien es único Maestro, el mismo Cristo (cf. Mt 23, 8). Con los ojos de la fe descubriréis el sentido divino de vuestra nueva vida, y veréis que ninguna noble realidad humana queda al margen de los designios salvíficos de Dios. El Papa os exhorta a que crezcáis en vuestro conocimiento del depósito de la Verdad revelada; y que vuestra fe se muestre siempre con obras (cf. St 2, 14-19), como claro testimonio del Evangelio que debe iluminar todos los instantes de vuestra existencia cotidiana y también vuestra actitud ante las grandes opciones que plantea el presente y el futuro de la nación.

“Te envío para que... obtengan... su parte en la herencia de los santos” (Hch 26, 17-18). El mensaje del Evangelio transmite la única esperanza capaz de colmar las ansias de bien y de felicidad a todo ser humano: la esperanza de participar en la herencia de los santos, que hemos recibido como germen en nuestro bautismo. Y esa herencia es Dios mismo, al que, si somos fieles en esta vida, conoceremos cara a cara y amaremos por toda la eternidad en el cielo. Sin embargo, ya durante nuestro caminar terreno participamos de esa herencia, y gozamos de un anticipo de las realidades celestiales. De ahí que nuestra esperanza también se extienda al presente, en el que estamos ciertos que jamás nos faltará la protección y la ayuda amorosa y paternal del Altísimo, para peregrinar gozosamente hasta nuestro destino final. Dios es nuestro Padre, y quiere que reluzca su potencia en esta amada nación. Este es el mensaje de esperanza que os deja el Papa.

El mismo San Pablo, en su primera Carta a los Corintios, enseña que, por encima de la fe y de la esperanza y de todo otro don divino, se encuentra la virtud de la caridad, del amor a Dios y al prójimo. La caridad jamás se acaba, y sin ella las demás virtudes carecen de valor. El amor cristiano ha sido, queridos hermanos, el alma de la evangelización de América y de la Argentina; la caridad apostólica ha sido la fuerza divina que ha movido a los misioneros y evangelizadores, y que ha de seguir impulsando el crecimiento de la obra de Cristo entre vosotros, en la que todos los fieles estáis llamados a participar en virtud de vuestra vocación bautismal al apostolado.

Este amor a Dios, y a los demás por Dios, os llevará a permanecer siempre unidos al Señor y a vuestros hermanos. Con la caridad de Cristo combatiréis el pecado, que es el gran obstáculo para esa unión, y llevaréis a cabo una honda y sólida reconciliación entre todos los argentinos, basada en la reconciliación de cada uno con su Padre Dios.

7. “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18): son palabras de Jesús, con las que muestra el fundamento de toda la misión de la Iglesia. Ante esas palabras se disipa cualquier duda o temor que, a la vista de las dificultades de la vida presente pudiera anidarse en nuestro corazón. El Señor nos acompaña; El está siempre presente con su Palabra y con los Sacramentos, que aseguran su acción salvífica en medio de nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. ibíd., 28, 20).

Reunidos aquí, en Salta, para dar gracias a Dios por los cinco siglos de evangelización en el continente americano, elevamos nuestra plegaria de alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, porque las promesas de Jesús se han cumplido abundantemente en estas tierras. Y, por la intercesión de la Madre de Dios, pedimos al Señor de la historia una renovada conversión de la Argentina y de toda América al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, y que su conversión se manifieste en obras. Amén."

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Santa Misa en Corrientes
Jueves 9 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4).

Dentro de esta peregrinación por tierras argentinas, el Papa celebra hoy el sacrificio eucarístico con los fieles de Corrientes y de las diócesis vecinas, y desea meditar con vosotros, sobre el misterio evocado por el Apóstol de las Gentes en esta concisa frase de su carta a los Gálatas.

El misterio divino de la misión del Hijo, es al mismo tiempo el misterio de la Mujer, elegida y predestinada por el Padre Eterno para ser Madre del Hijo de Dios. Iluminados por la liturgia de la Palabra, deseamos hoy abarcar con la mirada de la fe, aquello que, en los designios eternos del amor de Dios, ha sido puesto para nuestra salvación. Es una mirada llena de agradecimiento a la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y al mismo tiempo, llena de admiración hacia aquella Mujer en la cual el género humano ha recibido tan excelsa elevación: ¡Hijo de Dios nacido de Mujer! ¡Jesucristo, Hijo de María siempre Virgen. Hijo del hombre!

2. En el nombre de este Hijo y de su Madre, deseo saludar de nuevo a la Iglesia, extendida por toda la tierra argentina, en particular en esta región del Nordeste.

Saludo, en primer lugar, al Pastor de esta arquidiócesis de Corrientes, a los demás obispos aquí presentes, a los sacerdotes y seminaristas, a los religiosos y religiosas, a las autoridades; a todo el Pueblo santo de Dios reunido en torno a este altar y a quienes se asocian a nuestra celebración a través de la radio o de la televisión.

Nos encontramos ante la imagen de la Inmaculada Concepción, venerada en el santuario de Itatí, fundado en el año 1615, y centro de la honda tradición mariana de esta región. Desde entonces, muchos miles de peregrinos han acudido ante esta imagen para honrar a María; para poner sus intenciones y sus vidas bajo su protección e intercesión.

Hoy queremos acudir también nosotros a la Virgen María, para atestiguar ese mismo amor y esa misma confianza en la que es Madre de Dios y Madre nuestra. Queremos ser buenos hijos que vienen a saludar a su Madre; hijos que se saben necesitados de su protección maternal; hijos que quieren demostrarle sinceramente su afecto.

3. El Apóstol escribe: “Vino la plenitud del tiempo” (Ga 4, 4). Esa plenitud, es, además, el cumplimiento de aquello que ya existía en la Sabiduría de Dios, como plan salvífico para el hombre. Por esto, la liturgia se refiere en la primera lectura a esta Sabiduría que existe en Dios “antes que el mundo empezara a existir ”: antes de que fuera creada cosa alguna: “ cuando aún no existían los océanos ni las fuentes más profundas del mar; antes que las montañas... antes que las colinas... antes que el Señor hiciera la tierra y el conjunto de los elementos del orbe... cuando dio una orden al mar, para que sus aguas no se desborden; cuando estableció los sólidos cimientos de la tierra” (Pr 8, 24-29).

¡Esto dice la Sabiduría!

La Sabiduría, siempre presente en la obra de Dios-Creador. Esta Sabiduría, en la que participan todas las obras de Dios, encuentra su mayor motivo de gozo en el género humano.

La Antigua Alianza se abre aquí, de modo particular hacia aquella Mujer, en cuyo seno se realiza el encuentro culminante y definitivo de la humanidad con Dios-Sabiduría, precisamente el misterio de la Encarnación del Verbo, en la plenitud de los tiempos.

La Virgen de Nazaret –Madre del Verbo Encarnado– tiene vinculación singular con esta Sabiduría, que está también llena del eterno amor del Padre al hombre.

4. Cuando “ vino la plenitud del tiempo ”, cuando el Mensajero divino transmitió a la Virgen de Nazaret la voluntad del Padre Eterno, cuando María respondió “hágase” (fíat); entonces comenzó aquella particular peregrinación, que nace del corazón de la Mujer, bajo el soplo esponsal del Espíritu Santo.

“María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá... a la casa de Zacarías” (Lc 1, 39). Fue allá para saludar a su prima Isabel, de más edad que Ella, que estaba esperando dar a luz a un hijo: Juan Bautista.

Por su parte, Isabel, al responder al saludo de María con aquellas palabras inspiradas, llenas de veneración hacia la Madre del Señor, alaba la fe de la Virgen de Nazaret: “Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que le ha dicho de parte del Señor” (Ibíd., 1, 45) .

De este modo, la visita de María en Ain-Karim asume un significado realmente profético. En efecto, vislumbramos en ella la primera etapa de esta peregrinación mediante la fe, que tiene su inicio en el momento mismo de la Anunciación.

5. Esta peregrinación mediante la fe constituye la idea guía del Año Mariano, que anuncié el día 1 de enero pasado, y que se inaugurará en la próxima solemnidad de Pentecostés.

Desde el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo vino sobre los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén, María no sólo participa en la peregrinación mediante la fe de toda la Iglesia, sino que Ella misma “avanza” precediendo y guiando maternalmente a todo el Pueblo de Dios, a lo largo y ancho de la tierra.

“La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta de consuelo” (Lumen gentium, 68), Son palabras del Concilio Vaticano II que, por aludir a esta verdad, he querido desarrollar en la Encíclica Redemptoris Mater, publicada, con ocasión del Año Mariano, en la reciente solemnidad de la Anunciación.

6. El punto de apoyo, en tierra argentina, de esta peregrinación mediante la fe, lo constituyen todas las generaciones que han fijado y fijan su mirada en la Madre de Dios, como “Madre del Señor” y “modelo de la Iglesia”.

La peregrinación de la Iglesia y de cada cristiano hacia la casa del Padre, se manifiesta y realiza, de modo agradable a Dios, en las peregrinaciones de los cristianos a los santuarios marianos. Los santuarios son como hitos que orientan ese caminar de los hijos de Dios sobre la tierra, precedidos y acompañados por la mirada afectuosa y alentadora de la Madre del Redentor.

Durante mi primer viaje a la Argentina tuve la dicha de acudir al santuario nacional de Luján, para encomendaros a María en momentos especialmente difíciles para vuestra querida nación. E1 próximo Domingo de Ramos, en el marco de la Jornada mundial de la Juventud –con la que culminará esta segunda visita–, la misma imagen de la Madre de Dios vendrá, desde Luján, al encuentro de los jóvenes que peregrinan en la fe, en tantos otros lugares de la tierra.

Hoy está también entre nosotros la imagen de María, que ha llegado desde su santuario de Itatí, verdadero centro espiritual de todo el litoral. Mi ánimo se llena de gozo y de agradecimiento al Señor al considerar que, a lo largo de los siglos, los hijos de esta tierra han sabido hallar en la Virgen la guía y el modelo seguro para seguir a Jesús.

7. Vuestra religiosidad popular, tan rica y arraigada, muestra que, en lo más hondo de vuestra conciencia, se asienta la firme convicción de que nuestra vida sólo tiene sentido si se orienta, radical y completamente, hacia Dios. La devoción a la Cruz de los Milagros –Cruz fundacional de Corrientes–, y a la Limpia Concepción de Itatí, ponen de manifiesto cuáles son vuestros grandes amores: el Señor Crucificado y su Madre Inmaculada, la criatura que más y mejor supo unirse al misterio redentor de su Hijo. Debéis, por eso, conservar y fomentar las variadas manifestaciones de vuestra piedad popular, como cauce privilegiado para vuestra unión con Dios y con los demás.

Cuando el Nordeste argentino recibió la luz de la fe, en la primera mitad del siglo XVI, el mensaje del Evangelio vivificó toda vuestra existencia, gracias al celo –tantas veces heroico– de aquellos primeros sacerdotes y religiosos misioneros, entre los que destacaron los franciscanos y los jesuitas, con figuras señeras como las de fray Luis de Bolaños, el Beato Roque González de Santa Cruz y tantos otros.

Las misiones o “doctrinas” de los jesuitas constituyen, sin duda, uno de los logros más acabados del encuentro entre los mundos hispano-lusitano y el autóctono. En ellas se puso en práctica un admirable método evangelizador y humanizador, que supo hacer realidad los fuertes lazos que existen entre evangelización y promoción humana. (Evangelii Nuntiandi, 31)

Los emigrantes de los dos últimos siglos, que han venido a sumarse a los “criollos”, han aportado sus propios valores culturales, su trabajo y, en la mayor parte de los casos, su fe católica, contribuyendo así a formar vuestra sociedad, firmemente enraizada en la misma fe que la vio nacer en los orígenes del Nuevo Mundo.

8. La Iglesia atraviesa un momento particularmente prometedor en esta región. Tras la organización diocesana, y con las numerosas y fecundas iniciativas pastorales de las últimas décadas, se abren perspectivas que permiten mirar al futuro con una esperanza renovada.

Pido al Señor que os envíe muchos sacerdotes, llenos de vida interior, e impulso evangelizador, que con gran celo apostólico sean fieles dispensadores de la Palabra divina y de las fuentes de la gracia que son los sacramentos. Miro con particular interés al reciente seminario interdiocesano de Resistencia, del que espero muchos frutos para bien de la Iglesia en esta región pastoral.

Todos los fieles cristianos están llamados a participar en la misión de Cristo, cada uno según la propia vocación en el Pueblo de Dios. La cercanía del próximo Sínodo de los Obispos, dedicado a la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, me lleva a pensar sobre todo en vosotros, queridos laicos del Nordeste argentino.

La Iglesia y la sociedad civil esperan mucho de vuestro compromiso cristiano y de vuestra responsabilidad apostólica, sobre todo en la tarea que es específica de los laicos: impregnar todas las estructuras temporales de sentido cristiano. Al ahondar en las riquezas de esa herencia de fe que habéis recibido, debéis ser cada vez más conscientes de que la fe debe vivirse en todas las circunstancias personales y de trabajo en las que la Providencia divina os haya puesto.

De este modo, la profunda transformación económica a la que se encamina la Mesopotamia –sobre todo a través del aprovechamiento de su potencial hidroeléctrico–, irá acompañada por una constante mejora interior, que os conduzca por caminos de auténtico progreso integral: humano y cristiano. En ese desarrollo, con el que Dios os muestra también su amor, no olvidéis nunca a vuestros hermanos más necesitados. La justicia y la caridad cristiana os moverán a procurar que todos participen en los beneficios materiales y espirituales de esa nueva etapa que se vislumbra.

La familia debe seguir siendo la primera escuela de fe y de vida cristiana, la transmisora de esa herencia de religiosidad popular, que es parte del alma de este pueblo. A los padres cristianos compete un grave deber en este sentido: formar hombres y mujeres que aprendan en su familia las virtudes humanas y cristianas; y que vean hecho vida el valor del matrimonio indisoluble y del auténtico amor conyugal que, en medio de las dificultades de esta vida, sale siempre fortalecido y rejuvenecido.

9. Queridos hermanos e hermanas. A todos os quiero recordar que ser miembros vivos del Pueblo de Dios significa, en primer lugar, acoger a Cristo, darle cabida en nuestro corazón, en nuestras vidas. Significa imitar a María en su disponibilidad y en su prontitud para aceptar y poner por obra lo que conoce como voluntad de Dios. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, camina apresuradamente hacia la montaña de Judá. Se pone en marcha, llevando en su seno al Hijo de Dios, sin reparar en las dificultades que ese camino pudiera traer consigo. María sabe superar las dificultades de esta peregrinación.

La principal dificultad, el mayor obstáculo que nos impide seguir a nuestra Madre, es el pecado. E1 pecado nos incapacita para recibir al Señor; cuando el alma está en pecado no puede nacer en ella el Hijo de Dios, allí no puede estar Jesús; no hay lugar para El. La peregrinación mediante la fe exige que apartemos el obstáculo del pecado, y acojamos la venida del Hijo de Dios a nuestras almas, haciéndonos partícipes de su filiación divina.

10. “Cuando vino la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer... para hacernos hijos adoptivos” (Ga 4, 4-5).

Esta es la primera dimensión del misterio divino.

La secunda dimensión, estrechamente relacionada con ésta, consiste en la filiación de la adopción divina, de la que participan los hijos de los hombres. Todos nosotros hemos sido concebidos y hemos nacido de nuestras madres; en el Hijo de María recibimos, sin embargo, la filiación adoptiva de Dios. Llegamos a ser hijos en el Hijo de Dios.

“Y si somos hijos ” –dice el Apóstol– “ también somos herederos por la voluntad de Dios” (cf. Ga 4, 6-7). Hemos sido llamados a participar en la vida de Dios a semejanza del Hijo. Recibimos, por obra suya, el Espíritu Santo “ que clama: ¡Abbá, Padre!” (Ibíd., 4,6).

Hemos sido llamados a la libertad de los hijos de Dios: “ya no eres más esclavo, sino hijo” (Ibíd., 4,7); es la libertad que Cristo nos ha conseguido mediante su cruz y su resurrección.

En la perspectiva de los próximos días de la Semana Santa y de la Pascua, estas palabras adquieren una intensidad particular. Fijando nuestra mirada en la Madre del Señor, meditamos los inescrutables misterios de la Sabiduría divina, de los que Ella ha sido testimonio en la plenitud de los tiempos. ¡Esta es la plenitud de los tiempos que perdura para siempre!"

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Celebracíon de la Palabra sobre el tema de la Inmigración
Aeropuerto de Paraná , Jueves 9 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"“Nuestros antepasados . . . reconociendo que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra . . . buscaban una patria” (Hb 1, 13-14).

1. Amados hermanos en el Episcopado,
queridísimos hermanos y hermanas:

Nos encontramos, reunidos en esta ciudad de Paraná, en las márgenes del río del mismo nombre, para escuchar la Palabra de Dios y dejarnos interpelar por ella.

Las palabras que acabamos de escuchar, tomadas de la Carta a los Hebreos, se aplican con particular realismo a esta noble nación argentina, un país de inmigración, hospitalario y amigo para los inmigrantes, en el pasado y en el presente.

Es para mí motivo de gran alegría celebrar, junto a vosotros, esta liturgia de oración por los inmigrantes. Saludo a las autoridades, a mis amados hermanos en el Episcopado, en particular al Pastor de esta arquidiócesis, a los sacerdotes, religiosas y religiosos, y a todos los demás fieles que, con su presencia o a través de los medios de comunicación, desean unirse a nosotros para “dar gracias al Señor porque es bueno . . . y aclamarlo en la asamblea del pueblo” (Sal 107 [106], 1-2).

La Argentina de hoy, se puede dar, es un país hecho, en buena medida, por inmigrantes; por hombres y mujeres que han venido a “habitar en el suelo argentino” como reza el preámbulo de vuestra Constitución. Vuestra nación ha sabido acoger a los que venían, y éstos, a su vez, han encontrado una nueva patria a la que han aportado la herencia de sus lugares de origen.

Ante esta gozosa realidad, vienen a mis labios las palabras del Salmo:

“Dad gracias al Señor, porque es bueno, / porque es eterno su amor. / Que lo digan los redimidos del Señor ... / los que ha reunido de entre los países, / de oriente y de poniente, del norte y del mediodía ... / El los libró de sus angustias, / los condujo por camino recto / hasta llegar a una ciudad habitable” (Ibíd., 1-3. 6-7).

2. Se ha proclamado hoy el Evangelio de la huida de la Sagrada Familia a Egipto y de su posterior retorno a Israel. «Un Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su Madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise”... cuando murió Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su Madre, y regresa a la tierra de Israel”» (Mt 2, 13. 19.20).

El Señor, que por su gran misericordia se hizo semejante en todo a sus hermanos los hombres, menos en el pecado (cf. Hb 2, 17), quiso también asumir, con su Madre Santísima y San José, esa condición de emigrante, ya al principio de su camino en este mundo. Poco después de su nacimiento en Belén, la Sagrada Familia se vio obligada a emprender la vía del exilio. Quizá nos parece que la distancia a Egipto no es demasiado considerable; sin embargo, lo improvisado de la huida, la travesía del desierto con los precarios medios disponibles, y el encuentro con una cultura distinta, ponen de relieve suficientemente hasta qué punto Jesús ha querido compartir esta realidad, que no pocas veces acompaña la vida del hombre.

¡Cuántos emigrantes de hoy y de siempre, pueden ver reflejada su situación en la de Jesús, que debe alejarse de su país para poder sobrevivir! De todos modos, lo que debemos considerar en esta etapa de la vida de Cristo es, sobre todo, el significado que tuvo en el designio salvífico del Padre. Esa huida y permanencia en Egipto durante algún tiempo, contribuyeron a que el Sacrificio de Cristo tuviera lugar a su hora (cf. Jn 13, 1), y en Jerusalén (cf. Mt 20, 17-19). De modo análogo, toda situación de emigración se halla íntimamente vinculada a los planes de Dios. He ahí, pues, la perspectiva más profunda en que ha de considerarse el fenómeno de la emigración.

3. Los emigrantes venían aquí sobre todo a buscar trabajo, cuando éste escaseaba ya en su tierra de origen. Con la voluntad de trabajar y de contribuir al bien común del país que los recibía generosamente, traían también consigo todo el bagaje histórico, cultural, religioso de sus respectivos países. Para la Argentina hispana de entonces, las corrientes migratorias posteriores de la misma España, de Italia, Alemania, Francia, Suiza, Polonia, Ucrania, Yugoslavia, Armenia, el Líbano, Siria, Turquía y de las comunidades hebreas del Este y Centro de Europa, han sido no sólo una fuente de riqueza, económica y cultural, sino también el componente básico de la población actual.

Muchos de estos inmigrantes han traído consigo, junto con su pobreza, la gran riqueza de la fe católica; otros muchos, han encontrado ese gran tesoro en vuestro país. Quisiera recordar ahora, en esta novena de años que prepara ya de cerca la celebración del V centenario de la evangelización de América, la importancia que en esta evangelización han tenido muchos de los inmigrantes europeos llegados, incluso recientemente, a estas tierras: han aportado una fe sincera y una viva conciencia de su pertenencia a la Iglesia católica, y también su propio tesoro de devociones populares. Ellos han fijado definitivamente la actual fisonomía religiosa de este país –y de tantos otros países hermanos–, en admirable simbiosis con las tradiciones locales.

Otros inmigrantes han venido también, trayendo sus propias tradiciones religiosas. Pienso en primer lugar, en los pertenecientes a las diversas confesiones cristianas de Oriente y de Occidente. También quisiera recordar, especialmente en esta provincia de Entre Ríos, a la inmigración hebrea, tan apreciable en sus aportes culturales.

Si las corrientes migratorias desde Europa ya no tienen la amplitud de otros tiempos, nuevos desplazamientos, de países vecinos esta vez, han venido a reemplazarlas. Ahora son oriundos de regiones limítrofes los que vienen a “habitar este suelo”.

No quisiera olvidar tampoco el fenómeno de las migraciones internas. En Argentina, como en todos los países, hay regiones más o menos favorecidas, y está también la atracción, que es a menudo solamente espejismo, de los grandes centros urbanos.

No obstante tanta diversidad de procedencias, culturas y religiones, es muy honroso comprobar que en la Argentina no se han dado las divisiones o los conflictos raciales o religiosos.

También por esto, proclamamos: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterno su amor” (Sal 107 [106], 1). Agradeced a Dios y al país argentino, la generosidad y apertura que manifestó en vuestros padres, comportándoos del mismo modo con vuestros hermanos menos favorecidos.

4. Un país abierto a la inmigración es un país hospitalario y generosos que se mantiene siempre joven porque, sin perder su identidad, es capaz de renovarse al acoger sucesivas migraciones: esa renovación en la tradición es precisamente señal de vigor, de lozanía y de un futuro prometedor. La Argentina no ha sido así solamente en el pasado: lo es todavía, y siempre lo debe ser.

Muy en contraste con estos sentimientos, tan en consonancia con el espíritu cristiano, y a pesar de los muchos signos positivos que se vislumbran por todas partes, en algunos lugares aún se nota la persistencia de un prejuicio ante el inmigrante, de miedo a que el hombre venido de fuera –aunque admitido para determinados tipos de prestaciones laborales–, acabe por introducir un desequilibrio en la sociedad que lo recibe; y esto se traduce, de modo más o menos consciente, en actitudes de falta de afecto o, incluso, de hostilidad. Os dais cuenta de que ese miedo y ese prejuicio no tienen otro fundamento que el propio egoísmo.

Por eso, se hace particularmente importante que fomentéis aún más el espíritu evangélico de caridad y de acogida hacia todos. Os recuerdo las palabras de la Epístola a los Hebreos: “Perseverad en el amor fraterno. No olvidéis la hospitalidad, ya que gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles” (Hb 12, 12). Existe un arte y un sentido de la hospitalidad que es imposible codificar en normas y leyes, pero que debe estar escrito en cada corazón cristiano. El corazón de los argentinos no debe cambiar: si antes acogíais emigrantes del Viejo Mundo, recibid ahora, como ya lo hacéis, a vuestros vecinos menos favorecidos, para que encuentren aquí un hogar, al igual que vuestros antepasados lo encontraron en estas riberas. No haya en este país, como nunca lo ha habido, ciudadanos de segunda clase: que sea una tierra abierta a todos los hombres de buena voluntad.

Debéis procurar que los inmigrantes arraiguen vitalmente en la nación que los recibe, en la comunidad eclesial que como hermanos los acoge. Esto supone conjugar, con extrema delicadeza, la valoración del patrimonio espiritual que los inmigrantes traen consigo, con el fomento de su integración en el ambiente al que llegan. Esa solícita actitud evita tensiones y conflictos, y facilita el mutuo enriquecimiento humano y espiritual.

5. Queridos inmigrantes católicos, debéis sentiros –porque lo sois– miembros vivos de la Iglesia, no sólo receptores de ayuda material y espiritual, sino también verdaderos promotores de la evangelización. Dios os ha bendecido con una nueva patria, pero sobre todo os ha bendecido con la fe cristiana, “garantía de los bienes que se esperan, plena certeza de las realidades que no se ven” (Hb 11, 1). Debéis extender esa fe como levadura evangélica en la patria que os ha acogido. No os atrincheréis en vuestra situación, quizá precaria: Dios quiere que seáis colaboradores en la tarea de santificación del hombre y de todas las realidades humanas.

La vocación cristiana, sea cual vuestra peculiar situación, es, por su propia naturaleza, vocación al apostolado (cf. Apostolicam Actuositatem, 2); la gran misión que hemos recibido en el bautismo es dar testimonio de la nueva vida recibida; no cabe la actitud de permanecer pasivos. La extensión del reino de Dios no es sólo tarea de obispos, sacerdotes y religiosos, porque todos –según vuestras peculiares circunstancias– tenéis el mandato concreto de dar testimonio de vida y de anunciar a Cristo. Vuestra conducta debe ser tal que los demás puedan decir al veros: éste es cristiano, porque no es signo de división, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque sabe sobreponerse a los bajos instintos, porque es trabajador y sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama, porque reza.

Hemos oído al salmista:

“Sembraron campos y plantaron viñas, / que produjeron frutos en las cosechas; / El los bendijo y se multiplicaron” (Sal 107 [106], 37-38)

Tratemos de aplicarnos espiritualmente este pasaje: el que no labra los campos de Dios, el que no es fiel a la misión divina de dar a conocer a Cristo, difícilmente recibirá la bendición del Señor, y no podrá llegar él misma a la patria definitiva. El Papa quiere animaros –y dentro de unos momentos lo pediremos a Dios en la oración de los fieles– a que os comprometáis en una nueva evangelización que transcienda las fronteras y se realice en la Argentina y desde la Argentina.

6. El fenómeno de la migración es tan antiguo como el hombre; quizá deba verse en él un signo donde se vislumbra que nuestra vida en este mundo es un camino hacia la morada eterna. Nuestros padres en la fe reconocieron “que eran extranjeros y peregrinos en la tierra” (Hb 11, 3). Los cuarenta años de marcha por el desierto del pueblo elegido, debe considerarse como don de Dios y parte de su pedagogía, para que quedara por siempre grabado en sus vidas “que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la venidera” (Ibíd., 13, 14). Y San Pedro nos recuerda que somos “forasteros y peregrinos” (1P 2, 11) dondequiera que nos hallemos, para así poner la esperanza en Dios y no en las cosas de esta tierra, para que nuestro deseo esté siempre pendiente de los deseos del Señor.

Esto no significa que debáis despreciar el mundo, o desentenderos de las actividades terrenas, o que no debáis amar la patria donde vuestros padres o vosotros habéis encontrado arraigo. Sino que el Señor os llama insistentemente a mirar más allá, hacia el destino definitivo de vuestras vidas, y de la vida de la Iglesia: “la casa del Padre” (Jn 14, 2). Debemos permanecer en constante vigilancia, puesto que “no tenemos aquí ciudad permanente” y no sabemos el día ni la hora (cf Mt 25, 13) en que seremos llamados a la “ciudad venidera ”.

La Iglesia de Cristo en este mundo es una Iglesia peregrina, una Iglesia en camino hacia la eternidad. Si vivimos, arraigados en el país donde nos encontramos y preocupados por su bien, y a la vez, siempre conscientes de nuestro destino eterno, realizaremos nuestro peregrinar desde esta patria hasta la tierra prometida, y se cumplirán las palabras del salmo:

El Señor “convirtió el desierto en un lago, / y la tierra reseca en un oasis: / allí puso a los hambrientos, / y ellos fundaron una ciudad habitable” (Sal 107 [106], 25-36.

¡La Ciudad permanente! ¡La Jerusalén celestial! Amén."

Discurso de Juan Pablo II a los Representantes de la Comunidad Judía de Argentina
Nunciatura Apostólica de Buenos Aires, Jueves 9 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Estimados representantes de la Comunidad judía de Argentina:
quiero ante todo agradeceros vuestra presencia aquí y vuestro deseo de encontraros con el Papa, con ocasión de su visita a este país, donde vuestra comunidad es tan activa y numerosa.

E1 encuentro con representantes de la comunidad judía constituye, desde el comienzo de mi pontificado, una cita frecuente, durante mis visitas a los diversos países. Esto no es algo casual, ni fruto solamente de un deber de cortesía.

Bien sabéis que, desde el Concilio Vaticano II y su Declaración Nostra Aetate  (cf. Nostra Aetate, 4), las relaciones entre la Iglesia católica y el Judaísmo han sido puestas sobre una nueva base, que es en realidad muy antigua, puesto que toca a la cercanía de nuestras respectivas religiones, unidas por aquello que el Concilio llama precisamente un “vínculo” espiritual.

Los años sucesivos, y el progreso constante del diálogo por ambas partes, han ahondado todavía más la conciencia de ese “ vínculo ” y la necesidad de afianzarlo siempre en el mutuo conocimiento, estima y superación de los prejuicios que en épocas pasadas nos han podido separar.

La Iglesia universal, y la Iglesia en la Argentina, están empeñadas en esta gran tarea de acercamiento, amistad fraterna y colaboración en los campos donde ello sea posible.

Os pido que, por vuestra parte, contribuyáis, como ya lo hacéis, a esta apertura y a esta mutua aproximación, que redundará, sin duda, en bien de nuestras respectivas comunidades religiosas, así como de la sociedad argentina y de los hombres y mujeres que la componen.

La paz con vosotros: Shalom alehém.

Muchas gracias: tôdah rabâh."

Homilía del Papa San Juan Pablo II en la Misa para los Consagrados y los Agentes de Pastoral
Estadio «Vélez Sarsfield» de Buenos Aires, Viernes 10 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"« Familias de los pueblos, aclamad al Señor, / aclamad la gloria y el poder del Señor » (Sal 96 [95], 7.

1. La liturgia que estamos celebrando hoy, amadísimos en el Señor, repite estas hermosas palabras del Salterio, que nos invitan a glorificar a Dios por su acción salvífica en medio de los pueblos y en la creación entera.

Este canto brota ahora de corazones que se han consagrado a Dios para recorrer gozosamente el camino de la perfección y hacerse plenamente disponibles para la acción evangelizadora. Gracias por vuestra presencia y por vuestro entusiasmo, gracias por vuestro testimonio que seguramente se traduce a diario en compromiso de santificación y de apostolado.

Ya en el umbral de la Semana Santa, la Iglesia nos recuerda con las palabras del Salmista que es Cristo quien ora dentro de nosotros, desde nosotros y por nosotros, como queriendo entregar a Dios de nuevo y para siempre toda la creación y toda la humanidad, como ansiando que sea pronto una realidad la restauración de todas las cosas en El, «para que sea Dios en todas las cosas» (1Co 15, 28). El Señor anticipa así en nuestra vida «el himno que se canta perpetuamente en el cielo» (Sacrosanctum Concilium, 83).

Desde el día de 1a Encarnación, Jesús, el Verbo hecho hombre, comenzó su obra de redimir todo cuanto estaba caído a causa del pecado, y entregarlo al Padre como nueva creación. Jesús, «con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22.) y lo ha transformado en una nueva creatura por la filiación divina de la que El mismo nos hace partícipes mediante su sacrificio cruento y resurrección gloriosa.

2. Verdaderamente el Padre ha enviado a su Hijo al mundo para que nosotros, unidos a El y transformados en El, podamos restituir a Dios el mismo don de amor que El nos concede: «De tal manera amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en El tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). A partir de esa donación de amor, podemos comprender mejor y hacer realidad en nosotros la vida eterna de Dios, que consiste en participar de la donación total y eterna del Hijo al Padre en el amor del Espíritu Santo. Realidad sublime que San Juan de la Cruz expresaría con las palabras: «dar a Dios el mismo dios en Dios»  (S. Juan de la Cruz, Llama de amor viva, canción 3ª.

He querido recordares estos ideales cristianos para reavivar en vuestra mente y en vuestro corazón el objetivo final y grandioso de toda evangelización. Sólo el apóstol que esté enamorado de estos ideales de perfección, sabrá afrontar todas las dificultades transformándolas en un seguimiento más radical de Cristo y en una entrega pastoral más decidida. «Dios es glorificado plenamente desde el momento en que los hombres reciben plena y conscientemente la obra salvadora de Dios, que completó en Cristo» (Ad Gentes, 7), nos dice el Concilio Vaticano II.

Pero hay un obstáculo en el corazón de cada hombre, que impide este proceso de unidad interior y de armonía con toda la creación: el pecado, la ruptura con Dios, la enemistad con el hermano. Vivimos en una sociedad que, a veces, parece haber perdido la conciencia del pecado, precisamente porque ha perdido el sentido de los valores del espíritu que han de animar cualquier auténtico humanismo. El hombre, salido de las manos del Creador, sólo hallará su realización plena cuando en su mente y en su conducta, a nivel individual y social, se asimile a su condición de « imagen y semejanza de Dios» (cf. Gen 1, 26). El pecado, en última instancia, es la destrucción del don de Dios que, mediante Cristo Salvador, se nos entrega en el Espíritu.

3. Cristo vence el pecado con el sacrificio de la cruz, «oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres»(Dominum et Vivificantem, 31). Vence, pues, por medio de la obediencia al Padre hasta la muerte, transformada ya en misterio pascual de resurrección (cf. Flp 2, 8-11). Esta superación del pecado por medio del amor es un nuevo inicio del «restituir» a Dios todas las cosas y toda la humanidad como cosa suya. Gracias al misterio pascual de Cristo, todo es de Dios en sentido aún más pleno: como universo redimido y restaurado en Cristo (cf. Ef 1, 10). El hombre como persona y la humanidad entera pueden en Cristo, hacer de la propia existencia una donación a Dios y a los demás.

Es doloroso reconocer que el propio pecado ha crucificado a Cristo que vive en el hermano; pero es consolador encontrarse con Cristo crucificado que muere amando para destruir el pecado y restaurar al hombre. Ese hombre perdonado y restaurado, como San Pablo o San Agustín es quien mejor puede anunciar a todos el perdón y la reconciliación. ¿No es verdad que en esta perspectiva tan grandiosa del Evangelio, se reaviva la esperanza cristiana, que sabe construir la paz anunciando a todos el perdón y la reconciliación en el gozo de Cristo resucitado?

4. La liturgia nos ha ido acercando poco a poco a la celebración de la Pascua, misterio del Emmanuel, Dios con nosotros. Jesucristo es el Hijo de Dios que hα sellado para siempre una Alianza de amor entre Dios y los hombres. «El puso su morada entre nosotros » (cf. Jn 1, 14), y compartió nuestra misma existencia, hasta el punto de hacer de su muerte sacrificial la fuente de una nueva vida para todos los hombres (cf. Ibíd., 7, 38-29). Por Cristo y en la vida nueva del Espíritu, el hombre ya puede ser restituido a la Trinidad Santísima, pues de su cruz viene la fuerza de la redención (Dominum et Vivificantem, 14).

El mundo y la humanidad entera, gracias a la muerte redentora de Cristo, el Hijo de Dios, han recuperado aquel equilibrio que habían perdido por el pecado, restableciendo la maravillosa unidad del cosmos y de toda la familia humana. Gracias al misterio pascual, todo el mundo creado participa de la gloría de Cristo resucitado y puede cantar el «cántico nuevo» de los seguidores de Cristo (cf. Ap 5, 9), del que se hace eco nuestra celebración litúrgica: «Cantad al Señor un canto nuevo, / cantad al Señor la tierra entera, / cantad al Señor y bendecid su nombre» (Sal 96 [95], 1-2).

5. Nosotros todos, aquí reunidos para participar en esta Eucaristía, en la que se actualiza el misterio pascual por el que Cristo nos restituye al Padre, dirigimos nuestra mirada de fe profunda al Redentor (cf. Hb 12, 2), para reafirmarnos desde lo más hondo de nuestro corazón de que todos somos de Cristo.

Somos totalmente suyos por el bautismo, que nos configura sacramentalmente con la muerte y resurrección del Señor, para dar así comienzo a una vida nueva por la que Cristo recupera y entrega al Padre toda nuestra existencia en novedad de vida. Por el hecho de ser bautizados, somos ya llamados a ser santos, puesto que «todos los fieles», de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad (Lumen gentium, 40).

Somos totalmente suyos por la misión que El ha confiado a los Apóstoles y a toda la Iglesia. A esta misión «merece que el apóstol le dedique todo su tiempo, todas sus energías y que, sí es necesario, le consagre su propia vida» (Evangelii nuntiandi, 5).

Somos totalmente suyos por la ordenación sacerdotal que nos capacita sacramentalmente para representar a Cristo, Cabeza de su Cuerpo místico, y servir así a todos los fieles en su nombre y con su autoridad. El hecho de haber recibido el sacramento del orden, requiere por nuestra parte una profunda identificación con Cristo y con los misterios de nuestra fe, de los cuales somos dispensadores.

Somos totalmente suyos por la consagración religiosa y por la práctica permanente de los consejos evangélicos, que radicando en aquella recuperación y entrega al Padre que el sacramento del bautismo plasmó en cada uno de nosotros, imprime en nuestro ser una semejanza y configuración con Cristo muerto y resucitado. Esta consagración a Cristo es «señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo» (Lumen gentium, 42).

Todos nosotros, pues, sacerdotes, personas consagradas, agentes de pastoral, somos totalmente suyos, con la alegría pascual de prolongar, cada uno según su propia vocación, la presencia, la palabra, el sacrificio y la acción salvífica de Cristo, vencedor del pecado y de la muerte.

6. Hoy en esta asamblea eucarística, todos nosotros, que somos totalmente suyos, queremos no sólo escuchar su mensaje, sino sobre todo acoger en nuestro corazón el mandato misionero del Señor: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16, 5).

Este encargo misionero de Jesús es como una declaración de amor, puesto que nos confía lo más querido que El tiene: el encargo recibido del Padre de redimir a la humanidad caída. Si El entregó su vida para llevar a cabo su misión salvífica, nosotros, que somos totalmente suyos, recibimos este encargo de manos de la Iglesia para compartir con El nuestra vida.

La consagración que se ha realizado en nosotros por el bautismo constituye la fuente primera de esta llamada al apostolado, a la evangelización. Si «la Iglesia entera es misionera, la obra de evangelización es un deber fundamental del Pueblo de Dios» (Ad Gentes, 35). Por eso «evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino pro-fundamente eclesial» (Evangelii nuntiandi, 60).

Ulteriormente, los que hemos recibido el sacerdocio ministerial estamos, en virtud de un título nuevo, especialmente obligados al apostolado y a la evangelización mediante el ministerio de la Palabra y de los Sacramentos. Para nosotros servir a la acción evangelizadora de la Iglesia constituye un apremiante, aunque también gustoso, deber. Somos instrumentos válidos y eficaces de la acción del mismo Cristo, Buen Pastor, en las almas: somos los instrumentos de unidad necesarios para la acción evangelizadora que el Señor ha confiado ala Iglesia.

La llamada diνiηα a la profesión religiosa, a la práctica permanente de los consejos evangélicos, abre nuevos caminos al apostolado de la Iglesia, y de ella dimanan nuevas energías para la evangelización. La persona consagrada debe ser un signo transparente y portador del ofrecimiento del mundo a Dios. Es también una ex-presión viva de la pobreza de Cristo, que se desprendió de todo y se hizo «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). A través de esta consagración al Señor aparece claramente la inmolación de Cristo en aras de la voluntad salvífica del Padre. De ahí proviene la misteriosa fecundidad apostólica de la vida consagrada, como signo eficaz de evangelización. Los llamados a esta consagración, que «se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, son, por excelencia, voluntarios y libres para abandonar todo y lanzarse a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra» (Evangelii nuntiandi, 69)

7. El Evangelio es proclamado por medio de palabras vivas, de gestos de vida. Y especialmente es proclamado mediante el testimonio de una donación total a Dios, entregándole a El la creación entera en donación esponsal a la causa del reino de Dios, que Cristo ya ha instaurado en la historia del hombre. Esta misión salvífica de «devolver» y «entregar» a Dios todas las cosas, Cristo la quiere compartir con todos los que se hacen disponibles para seguirle e impregnarse del Evangelio hasta lo más profundo de la propia existencia. Compartir la misión de Cristo supone una actitud esponsal de correr su suerte arriesgando todo por El. La participación en el apostolado de la Iglesia, en su misión universal, nace del «amor esponsal por Cristo, que se convierte de modo casi orgánico en amor por la Iglesia como Cuerpo de Cristo, por la Iglesia como Pueblo de Dios, por la Iglesia que es ala vez Esposa y Madre» (Redemptionis Donum, 15).

La actitud de asociación y de fidelidad esponsal a Cristo os con-vierte pues en expresión de una Iglesia que, como María, escucha, ora, ama. Los apóstoles de todas las épocas y también vosotros sacerdotes, personas consagradas y agentes de pastoral de la Argentina, necesitáis una vivencia fuerte de Cenáculo con María, para recibir nuevas gracias del Espíritu Santo y poder afrontar las nuevas situaciones de evangelización en el mundo de hoy. Esta hα sido mi invitación en la Encíclica Dominum et Vivificantem, como lo fue ya en mí primera Encíclica Redemptor Hominis, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 59; Ad Gentes, 4). El Año Mariano, que pronto habremos de iniciar, os brinda una ocasión extraordinaria para dar renovado impulso a vuestras vidas según esta perspectiva evangélica.
8. De vosotros espera el Señor que sepáis predicar su mensaje con palabras llenas de vida, como transparencia del mismo Evangelio, pues vuestra existencia será palabra evangélica en la medida que brote espontáneamente de vuestra entrega interior. Entonces vuestro apostolado se hará fecundo y «creíble», pues el mundo espera de nosotros un compromiso de vida y un testimonio de oración, como quise poner de manifiesto en el encuentro de Asís del año pasado.

Predicar el Evangelio de esta manera se convierte en «motivo de gloría» (cf. 1Co 9, 16),30 como nos dice San Pablo en la segunda lectura de esta celebración eucarística, Pero precisamente por ello, el anuncio del Evangelio ha de ser para nosotros una urgencia apremiante, una obligación santa, así como lo confiesa el mismo Apóstol: «¡Αγ de mí sí no evangelizare!» (Ibíd.). Sí, ¡ay de mí! ¡Ay de nosotros sí no supiéramos presentar hoy el Evangelio a un mundo que, a pesar de las apariencias, sigue teniendo «hambre de Dios»! (Redemptor hominis, 18).

Así, pues, amadísimos hermanos y hermanas, en este penúltimo viernes de Cuaresma, dirijamos nuestra mirada llena de esperanza al misterio pascual de la cruz y de la resurrección de Cristo, expresión suprema de su amor redentor. El Señor os bendice con un crecimiento de las vocaciones apostólicas, sacerdotales y de vida consagrada. Es éste un don suyo, que habéis de agradecer y con el que habéis de colaborar día a día. Es necesario presentar, tanto en la vida personal como en la vida comunitaria, «la alegría de pertenecer exclusivamente a Dios» (Redemptionis Donum, 8) Pero esa alegría, que es gozo pascual, nace de un corazón enamorado de Cristo, desprendido de los bienes de este mundo, inmolado con el Señor en la cruz y dispuesto a compartir en la vida con los hermanos los dones de su amor. Muchos jóvenes y muchas jóvenes se sentirán llamados a este seguimiento de Cristo, sí ven en vosotros y en vosotras las huellas del amor, el rostro de Cristo que acoge, que ayuda, que reconcilia, que salva.
9. Vivid en la esperanza, sin dejaros vencer por el desaliento, por el cansancio, por las críticas. Es el Señor quien está con vosotros, pues os eligió como instrumentos suyos para que, en todos
los campos del apostolado, deis mucho fruto y vuestro fruto perdure (cf. Jn 15, 16).

Cuantos trabajáis como «agentes de pastoral» encontraréis sin duda en el próximo Congreso nacional de catequesis un campo concreto de planificación y de acción evangelizadora para la renovación eclesial. Una catequesis bien orientada es la base para una vida sacramental, personal, familiar y social, pues toda acción apostólica y especialmente la catequesis está « abierta al dinamismo misionero de la Iglesia » (Catechesi Tradendae, 24). A todos os invito a trabajar juntos para una evangelización permanente.

¡Iglesia en Argentina! «Levántate y resplandece, porque ha llegadο tu luz, y la gloría del Señor alborea sobre ti» (cf. Is 60, 1).

Estas palabras del Profeta Isaías nos recuerdan la liturgia de Epifanía o manifestación del Señor a todas las gentes. Hoy, en esta celebración eucarística en Buenos Aires, la Iglesia se aproxima ya a la Pascua del Señor. La resurrección de Cristo será el momento culminante en el que se cumplen estas palabras. El Señor se manifestará en su misterio de la cruz y de la resurrección; El resplandecerá con la luz de la verdad para llamar a todos los pueblos con la fuerza del Espíritu: «Los pueblos caminarán a tu luz » (Ibíd., 60, 3).

¡Cómo pido a Dios que Argentina camine en la luz de Cristo!

¡Caminad firme, decididamente; el Señor os tiene de la mano y os iluminará con su luz para que vuestro pie no tropiece! (cf. Sal 91 [90], 12).

Cuando las sociedades de la abundancia y del consumo atraviesan una grave crisis de valores del espíritu, vuestra Iglesia, la Iglesia de toda la América Latina, si mantiene su fidelidad a Cristo, podrá ser luz que ilumine al mundo para que camine por el sendero de la solidaridad, de la sencillez, de las virtudes humanas y cristianas, que son el verdadero fundamento de la sociedad, de la familia, de
la paz en los corazones.

De ahí vuestro compromiso evangelizador; vuestra misión de ser luz para iluminar a quienes están en tinieblas. Habéis sido llamados, queridos hermanos y hermanas, para sentir dentro de vosotros y vivir con todas las consecuencias el lema de San Pablo, que se os convierte en examen cotidiano: «¡Ay de mí si nο evangelizare!» (1Co 9, 16).

10. Habéis sido llamados y cautivados por el ejemplo de amor del mismo Cristo, y también por el ejemplo de San Pablo y de tantos santos y santas, apóstoles y fundadores, para haceros débiles con los débiles, de modo que seáis «todo para todos para salvarlos a todos» (Ibíd., 9, 22). A esta llamada habéis respondido por amor al Evangelio, por amor del mismo Jesús, «para participar en él»( (Ibíd., 9, 23).

Que vuestro corazón, pues, se ensanche con esta alegría y esperanza anunciada por el Profeta Isaías y realizada en Jesús aquí y ahora (cf. Is 60, 5).

Con las palabras del Salmo, alabad al Señor, «contad a los pueblos su gloria. El Señor reina» (Sal 96 [95], 10). ¡Sí! Cristo crucificado reina. Por su cruz y resurrección Cristo es el centro de la creación, Señor de la historia, Redentor del hombre. El nos ha dado al Padre, nos ha dado una vida nueva que procede de Dios y que es participación en su misma vida trinitaria de donación.

Que la Santísima Virgen de Luján se haga para vosotros la Virgen del «sí», la Virgen de ła fidelidad generosa y de la donación total a la misión; y que sea Ella también la Virgen de la esperanza, que habéis de anunciar y comunicar a todos los hermanos haciéndola primero realidad en vuestros corazones. Así sea."

Discorso di Papa San Giovanni Paolo II ai Rappresentanti della Comunità Ucraina in Argentina
ECattedrale di Nostra Signora del Patrocinio a Buenos Aires, Venerdì, 10 aprile 1987 - in Italian 

"Sia lodato Gesù Cristo! Cari fratelli e sorelle in Gesù Cristo,
Fedeli ucraini in Argentina!

1. Non solo per voi - come ha detto il vostro Vescovo - ma anche per me è una grande gioia l’odierno incontro, in questa bella Cattedrale del Patrocinio della Vergine santissima Madre di Dio, patrona di questo tempio e della vostra eparchia ucraina in Argentina.

La mia gioia ed esultanza è tanto più grande in quanto la visita avviene alla vigilia del grande avvenimento, che è il giubileo per il millennio del battesimo dell’antica Rus’ di Kiev.

Questo straordinario avvenimento che coinvolge direttamente anche il popolo ucraino e la vostra Chiesa è già così vicino, che, con questo incontro, voi volete incominciare ufficialmente, nella vostra eparchia, i festeggiamenti di questo storico giubileo.

2. L’occasione per iniziare i festeggiamenti del giubileo è data da un importante avvenimento storico, il fatto, cioè, che proprio mille anni fa, nell’anno 987, ricevette il sacramento del battesimo il Grande Principe di Kiev Volodymyr, chiamato nel battesimo Basilio.

La conversione alla fede cristiana di questo grande sovrano di Kiev accelerò poi l’accettazione globale del Cristianesimo nell’anno 988. Poiché, come testimoniano le recenti ricerche storiche, già prima esistevano comunità cristiane, sia nella città capitale di Kiev, sia nelle terre meridionali della Rus’.

È utile sottolineare, miei cari fratelli ucraini, che il Cristianesimo fu accolto e si consolidò nella Rus’ di Kiev, quando tutta la Chiesa di Cristo viveva ancora in piena unione ecclesiale. Era un cristianesimo ortodosso nella fede e, nello stesso tempo cattolico nella carità, poiché era in piena comunione con la sede apostolica di Pietro, e con tutta la Chiesa. Tra Roma e Kiev divenuta cristiana vi furono diretti contatti; già nell’anno 988, come sembra probabile, giunse presso il grande Principe Volodymyr una missione inviatagli dal nostro predecessore Papa Gregorio V, con le reliquie dei santi, come dono del Papa per il nuovo governante cristiano dell’Europa orientale. Simili missioni si ripeterono negli anni successivi in modo scambievole.

Il doloroso e fatale processo di progressiva alienazione fra la Chiesa di Roma e la Chiesa di Costantinopoli, si ripercosse e si riprodusse nella Chiesa chiovense solo più tardi. Fra il cristianesimo di Occidente e quello costantinopolitano è forse, nel complesso, più appropriato parlare di “separazione di fatto” che di “rottura formale”.

Una tale rottura, comunque, mai avvenne fra Roma e Kiev. La piena comunione un tempo vissuta si oscurò progressivamente, a motivo dell’allentarsi delle relazioni dovuto a vari avvenimenti politici. Ma la nostalgia di tale comunione, rimasta più viva nei territori maggiormente a contatto con il mondo latino, portò, come è noto, una parte del popolo a proclamare a Brest, l’unione con la Sede di Roma.

In questa unione, fra difficoltà oggettive e varie incomprensioni, si espresse in quel tempo, e in quella forma, l’inestinguibile anelito alla ricomposizione della piena unità. Anche oggi, secondo modalità nuove che lo Spirito ci svela, ricerchiamo con rinnovata energia le vie per giungere all’unione.

 Tale compito non può lasciare indifferenti voi, fratelli carissimi della Chiesa cattolica ucraina, che portate la vocazione ecumenica iscritta, anche nel dolore, nella carne della vostra stessa esistenza. In questo inizio dei festeggiamenti del millennio mi rivolgo a tutti i fratelli, cattolici ed ortodossi, viventi in questo Paese, che devono agli avvenimenti ricordati l’origine della loro fede: cari fratelli, ripensando all’origine comune della vostra storia e della vostra fede, nella memoria del battesimo del vostro comune padre Vladimiro, ravvivate, per il bene di tutta la Chiesa, la nostalgia dell’unità. Ricercate appassionatamente quell’unità donata ai vostri padri, mille anni orsono, nell’avvenimento meraviglioso del battesimo nelle acque del Dnieper.

3. Il secondo lieto avvenimento storico, cari fratelli e sorelle in Cristo, che voglio ricordare durante questo incontro di oggi, è il novecentocinquantesimo anniversario della consacrazione di Kiev e di tutta la Rus’ alla protezione della santissima Vergine “sollecita ausiliatrice dei cristiani”, che fece il grande Principe Jaroslav Mudryj nell’anno 1037.

Il miglior modo di far risaltare oggi qui nella vostra eparchia un così caro anniversario della vostra storia è l’odierna incoronazione della bellissima icona della Vergine santissima che domina nel santuario della vostra Cattedrale. Questa incoronazione ha luogo proprio nel novantesimo anniversario della emigrazione ucraina in Argentina e nel venticinquesimo della vostra eparchia. Sono lieto di compiere oggi qui questo atto di amore e di riconoscenza alla Vergine santissima per la sua protezione su di voi durante tutto questo tempo della vita della vostra comunità ucraina in Argentina. L’ho fatto con grande amore alla Madre di Dio, ed in questa occasione affido tutti voi alla sua materna protezione.

4. Uno speciale saluto rivolgo a voi giovani ucraini, che così numerosi siete venuti a questo storico incontro con il Papa per dare inizio ai festeggiamenti del giubileo del millennio del battesimo della Rus’ di Kiev. Io vi guardo con affetto, cari giovani, come l’avvenire della Chiesa e della società.

La divina Provvidenza vi chiama all’edificazione del secondo millennio della storia cristiana del vostro popolo. Aprite le vostre menti e i vostri cuori a Cristo! Offritevi al suo servizio ed al servizio della sua Chiesa! In questa terra ospitale dell’Argentina camminate assieme, seguendo gli orientamenti del Concilio, per avvicinarvi sempre più sulla scia del movimento verso cui lo Spirito spinge le Chiese tutte, alla piena unione nel Signore con i nostri fratelli ortodossi.

5. Rivolgendomi ai pastori e fedeli di rito latino e degli altri riti orientali in terra di Argentina, vorrei invitarvi ad abbracciare insieme con me, con fraterno affetto, tutta la comunità cattolica ucraina affinché essa senta, in questa felice occasione dei festeggiamenti del millennio, che tutta la Chiesa cattolica partecipa alla sua gioia come alle sue sofferenze.

Come pegno delle grazie più elette di Dio e della protezione su di voi di Maria santissima, accogliete - cari fratelli e sorelle ucraini - la mia benedizione per voi qui presenti, per tutti i fedeli di questa eparchia, disseminati nell’intera Argentina e per i vostri fratelli che vivono nella diaspora e nella patria di origine. La benedizione apostolica vi accompagni nei vostri festeggiamenti del millennio, nella certezza che questi apporteranno alla Chiesa grandi frutti di cristiana santità e numerose vocazioni sacerdotali e religiose."

Encuentro del Papa Juan Pablo II con los Trabajadores Argentinos
Mercado Central de Buenos Aires, Viernes 10 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"¡Queridos hombres y mujeres trabajadores!
¡Muy queridos hombres y mujeres que realizáis vuestro trabajo diario en bien de la noble tierra argentina!

¡Alabado sea Jesucristo!

1. ¡Mi gozo es grande al encontrarme entre personas que comparten la condición común de trabajadores! ¡Con toda franqueza os puedo decir que me siento especialmente cercano al mundo del trabajo, es mas, me considero uno de vosotros! Por eso, porque estoy con vosotros y os comprendo, me alegro mucho de tener hoy este encuentro. Si fuera posible, me gustarla hablar con cada uno, saludar personalmente a todos, preguntaros por vuestras familias, por vuestra labor, por vuestras alegrías y vuestras penas. Todo eso lo llevo en el corazón.

Alguna vez he dicho que aquellos años como obrero, en la cantera de una empresa química, fueron para mí una nueva lección sobre el Evangelio. Es verdad, porque en aquel ambiente, en aquella época de esfuerzo laboral, me fue dado comprobar la profunda relación de solidaridad existente entre el Evangelio y la problemática de la actividad humana en nuestros tiempos. No es una nueva constatación teórica; es una gozosa realidad humana y cristiana que la Iglesia, ya en el umbral del tercer milenio, tiene la grave responsabilidad de difundir, para que sea conocida y vivida por los hombres y mujeres del mundo laboral. En este día os animo a que cada uno, cada una, hagáis “el esfuerzo interior del espíritu, con el fin de dar a vuestra labor el significado que tiene a los ojos de Dios” (Laborem exercens, 24).

El trabajo es como una “vocación” o llamado que eleva al hombre a ser partícipe de la acción creadora de Dios. Es el medio que Dios ofrece al hombre para “someter” la tierra, descubrir sus secretos, transformarla, gozarla y. de este modo, enriquecer su propia personalidad. Su modelo será Cristo, el Redentor del hombre, el cual, no habiendo desdeñado pasar una gran parte de su existencia en el taller de un artesano, rescató el esfuerzo y la dignidad del trabajo, transformándolo para siempre en instrumento de redención.

2. En las cartas que muchos de vosotros enviasteis a Roma con ocasión de esta visita pastoral, habéis querido poner de manifiesto circunstancias, anhelos, situaciones dolorosas y. también, las esperanzas que anidan en vuestros corazones.

En mis encuentros frecuentes con trabajadores de todo el mundo, oigo hablar a veces de motivos de tristeza, desánimo, desesperanza, originados, en gran parte, por una creciente desocupación. Es cierto que el mundo laboral presenta graves motivos de preocupación. Los conozco bien. Pero no es menos cierto que tales motivos no deben llevaros al derrotismo, a la pasividad, a la falta de esperanza. Nuestra fe católica nos da motivos suficientes para no desesperar jamás, por difícil y dura que pueda parecer cualquier situación.

En la Encíclica Laborem Exercens, señalaba al mundo de la producción un objetivo concreto y claro: conseguir que la actividad humana mire, sobre todo, a los valores personales. “En caso contrario, en todo el proceso económico surgen necesariamente daños incalculables; daños no sólo económicos, sino ante todo daños para el hombre” (Laborem exercens, 15. Hoy os invito además a no conformaros con una visión empobrecedora y deformada del trabajo; mi deseo es que penetréis en la profunda riqueza que puede aportar a la vida, al espíritu de cada persona. De cómo lo comprendáis depende, en buena parte, no sólo el sentido de vuestra vida, sino también el alcance y los frutos de vuestro asociacionismo laboral o empeño sindical.

Sois conscientes de que cuando el mundo socio-económico se organiza en función exclusiva de la ganancia, las dimensiones propiamente humanas sufren detrimento. Ello puede llevar al desinterés por la calidad del trabajo, y perjudica la tan deseada cohesión y solidaridad entre los trabajadores. Algunos pretenden que el único móvil de vuestra vida sea el dinero y el consumo; si os dejáis polarizar exclusivamente por esta motivación, os incapacitáis para descubrir el gran contenido de realización personal y de servicio que encierra vuestra labor profesional.

Por eso, os insisto en que no podéis conformaros con unos objetivos de corto alcance, cuya única finalidad se reduzca a la concertación colectiva de las remuneraciones y a la disminución de las horas laborales. Ante los problemas de la sociedad moderna, tampoco podéis aceptar que los mayores esfuerzos del asociacionismo laboral se esterilicen en inoperantes litigios políticos, que en ocasiones instrumentalizan vuestros anhelos con el fin de alcanzar posiciones ventajosas. Es justo que exista una noble contienda sindical, pero encaminada a conseguir los objetivos propios del mundo laboral, dirigida a fortalecer la solidaridad y elevar el nivel de vida material y espiritual de los trabajadores. Es cierto que la íntima relación existente entre el mundo laboral y la vida política –el llamado “empresario indirecto”– exige un constante contacto y diálogo entre trabajadores y políticos. Debe ser siempre un diálogo constructivo, que no mire sólo a intereses de parte, sino al bien de toda la gran familia argentina, en perspectiva latinoamericana e incluso mundial.

3. Vuestro país, vuestra sociedad, goza de un fuerte y dinámico asociacionismo laboral que, como sabéis, constituye un “elemento indispensable de la vida social” (Laborem exercens, 20). Pero tal elemento, aun siendo indispensable, no puede ser identificado con la lucha de clases sociales; tal concepción es ideológica e históricamente insuficiente, y sus peores consecuencias terminan por recaer sobre los hombres y mujeres del mundo laboral.

“El trabajo tiene una característica propia que, antes que nada une a los hombres, y en esto consiste su fuerza social: la fuerza de construir la comunidad” (Ibíd.). Asimismo los frutos de vuestro asociacionismo deben ser siempre constructivos, de manera que todas sus virtualidades estén al servicio de la persona, de la familia y de la sociedad entera, y no sean utilizadas contra la comunidad y contra el hombre mismo.

La gran meta del sindicato ha de ser el desarrollo del hombre, de todos los hombres que trabajan, y para ello: “son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo” (Ibíd. 8). El Papa quiere alentaros a dar un paso ulterior en la solidaridad, animaros a que vuestros esfuerzos sean promotores, cada vez más, de la dignidad inalienable del hombre, de cada hombre, de cada trabajador, y que contribuya siempre a su realización personal. Sólo así cumpliréis vuestra misión de promover y defender “los intereses vitales de los hombres empleados en las diversas profesiones” (Ibíd. 20).

Sería una pena que faltase la solidaridad entre los trabajadores, cuando las condiciones laborales se vuelven degradantes o cuando crecen los abusos y la arrogancia en quienes, desde su posición ventajosa, se atribuyen derechos que en modo alguno les corresponden. Tampoco debe faltar la solidaridad con esas amplias zonas de miseria y de hambre, que es lo mismo que decir de trato inhumano a los trabajadores y a sus familias; también ahí debe llegar la fuerza del asociacionismo laboral en orden a procurar unas condiciones que permitan a las personas salir de su penosa situación.

Donde se encuentre un padre o una madre de familia que por sus circunstancias no puede cumplir la responsabilidad de ganar el sustento para vivir dignamente con los suyos, ahí debe también llegar la solidaridad de los hombres y mujeres trabajadores.

4. ¿Os parece lógico que la solidaridad laboral quede inactiva, o se proponga sólo objetivos de corto alcance, cuando son tan apremiantes las necesidades de muchos obreros? Ningún cristiano debiera permanecer insensible ante la necesidad ajena pues sabe que, a los ojos de Dios, el valor de su conducta depende del amor que se ofrece a los hermanos (cf. Mt 25, 35-40). Y si la caridad es nuestro mandamiento supremo, ¿cómo se puede quedar cruzados de brazos ante las injusticias, si la justicia es el presupuesto básico y primer fruto de la caridad?

El servicio que vuestra fuerza asociativa puede prestar al hombre–y con él a la comunidad–, requiere de cada uno de vosotros un compromiso exigente que os lleve a decir ¡basta! a todo lo que sea una clara violación de la dignidad del trabajador.

Basta, a un conformismo reductor que no se proponga más objetivos para el asociacionismo laboral que la remuneración monetaria y la ampliación del tiempo libre, silenciando todo diálogo cuya cuestión central sea la persona y su dignidad en la vida y en la profesión.

Basta, a unas situaciones en las que los derechos del trabajo estén férreamente subordinados a sistemas económicos que busquen exclusivamente el máximo beneficio, sin reparar en la cualidad moral de los medios que emplean para obtenerlo.

Basta, a un sistema laboral que obligue a las madres de familia a trabajar muchas horas fuera de casa y al descuido de sus funciones en el hogar; que no valore suficientemente la labor agrícola; que margine a las personas minusválidas; que discrimine a los inmigrantes.

Basta, a que el derecho a trabajar quede al arbitrio de transitorias circunstancias económicas o financieras, las cuales no tengan en cuenta que el pleno empleo de las fuerzas laborales debe ser objetivo prioritario de toda organización social.

Basta, a la fabricación de productos que ponen en peligro la paz y atentan gravemente a la moralidad pública, e incluso a la salud de determinados sectores de la población.

Basta, también, a la insolidaria distribución de alimentos en el mundo; a la falta de reconocimiento sistemático del asociacionismo laboral en no pocos países de la tierra; y. en este Año Internacional de los “sin techo”, basta, también, a la clamorosa situación de indignidad en la vivienda de los trabajadores en tantos suburbios de las grandes ciudades.

Pero no olvidéis que ese compromiso adquiere su fuerza, sobre todo, en una actitud de solidaridad personal: hay que superar la tendencia al anonimato en las relaciones humanas; hay que hacer un esfuerzo positivo para convertir la “soledad” en “solidaridad”, buscando momentos de intercambio, de comprensión, de confianza, de ayuda mutua, de fomento de la amistad.

5. El objetivo básico de vuestro empeño debe ser humanizar la actividad económica y el mundo del trabajo, y para ello debéis conseguir, poco a poco, que las relaciones laborales sean cada vez más conformes con lo que en la Encíclica Laborem excercens he llamado “fundamental estructura de todo trabajo” (Laborem excercens, 20), que es una estructura de unidad, de colaboración y de solidaridad.

Un principio fundamental de esta acción de solidaridad en el asociacionismo consiste en la decisión consciente de “considerar el hombre no en cuanto útil o inútil para el trabajo, sino considerar el trabajo en su relación con el hombre, con cada hombre; considerar el trabajo en cuanto útil o inútil al hombre” (Discurso a la 68 sesión de la Conferencia internacional del trabajo, n. 7, Ginebra, 15 de junio de 1982). La solidaridad es precisamente abrir espacios a las personas en la sociedad, en la actividad laboral, para que en estos ámbitos de vida fundamentales, todos puedan moverse con la conciencia y la responsabilidad de actuar como personas.

La fuerza del trabajo es muy grande y. cuando se emplea positivamente, es capaz de convertirse en un factor fundamental para construir una comunidad en la que las principales cuestiones sociales sean resueltas según los principios de justicia y equidad.

Esforzándoos en ser solidarios, poco a poco lograréis contener los efectos de la degradación o la explotación, y los sindicatos serán un exponente en la construcción de la justicia social, del reconocimiento de los justos derechos de los trabajadores y de la dignidad y del bien verdadero de la sociedad (Laborem excercens, 20). Entonces, sin confundir vuestra acción de solidaridad con la actividad política, influiréis en la sociedad de un modo más incisivo que cuando se pretende actuar directamente en la vida política solamente desde el asociacionismo sindical.

Por eso mismo, lo sabéis muy bien, no debéis permitir que vuestros esfuerzos se transformen en una especie de “egoísmo” de grupo o de clase. Aun cuando la finalidad de una determinada acción sea la salvaguardia de los derechos de una persona o categoría laboral, ese objetivo no debe estar en contraste con el bien común de toda la sociedad. No olvidéis tampoco la solidaridad con aquellas personas que, por diversas circunstancias, no participan de vuestra fuerza asociativa; el apoyo a los más débiles será prueba de que vuestra solidaridad es auténtica.

6. En el evangelio del trabajo tenemos el ejemplo más convincente de solidaridad; Dios todopoderoso que, en su grandeza trasciende totalmente a los hombres, por amor, ¡por solidaridad!, se hace hombre, y lleva como uno más una vida de trabajo. Jesucristo es el mejor ejemplo de solidaridad sin fronteras, que los trabajadores están llamados a seguir e imitar. Dondequiera que un hombre o una mujer desarrollan su actividad, trabajan y sufren, ahí está presente Cristo.

La Iglesia, fiel a su divino Fundador, ha respetado y promovido siempre la dignidad del trabajo. Y lo ha hecho reivindicando el papel fundamental que compete a la labor del hombre en los designios de Dios; lo ha hecho exaltando los logros que la inteligencia humana ha sabido conseguir, especialmente en el campo de la ciencia y de la técnica; lo ha hecho mostrando su predilección a todos los trabajadores y. en particular, a los más duramente probados por la fatiga, como los obreros y los campesinos; lo ha hecho acogiendo y tutelando sus reclamos, sus intereses y sus legítimas aspiraciones; lo ha hecho acercándose al mundo laboral, tanto en las “villas miserias” como en sus humildes “ranchitos”, o en sus viviendas confortables, para asistirlos material y espiritualmente, precaverlos de tantos peligros, preservar su sentido moral y social, y elevar sus condiciones de vida.

Hoy es el Papa quien viene a vosotros para honrar en vuestras personas a los servidores de la gran labor, a la que todos estamos llamados, de transformar el mundo según los designios divinos; para descubrir en vuestros rostros los rasgos de Jesús de Nazaret, y para exhortaros a responder con hondo sentido de responsabilidad a la misión a la que Dios os ha llamado como constructores de la Argentina de hoy y del mañana.

¡Mostraos dignos de este llamado! Sed siempre conscientes de vuestra dignidad de trabajadores y argentinos, y colaborad con todas las fuerzas vivas del país, para hacer frente, de manera solidaria y constructiva, a vuestro compromiso como ciudadanos y como cristianos.

En nombre de Jesús, el obrero de Nazaret, a todos os bendigo de corazón."

Pope Saint John Paul II's words to the Polish Community in Argentina
«Luna Park» Stadium, Buenos Aires, Friday 10 April1987 - in Italian & Polish

"Drodzy moi Bracia i Siostry!
“Jeśli jest jakieś napomnienie”. . . 
Jeśli jest jakieś napomnienie w Chrystusie, jeśli
- jakaś moc przekonywująca Miłości
- jaki udział w Duchu
- jakieś serdeczne współczucie, to: miejcie te same dążenia: - tę samą miłość
- wspólnego ducha, i
- pragnijcie tylko jednego.
“Spravujcie się w sposób godny Ewangelii Chrystusowej”.

1. Drodzy Rodacy, którzy żyjecie na argentyńskiej ziemi, kieruję do Was słowa, które apostoł Paweł zaadresował do umiłowanej gminy w Filippi: do pierwszej wspólnoty wierzących w Chrystusa, jaką Apostoł Narodów założy³ na kontynencie europejskim.

“Jeśli jest jakieś napomnienie w Chrystusie ”. Ten tryb warunkowy pod piórem świętego Pawła jest zamierzonym wyrażeniem poniekąd paradoksalnym. Nie oznacza wątpliwości, ale wyraża pewność najpewniejszą ze wszystkich pewności, jakie człowiek może posiadać.

Chrystus zmartwychwstały i chwalebny - Ten, który wypełnił swoje posłannictwo mesjańskie i po męczeńskiej śmierci na krzyżu, podjętej dla naszego zbawienia, zasiadł “ na prawicy Ojca ” w niebie - stanął pod Damaszkiem na jego drodze i Szaweł stał się Pawłem, prześladowca - Apostołem.

A mieszkańcy greckiego miasta Filippi, którzy pierwsi w Europie przyjęli świadectwo Pawła i uwierzyli w Chrystusa, rozumieli dobrze słowa Listu i byli świadomi więzi osobistej z Chrystusem, która jest równocześnie źródłem wewnętrznej jedności między ludźmi.

Tak więc owo Pawłowe “ napomnienie ” jest prawdziwą pociecha i zachętą: jest mocnym potwierdzeniem sensu ludzkiego życia, które umiera wprawdzie w śmierci Chrystusa, ale w Jego Zmartwychwstaniu staje się nieśmiertelne.

2. To samo “ napomnienie ”, tę pociechę i zachętę kieruję, drodzy Bracia i Siostry, do Was, obecnych na tym “ rodzinnym ” spotkaniu, a przez Was kieruję je także do wszystkich, którzy są tu obecni duchowo: do waszych rodzin, do przyjacioł, do parafii i środowisk, w których żyjecie i pracujecie.

Weźmy pod uwagę to, co zadecydowało o tym spotkaniu w ramach moich odwiedzin papieskich w Południowej Ameryce: w Chile i Argentynie, bo w tym właśnie konkretniym kontekście kieruję do Was te słowa świętego Pawła, które są prawdziwa pociechą. Motywem tym jest poczucie wspólnej więzi narodowej: łaczy nas Naród i Ojczyzna, wspólna Matka, “ krew z krwi i kość z kości ”.

Dlatego uważam za szczególną łaskę, za przywilej i obowiązek każde spotkanie z moimi Rodakami, czy tu, na Wyspach Pacyfiku, czy w Europie, Ameryce czy Azji.

Za łaskę, przywilej i obowiązek uważam to spotkanie dziś z Wami i proszę Boga, by przyniosło ono owoc stokrotny, by umocniło Waszą więź z Chrystusem, z Kościołem oraz tymi szczególnymi wartościami, które w takim trudzie rodziły się i nie przestają się rodzić w naszej wspólnej Ojczyźnie.

3. Dziękuję serdecznie Księdzu Biskupowi Szczepanowi oraz ojcu Rektorowi tutejszej Misji Katolickiej, a także panu Prezesowi Związku Polaków w Argentynie, którzy tak serdecznie, tak prosto wyrazili te uczucia, które w Waszych sercach pielęgnujecie, a zarazem wprowadzili mnie w Wasze życie, które jako Pasterz Kościoła powszechnego i Wasz rodak obejmuję moją gorąc¹ modlitwą.

Dziś korzystam ze sposobności, z tego dnia, który “ uczynił nam Pan ” i pozdrawiam Was wszystkich, którzy wywodzicie się znad Wisły, gdzie w przeszło tysiącletniej historii chrześcijańskiego narodu znajduje się klucz do Waszej - czasem może nie zrozumiałej dla innych - duszy, psychiki, sposobu myślenia i postępowania.

4. Myślą i modlitwą obejmuję dziś wszystkich, którzy zmuszeni do szukania chleba i wolności opuścili rodzinny kraj i tu znaleźli drugą Ojczyznę. Zarówno tych, którzy pierwsi, pod koniec poprzedniego i na początku obecnego wieku osiedlili się w prowincji Misiones, jak i tych, którzy po pierwszej wojnie światowej osiedlili się w okolicach stolicy Buenos Aires. Dziś są tu obecni potomkowie i spadkobiercy ich dziedzictwa. Następna fala to żołnierze zachodnich frontów drugiej wojny światowej i ich rodziny, którzy zamiast do Ojczyzny, o której wolność przelewali krew, przybili do brzegów Argentyny i tu, niejednokrotnie wśród cierpienia i tęsknoty, musieli zapuszczać nowe korzenie.

Zmarłym wieczny odpoczynek, a żyjącym i tym, którzy wciąż przychodzą - łaska i pokój Boży.

Wszyscy miejcie te same dążenia, tę samą miłość, wspólnego ducha, sprawujcie się w sposób godny Ewangelii Chrystusowej.

5. Trzeba, by każdy wierzący widział i przeżywał swoje życie w świetle wiary. W świetle wary trzeba też widzieć Waszą obecność tu, w Argentynie, czy w ogóle w Ameryce Południowej. Wiedzeni jakimś przedziwnym, często także i smutnym losem, życiowym doświadczeniem, przybyliście do tego wielkiego kraju, by wśród szlachetnego narodu chrześćijańskiego rozbić swoje namioty, wejść w jego życie i razem z nim podjąć trud budwania historii tego kraju i życia coraz bardziej godnego człowieka, by razem z nim, z tym Waszym nowym narodem, Argentyną, podjąć odpowiedzialność przed Bogiem i ludźmi za kształt wspólnego życia.

Bóg pozwolił Waszym Ojcom i Wam zbudować dom i stworzyć rodzinne ognisko na innym miejscu naszego globu, jakże odległym od ojczystej ziemi, ale Jego jest cała Ziemia: “ Do Pana należy ziemia i to, co ją napełnia, świat i jego mieszkańcy ”, jak głosi Psalmista.

I On, Pan, tak rozprowadza swoje dzieci po całej ziemi, by mogły się realizować wspaniałe plany poczęte w Miłości; by ziemia była napełniana mieszkańcami, by człowiek, “ kontynuator ” Bożego dzieła stworzenia, mógł tę ziemię czynić poddaną. Poddana. sobie i Bogu.

I tu, w Argentynie, przekazujecie życie i wiarę, przekazujecie miłość i wiedzę, to, co Was stanowi, co posiadacie naicenniejszego i najpiękniejszego.

To Wasze teraz, to dziś oraz rodzące się jutro wyłania się z przeszłości, ma swoją historię. Historię przeszło tysiącletniego państwa i ochrzczonego Narodu. Wyrasta ze wspólnych dziejów, wspólnego języka (czasem może nieco już zapomnianego lub nie nauczonego), wyrasta ze wspólnej kultury, ze wspólnego bicia serc. Przeszłości tej wstydzić się nie musimy. Była niejednokrotnie bardzo trudna, obfitowała czasem w tragedie, po których przychodziło zmartwychwstanie, odrodzenie, bo obfity był przede wszystkim trud wierności, by nie zawieść: by nie zawieść Narodu, Ojczyzny, Boga, Kościoła, by nie zdradzić człowieka, by nie odstąpić od ducha Ewangelii. Z tego wszystkiego rodziło się i pogłebiało poczucie godności człowieka, umiłowanie prawdy, sprawiedliwości, wolności pojętej po chrześcijańsku, “ wolności naszej i waszej ”. Tak rósł duch tolerancji i solidarności, która w tym dziesięcioleciu przybrała tak bardzo chrześcijański i polski kształt i stała się wyzwaniem nie tylko na naszej ziemi, ale dla całego świata!

6. Do wszystkich moich Rodaków na argentyńskiej ziemi, zwłaszcza do młodych, pragnę przemówić słowami naszego poety Adama Asnyka: “ Ale nie depczcie przeszłości ołtarzy, ź Choć macie sami doskonalsze wznieść, ź Na nich się jeszcze święty ogień żarzy, ź I miłość ludzka stoi na ich straży, ź I wy winniście im cześć ”!

Ojcowie nasi wiedzieli dobrze, czym jest ten święty żar ołtarzy, i - jak mi mówiono - zanim przystąpili do budowy własnego domu, wznosili najpierw święty Krzyż Chrystusa, bo życie ludzkie musi mieć fundament.

Człowiek, naród musi się opierać na doświadczeniach dziejowych i czerpać z nich mądrość, siłe, program. Dziesięć wieków naszej przeszłości chrześcijańiskiej, narodowej i państwowej, dziesięć wieków naszej kultury tak bardzo humanistycznej, bo chrześcijańskiej, jest wspólną własnościa i dziedzictwem, wyposażeniem i bogactwem, z którego wciąż na nowo winniśmy czerpać.

7. Przez Chrzest zostaliśmy wszczepieni do nadprzyrodzonej wspólnoty Kościoła. Jesteśmy synami Bożymi, braćmi Chrystusowymi i braćmi sobie wzajemnie.

Przez nas, ochrzczonych, Kościoł jest obecny w świecie, przez Was, ochrzczonych, Kościół jest obecny we wspołczesnej Argentynie, zbawia człowieka, prowadzi go do Boga, udziela uszlachetniających mocy, odmienia serce.

Naród chrześcijański musi budować swoje życie po chrześcijańsku. Duch Ewangelii musi wniknąć w życie osobiste, domowe, społeczne, we wszystkie układy, tak, by nie było ludzi udręczonych, upokorzonych duchowo czy materialnie, cierpiących nędzê, cierpiąvcych niesprawiedliwość czy krzywdę. ¯

Żaden z wymiarów życia społecznego nie może rozwijać się kosztem osoby ludzkiej. Kościoł pielęgnuje w człowieku życie Boże, otwiera go i uwrażliwia na dobro wspólne, które po prostu jest dobrem człowieka, dobrem rodziny ludzkiej. W ten sposób z Boga przychodzi nam przez Kościoł prawdziwe wyzwolenie.

“Jeśli jest jakieś napomnienie w Chrystusie!”.

“Sprawujcie się w sposób godny Ewangelii Chrystusowej”. Zachowujie świadomość osobistej i społecznej odpowiedzialności za dziedzictwo Waszego Chrztu.

Trwajcie na drodze nadprzyrodzonego związku z Bogiem w Trójcy Przenajświętszej przez Maryję, Matkę Chrystusa, Boga Człowieka i naszą Matkę.

W rodzinach Waszych - chrześcijanskich, zbudowanych na sakramencie Małżenstwa - niech na pierwszym miejscu będzie milość i życie.

Zachowujcie żywą więź z narodem i Kościołem: wieź wiary, kultury, mowy ojczystej. Przyjmiicie to moje zwięzłe słowo. Przyjmijcie to napomnienie i pocieszenie Waszego Rodaka Papieża.

Przyjmijcie jego pozdrowienie i błogosławieństwo. Weźcie je dla siebie i dla wszystkich, których miłujecie. Zanieście je do Waszych domów, do rodzin, do parafii, dla dzieci, dla synów i córek, mężów i zon, dla sąsiadów, dla Waszych duszpasterzy, do środowisk pracy, do organizacii i stowarzyszeń.

Wszystkich oddaję w macierzyńska opiekę Jasnogórskiej Królowej Polski.

Pozdravljam ovdje nazočne Hrvate kao i sve Hrvate u Latinskoj America Vjeru i kulturu koju ste donijeli iz Hrvatske prenosite svojin potomcima da budu na korist narodu u kojem sada živite. Hvalien Isus i Marija."

Mensaje Radiotelevisivo del Papa San Juan Pablo II a los Presos
Viernes 10 de abril de 1987 - in Spanish

"Amadísimos hermanos y hermanas:
1. ¡Me hubiera gustando ir a veros personalmente durante este viaje a la querida nación argentina! Aunque ello no ha sido posible, podéis estar seguros de que el Papa, en su corazón de Pastor de toda la Iglesia, está siempre cercano a vosotros, de modo particular durante estos días.

El mensaje de Cristo –de paz, alegría, esperanza y verdadera libertad interior– del que estoy hablando a todos los argentinos y argentinas, se aplica también a vosotros, ya que ese mensaje es válido para todas las circunstancias de la vida humana.

Me he emocionado al leer las cartas que me habéis enviado. Os agradezco profundamente el afecto que demostráis hacia el Sucesor de Pedro, así como vuestras oraciones al Señor y a su Madre Santa María, por mi persona y por toda la Iglesia. ¡Que Dios en su bondad infinita os lo pague! Contad con mi oración especialísima por vosotros, hoy en la Santa Misa.

2. La adversidad, más que el disfrute superficial de los bienes, ayuda a veces al hombre a entrar en sí mismo, interrogándose por el sentido de su vida, por su propio camino en la existencia, por su responsabilidad en ella, por su destino. No hay que eludir estos interrogantes. Al contrario, hay que tratar de hacer luz hasta encontrar respuestas no sólo a problemas circunstanciales, sino al sentido mismo de la vida del hombre. Ha sido este adentrarse en sí mismo, el secreto de muchas resurrecciones en la historia de los hombres.

En efecto, aun en medio del dolor o del fracaso, Dios mismo nos está revelando lo que somos y lo que estamos llamados a ser. En el mismo anhelo de superar la desgracia, de ser más fuertes que el mismo dolor, se expresa de alguna manera la trascendencia del hombre que se sabe creado para la vida plena, para la felicidad sin límites. Siempre somos más de lo que hacemos, de lo que pensamos y deseamos. ¡Somos hijos de Dios!

Pero, junto con nuestra dignidad de criaturas salidas de las manos de Dios y redimidas por Cristo, se sigue abriendo paso dentro de nosotros la tentación del pecado. Toda caída, todo error nos descubre el misterio de fragilidad que se esconde en cada ser humano. Somos débiles, frágiles, pecadores. Es ésta una triste condición de nuestra pequeñez de criaturas que es preciso reconocer y tener siempre en cuenta.

Esta fragilidad propia de la condición humana está reclamando a Dios como fundamento firme de su vida. El reconocimiento de la propia debilidad nos inclina a apoyarnos en Dios, que es la fuerza que nos libra del pecado. Y nos levanta, si hemos caído.

3. A pesar de los motivos de dolor y desaliento que seguramente descubrís en el pasado o en el presente, podéis y debéis mirar al futuro con esperanza: no sólo con la esperanza humana de que un día podréis de nuevo vivir en libertad, sino sobre todo con la esperanza sobrenatural, la que da Cristo, con la cual podéis vivir ya ahora, en el presente, sin temor de quedar defraudados.

Nuestra esperanza se basa por tanto en Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre, que ha dado su vida por nosotros –¡por todos nosotros!–, muriendo en la cruz y pagando así el precio de nuestro rescate: “habéis sido rescatados... no con algo corruptible como el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo” (1P 1, 18-19).

Esta es la esperanza que os anuncio, ésta es la libertad que debéis desear por encima de cualquier otra: “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21).

Ya sé que no es nada fácil entender en toda su hondura este mensaje, cuando se está en una situación como la vuestra. Recordad, sin embargo, que “no existe hombre que no tenga necesidad de ser liberado por Cristo, porque no existe hombre que no sea, de modo más o menos grave, prisionero de sí mismo y de sus pasiones” (Homilía durante la misa celebrada en la cárcel romana de Rebibbia, 27 de diciembre de 1983).

Con su muerte, Cristo nos libera de la mayor esclavitud, de la peor de las cárceles: el poder del pecado (cf. Jn 8, 34). Esta gozosa liberación espiritual, que se obró en nuestra alma por primera vez con el bautismo, se renueva, cada vez que nos acercamos con confianza al santo sacramento de la penitencia, fuente de paz y de libertad en Cristo. Por vuestra parte, seguramente habéis experimentado –o lo podéis experimentar– cómo “la verdadera liberación se obtiene en la purificación del corazón, o sea, en aquel cambio radical de espíritu, de mente y de vida, que sólo la gracia de Cristo puede obrar” (Homilía durante la misa celebrada en la cárcel romana de Rebibbia, 27 de diciembre de 1983). Y así, vuestras aflicciones presentes, ofrecidas al Señor con espíritu de reparación por vuestros pecados y por los de toda la humanidad, se convertirán en penitencia gozosa y llena de frutos.

4. Cristo quiere estar también entre vosotros. Lo afirma El mismo, de manera explícita, en la descripción del juicio final, cuando dice a los bienaventurados: “Estaba preso y vinisteis a verme” (Mt 25, 39). Y, ante la pregunta de ellos: “¿Cuándo te vimos en la cárcel y fuimos a verte?” (Mt 25, 39), la respuesta del Señor es elocuente: “En verdad os digo: cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Ibíd., 25, 40).

Queridos hermanos y hermanas: ¡Mi deseo es que acudáis a Cristo! Y en Cristo encontraréis la esperanza, el consuelo, la paz y la alegría.

Tenéis a Jesús en la capilla. Allí os espera, oculto bajo las apariencias de pan, pero realmente presente, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Por amor a nosotros dio su vida en la cruz para así lavarnos de nuestros pecados; y por amor se ha quedado encerrado en el Tabernáculo para ser fuente de gracia y de salvación para cuantos quieran acudir a El.

5. Pido al Señor que os llene de su gracia, os haga sentir su presencia de Padre, Hermano y Amigo, y os impulse a dar en todo momento un ejemplo vivo de fe y de amor cristiano. Encomiendo también a vuestras familias, rogando que los lazos con ellas se fortifiquen cada día más.

Que la Santísima Virgen de Luján, Madre de Dios y Madre nuestra, os proteja siempre, y os acerque a su divino Hijo, en quien encontraréis todos los bienes que colman los deseos del corazón humano.

Os bendigo de todo corazón y con mucho afecto, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén."

Homilía del Santo Padre Juan Pablo II en la Santa Misa 
Parque Independencia de Rosario, Sábado 11 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"“Vosotros sois la sal de la sierra, ... vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-14).

1. Sean estas palabras de Jesús, apenas escuchadas en la lectura del Evangelio, portadoras de mi saludo a todos los aquí reunidos.

¡Con cuánta alegría, queridos hermanos y hermanas de esta noble ciudad de Rosario y de la zona del litoral argentino, vengo a vosotros en este penúltimo día de mi visita a vuestro amado país!

No puedo ocultar que me embarga una gran emoción por hallarme en esta ciudad, dedicada a la Santísima Virgen del Rosario, venerada en este lugar desde hace más de dos siglos. Me conmueve esta advocación de Santa María, que evoca en el ánimo de los fieles la oración mariana por excelencia; esa oración en la que, en cierto modo, María reza con nosotros, al igual que rezaba con los Apóstoles en el Cenáculo.

Me emociona, asimismo, encontrarme dentro de este hermoso ambiente geográfico, bañado por el amplio Río Paraná, junto al Monumento nacional a la Bandera, que enarboló por primera vez el General Manuel Belgrano, dándole los colores del cielo: el color del manto sagrado de la Inmaculada Concepción.

Saludo muy cordialmente a mis queridos hermanos en el Episcopado, especialmente al señor arzobispo de Rosario con sus obispos auxiliares, a las autoridades aquí presentes y a esta numerosa asamblea venida desde diversos lugares de esta región argentina. Valgan para todos las palabras de San Pablo: “El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rm 15, 13).

2. “Vosotros sois la sal de la tierra, ... vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-14). Jesús describe la misión de sus discípulos empleando la metáfora de la sal y de la luz. Sus palabras van dirigidas a los discípulos de todos los tiempos, pero en esta hora adquieren suma importancia para los laicos, que desarrollan su vocación especifica en el ámbito de las realidades temporales, adonde son llamados y enviados por Cristo para que “contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento” (Lumen gentium, 31).

Esto me lleva a proponeros, para vuestra oración y reflexión ulterior, un tema de singular importancia en nuestros días: la vocación y la función propia de los laicos en la Iglesia y en el mundo. De este mismo tema se ocupará el Sínodo de los Obispos en octubre de este año y del que espero mucho fruto, tanto para la edificación de la Iglesia, como para la construcción de la sociedad temporal según el querer de Dios.

En presencia de la imagen coronada de la Virgen del Rosario, el Papa quiere exhortar hoy a todos los laicos de esta arquidiócesis y de todo el país, a que sean fieles a su vocación cristiana y a su apostolado eclesial especifico de trabajar por la extensión del reino de Dios en la ciudad temporal. ¡El Papa confía en los laicos argentinos y espera grandes cosas de todos ellos para gloria de Dios y para el servicio del hombre!

3. La primera lectura de la liturgia de hoy nos ha acercado a la vida de la Iglesia primitiva según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles: “ Perseveraban –según hemos oído– en la doctrina de los Apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 4, 22). “Y cuantos creían, estaban unidos y todo lo tenían en común... alabando a Dios y gozando de la estima de todo el pueblo” (Ibíd., 2, 44. 47).

Sobre la base de esta concisa descripción se puede deducir que los miembros de aquella primitiva comunidad cristiana, recién formada en Jerusalén alrededor de los Apóstoles, llevaban ya una propia vida interior, que era fundamento de su identidad en medio de los hombres, y que se apoyaba sobre la Palabra de Dios contenida en la enseñanza de los Apóstoles, y “en la fracción del pan”, esto es, en la Eucaristía, que el Señor ordena realizar “en memoria suya” (cf. 1Co 11, 24).

Esta vida fue además algo nuevo para el ambiente de Israel. Los cristianos no vivían apartados de sus semejantes, pues “perseverando” con ellos “frecuentaban diariamente el templo” (Hch 2, 46). A la vez, daban testimonio de Cristo en ese ambiente: y como su vida era digna –devota e inocente–, eran queridos por todo el pueblo (cf. Ibíd., 2, 47).

Abrazando este estilo de vida, la primera generación de discípulos y confesores de Cristo intentó desde el comienzo ser la sal de la tierra y la luz del mundo, siguiendo la recomendación del Maestro.

4. La lectura de la Carta a los Efesios, por su parte, pone de relieve la importancia fundamental de la vocación cristiana: “Os exhorto –escribe el Apóstol– a comportaros de una manera digna de la vocación que habéis recibido” (Ef 4, 1).

Esta “manera digna” está compuesta por las virtudes que hacen a cada uno semejante al modelo, esto es, a Cristo: “con toda humildad, mansedumbre y paciencia, ayudándoos mutuamente con amor” (Ibíd., 4, 2).

Igualmente, ese comportarse “de manera digna” significa “conservar la unidad del Espíritu, mediante el vinculo de la paz” (Ibíd., 4, 3). Los fundamentos de esta unidad son sólidos: “Un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos” (Ibíd., 4, 5-6). La vocación cristiana es –leemos– “una misma esperanza, a la que habéis sido llamados” (Ibíd., 4, 4). Todos los que participan en esta esperanza tienen un solo Espíritu y constituyen un solo cuerpo en Cristo.

Veis, pues, cómo la Carta a los Efesios tiene presentes a todos los cristianos, a todo el Pueblo de Dios: “Laos thou theou”. De esta expresión griega proviene precisamente el término “laicos” utilizado en la actualidad.

5. El Concilio Vaticano II se ocupó también de esta vocación específica, a saber, de los cristianos laicos extendidos por todo el orbe para ser sal de la tierra y luz del mundo; además nos indicó en qué consiste esa vocación y cómo deben comportarse para que su conducta sea “digna de la vocación cristiana”.

La respuesta del Concilio –esto es, todas sus enseñanzas sobre los laicos y su apostolado– se debe entender naturalmente, en continuidad homogénea con las enseñanzas del Evangelio, de los Hechos y de las Cartas de los Apóstoles. Simultáneamente, la respuesta conciliar tiene muy en cuenta la rica y múltiple realidad de la Iglesia en el mundo contemporáneo, de la Iglesia que vive en todos los continentes, en medio de muchos pueblos, lenguas y culturas, permaneciendo al mismo tiempo “in statu missionis”, en estado de misión. Dondequiera que se encuentre, la Iglesia es siempre “ misionera ” en sentido amplio, y esto determina la dinámica particular de la vocación y del apostolado de los laicos.

6. En efecto, el Concilio Vaticano II afirma que todos los cristianos participan de la única misión de la Iglesia: “La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, haga a todos los hombres partícipes de la redención salvadora, y por medio de ellos se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo místico ordenada a este fin se llama apostolado, que la Iglesia ejercita mediante todos sus miembros, naturalmente de modos diversos; la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado” (Apostolicam Actuositatem, 2).

El Concilio señala también el modo específico que tienen los fieles laicos de ejercer su apostolado: “El carácter secular es propio y peculiar de los laicos... A los laicos corresponde, por su propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” (Lumen gentium, 31). No hay, por tanto, actividad humana temporal que sea ajena a esa tarea evangelizadora. Así lo afirmó mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi: “El camino propio de su actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la política, de la vida social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias, de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación social, así como otras realidades abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento..” (Evangelii Nuntiandi, 70).

Esto no quiere decir, sin embargo, que la transformación del mundo esté confiada o pertenezca exclusivamente a los laicos, quedando para los clérigos, los religiosos y religiosas la edificación interna de la Iglesia. Todo el Cuerpo místico es definido por el Concilio como “Sacramento universal de salvación”; por consiguiente, toda la Iglesia tiene la misión de salvar y transformar el mundo, en Cristo, por la fuerza del Evangelio. Pero cada uno llevando a cabo la función propia a la que ha sido llamado por Dios: “Como lo propio del estado laical es vivir en medio del mundo y de los negocios temporales. Dios llama a los seglares a que, con el fervor del espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento” (Apostolicam Actuositatem, 2).

A ese mundo habéis de llevar, queridos laicos, hombres y mujeres, la presencia salvífica de Cristo, el enviado del Padre. En él habéis de ser testigos de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y signos del Dios verdadero (cf. Lumen gentium, 38). Habéis de ser “heraldos y apóstoles” (cf. 1Tm 2, 7) del Evangelio para el mundo de hoy. No tengáis miedo. El Señor ha querido que vuestra vida se despliegue en medio de las realidades temporales, para que renovéis –con la libertad de los hijos de Dios– esa sociedad de la que formáis parte.

Como Pastor de la Iglesia universal, hoy, en esta ciudad de Rosario, quiero pediros a todos vosotros, los laicos cristianos argentinos, que asumáis decididamente vuestro apostolado específico e irreemplazable: en vuestra vida profesional, familiar y social, en las parroquias, a través de vuestras asociaciones, en particular en la Acción Católica.

A ello os invitan además, de manera apremiante, las necesidades de los tiempos recios que vivimos y os impulsa la acción fecunda e incesante del Espíritu Santo. En efecto, tenéis ante vosotros evidentes muestras de difusión del secularismo que pretende invadirlo todo; a la vez, estáis percibiendo con señales muy claras la creciente hambre de Dios, que siente en sus entrañas el hombre moderno, sobre todo la generación más joven. Desafortunadamente nos siguen azotando los vientos de la violencia, del terrorismo, de la guerra; pero, gracias a Dios, se va reforzando más y más el ansia universal de paz, como lo ha demostrado el encuentro de oración en Asís, hace pocos meses. En medio de esas realidades contrastantes, yo os pido con amor y confianza que sigáis siendo fieles a vuestra misión de apóstoles y testigos, partícipes en la única misión evangelizadora de la Iglesia.

7. Entre los cometidos propios del apostolado de los seglares, quiero ahora subrayar algunos que, en general, resultan más apremiantes en la sociedad argentina del presente.

Pienso, en primer lugar, en la necesidad de que los cónyuges cristianos vivan plenamente su matrimonio como una participación de la unión fecunda e indisoluble entre Cristo y la Iglesia; sintiéndose responsables de la educación integra, ante todo religiosa v moral, de sus hijos, para que ellos sepan discernir rectamente todo lo noble y bueno que hay en la creación, máxime dentro de sí mismos, distinguiéndolo del consumismo hedonista y del materialismo ateo.

Veo también el reto que para el laico cristiano supone el campo de la justicia y de las instituciones ordenadas al bien común. Es en éste donde con frecuencia se toman las decisiones más delicadas, aquellas que afectan a los problemas de la vida, de la sociedad, de la economía, y. por tanto, de la dignidad y de los derechos del hombre y de la convivencia pacifica en la sociedad. Guiados por las enseñanzas luminosas de la Iglesia, y sin necesidad de seguir una fórmula política unívoca, habéis de esforzaros denodadamente en buscar una solución digna y justa a las diversas situaciones que se plantean en la vida civil de vuestra nación.

Pienso, finalmente, en el campo de la educación y de la cultura. El laico católico, dedicándose seriamente a su tarea de intelectual, de científico, de educador, ha de promover y difundir con todas sus fuerzas una cultura de la verdad y del bien, que pueda contribuir a una colaboración fecunda entre la ciencia y la fe.

8. “¡Vosotros sois la sal de la tierra! Vosotros sois la luz del mundo!”.

Estas palabras de Cristo quieren señalar con trazos bien precisos la impronta más adecuada de la vocación cristiana en toda época, y dan bien a entender que ningún cristiano puede eximirse de la responsabilidad evangelizadora, y que cada uno ha de ser consciente del compromiso personal con Cristo contraído en el bautismo y en la confirmación.

Queridos hermanos y hermanas: Para no perder el “sabor” de la sal salvífica, tenéis que estar profundamente impregnados de la verdad del Evangelio de Cristo y reforzados interiormente con la potencia de su gracia.

La sal, a la que se refiere la metáfora evangélica, sirve también para preservar de la corrupción los alimentos. De esta manera, vosotros, laicos cristianos, os libraréis de la descomposición corruptora de los influjos mundanos, contrarios al Evangelio y a la vida en Cristo; de lo que descompone las energías salvíficas de una vida cristiana plenamente asumida. No podéis “haceros semejantes a este mundo” bajo el influjo del secularismo, esto es, de un modo de vida en el que se deja de lado la ordenación del mundo a Dios. Eso no significa odiar o despreciar el mundo, sino al contrario, amar verdaderamente a este mundo, al hombre, a todos los hombres. ¡El amor se demuestra en el hecho de difundir el verdadero bien, con el fin de transformar el mundo según el espíritu salvífico del Evangelio y preparar su plena realización en el reino futuro!

No sois llamados para vivir en la segregación, en el aislamiento. Sois padres y madres de familia, trabajadores, intelectuales, profesionales o estudiantes como todos. La llamada de Dios no mira al apartamiento, sino a que seáis luz y sal allí mismo donde os encontráis. Cristo quiere que seáis “luz del mundo”; y. por tanto, estáis colocados como “una ciudad situada en la cima de una montaña”, ya que “no se enciende una lámpara para esconderla, sino que se la pone en el candelero para que ilumine...” (Mt 5, 14-15).

Vuestra tarea es la “renovación de la realidad humana” –renovación múltiple y variada– en el espíritu del Evangelio y en la perspectiva del reino de Dios, procurando también que todas las realidades de la tierra se configuren de acuerdo con el valor propio, que Dios les ha dado (cf.Apostolicam Actuositatem, 7). Es éste el amplio horizonte al que debe llegar toda la obra de la redención de Cristo (cf. Ibíd., 5); y vosotros, los laicos, os insertáis operativamente en ella ofreciendo a Dios vuestro trabajo diario (cf. Gaudium et spes, 67).

Para iluminar a todos los hombres, habéis de ser testigos de la Verdad y para ello adquirir una honda formación religiosa, que os lleve a conocer cada vez mejor la doctrina de Cristo transmitida por la Iglesia.

Tened siempre presente que vuestro testimonio sería ineficaz –la sal perdería su sabor– si los demás no vieran en vosotros las obras propias de un cristiano. Porque es sobre todo vuestra conducta diaria la que debe iluminar a los demás. Os lo dice Cristo mismo: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en vosotros, a fin de que ellos vean las buenas obras que vosotros hacéis y glorifiquen al Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16). El Concilio Vaticano II se inspiró en este texto evangélico al describir la eficacia sobrenatural del apostolado de los laicos (cf.Apostolicam Actuositatem, 6).

9. Todos nosotros estamos dispuestos ahora a perseverar en la enseñanza de los Apóstoles, en la fracción del pan y en la oración. De esta manera, vamos a poner sobre el altar, aquí en tierra argentina, todo lo que forma parte de vuestra vocación humana y cristiana: “¡Venid, cantemos con júbilo al Señor, aclamemos a la Roca que nos salva!” (Sal 95 [94], 6).

Se repite una vez más el misterio eucarístico del Cenáculo. Cristo, que en la víspera de su pasión realizó la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de su sacrificio redentor,

– acepte de vuestras manos, en este pan y vino, todas las inquietudes y aspiraciones que acompañan a diario vuestra vocación cristiana y la misión del Pueblo de Dios en tierra argentina;

– siga imprimiendo en todo vuestro apostolado el sello de la Divina Eucaristía, mediante la cual entramos con El en el eterno reino de la verdad y de la justicia, del amor y de la paz, como pueblo unido con la misma unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Nos ayude siempre la protección maternal de María Santísima, Virgen del Rosario, la primera seguidora de Jesús, modelo perfecto de los laicos que viven, en lo cotidiano de la historia, su vocación de santidad y su misión de apóstoles y testigos del Señor Resucitado. Así sea."

Discurso del Papa San Juan Pablo II a los Empresarios Argentinos
Buenos Aires, Sábado 11 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Queridos empresarios argentinos:
1. En el curso de mi visita pastoral a vuestro país, me alegro de poder encontrarme hoy con vosotros, representantes del mundo de la empresa, de las finanzas, de la economía, de la industria y del comercio. Sé que estoy ante un conjunto de personas especialmente cualificadas, de cuya importante actividad depende una parte considerable de la vida económica y. consiguientemente, del bienestar de muchas familias.

Durante estos días en que he ido recorriendo el dilatado territorio de vuestra patria, he podido comprobar lo mucho que Dios ha favorecido al pueblo argentino. Por eso deseo señalaros, ante todo, vuestro primordial deber como personas de las que depende una buena parte de los abundantes recursos de este país: vuestro agradecimiento hacia Dios por los dones que ha puesto en vuestras manos.

Es justo que deis gracias a Dios por la fertilidad de vuestros campos, por la abundancia de vuestros ganados y de tantas otras riquezas naturales, o fruto de las manos del hombre y. sobre todo, por el espíritu emprendedor y la capacidad de trabajo con que El os ha dotado, para que, junto a tantos hombres y mujeres que contribuyen a sacar adelante vuestras empresas y proyectos, sirváis al bien común en el vasto y complejo campo de la producción de bienes y servicios. Si no vivieseis esta primera obligación de justicia con el Padre común, Dios, tampoco seríais justos con vuestros hermanos los hombres, ni podríais llevar a cabo con espíritu humano y cristiano, las grandes tareas en que diariamente estáis empeñados.

No se me oculta que, junto a esa abundancia de recursos, en los últimos años os habéis visto afectados por dificultades económicas y financieras, a veces críticas. Pienso, en particular, en los graves problemas del mercado exterior para vuestros productos agropecuarios, así como en las repercusiones de esa situación para vuestra economía. Habéis experimentado hasta qué punto el progreso de las naciones depende en gran parte del orden internacional, lo cual hace necesario encontrar soluciones de verdadera solidaridad y cooperación entre los distintos pueblos, basándose en la conciencia de la universal fraternidad de los hombres.

En los momentos de dificultad, se pone a prueba vuestro espíritu empresarial. Se precisan mayor esfuerzo y creatividad, más sacrificio y tenacidad, para no cejar en la búsqueda de vías de superación de esas situaciones, poniendo todos los medios legítimos a vuestro alcance, y movilizando todas las instancias oportunas. Como vuestra actividad tiene siempre una profunda dimensión de servicio a los individuos y a la sociedad –y, de modo especial, a los trabajadores de vuestras empresas y a sus familias–, comprenderéis que os anime a ser especialmente magnánimos en esas difíciles circunstancias. En efecto, la supervivencia y el crecimiento de vuestros negocios o inversiones interesa a la entera comunidad laboral que es la empresa, y a toda la sociedad. Por eso, los tiempos de crisis suponen un desafío no sólo económico, sino sobre todo ético, que todos han de afrontar, superando egoísmos de personas, grupos o naciones.

2. Sabéis bien que la misión de la Iglesia y del Papa no es dar soluciones técnicas a los problemas socio-económicos. Pero sí forma parte de su misión iluminar las conciencias de los hombres, para que sus actividades sean realmente humanas, para oponerse a cualquier degradación de la persona, para evitar que el hombre sea considerado o se considere a sí mismo solamente como un instrumento de producción. Entiendo que este mensaje es particularmente actual en vuestras circunstancias. Se dirige, en efecto, a robustecer ese temple humano que, como decía, hoy se pone a prueba entre vosotros; y también para aquilatar el “capital humano”, que es la más importante fuente de riqueza con que cuenta un país.

Dentro de este mismo contexto, dirigiéndome en una ocasión a hombres y mujeres dedicados a los negocios, a la empresa, a la banca, al comercio, les hacía notar que “el grado de bienestar del que goza hoy la sociedad, sería imposible sin la figura dinámica del empresario, cuya función consiste en organizar el trabajo humano y los medios de producción para dar origen a los bienes y servicios” (Discurso a los empresarios milaneses, 22 de mayo de 1983). Efectivamente, vuestro cometido es de primer orden para la sociedad.

Esa realidad se basa en que habéis recibido la “herencia” de un doble patrimonio, esto es, los recursos naturales del país y los frutos del trabajo de quienes os han precedido (Laborem exercens, 13). Independientemente de sus actuales titulares, se trata de un patrimonio de todos los argentinos, que nadie puede dilapidar ni desaprovechar. Esos recursos han de administrarse no sólo con competencia técnica y capacidad de iniciativa, sino sobre todo con una conciencia cristiana bien formada, en todas las exigencias de justicia y caridad inherentes a vuestra misión.

La tarea del empresario puede muy bien ser comparada con la de aquel administrador del que nos habla el Evangelio, a quien su señor exige cuentas de su trabajo. También a vosotros se dirigen estas palabras: “Dame cuenta de tu administración” (Lc 16, 2). Y junto con el Señor, os interpelan los hombres, vuestros hermanos, que también están llamados a participar del patrimonio que Dios ha puesto, sobre todo, en vuestras manos. Sentid, pues, la gran responsabilidad moral que os corresponde. Pensad que todos esos bienes son el puesto de trabajo de tantos hombres y mujeres, son el futuro de muchas familias, son los talentos que habéis de hacer rendir en bien de la comunidad.

3. Los recursos de capital, los bienes que constituyen el patrimonio de un país –sea quien sea su titular– y de los cuales viven sus gentes, “no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer, porque el único título legítimo para su posesión... es que sirvan al trabajo; de manera que, sirviendo al trabajo, hagan posible la realización del primer principio de aquel orden, que es el destino universal de los bienes y el derecho a su uso común” (Laborem exercens, 14. En este sentido, debéis contribuir a que se multipliquen las inversiones productivas y los puestos de trabajo, a que se promuevan formas adecuadas de participación de los trabajadores en la gestión y en las utilidades de la empresa, y a que se abran cauces que permitan un mayor acceso de todos a la propiedad, como base de una sociedad justa y solidaria.

Tenéis en vuestras manos una heredad que ha de fructificar en bien de todos, y con la colaboración de todos. Necesitáis mucha audacia – que es también consecuencia de la verdadera prudencia cristiana – para entregar a las próximas generaciones, mejorado y multiplicado, el patrimonio que habéis recibido ¡Tened el sano orgullo de legar un futuro mejor a vuestros hijos, a los hijos de todos los argentinos! Un futuro que comprenda también el ejemplo de vuestra sacrificada dedicación al trabajo.

Para hacer frente a esa responsabilidad, tenéis a vuestra disposición un elemento poderoso: la empresa. En ella, los empresarios, dirigentes, empleados y obreros, cooperan en una obra común. No son enemigos, sino hermanos. Como ha expresado el Concilio Vaticano II: “En las empresas económicas son personas las que se asocian; es decir hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello, teniendo en cuenta las funciones de cada uno, propietarios, administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria en la dirección, se ha de promover la activa participación de todos en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con acierto” (Gaudium et spes, 68).

Así entendidas, las empresas son expresiones legítimas de la libertad. Corresponden a la vocación emprendedora del hombre, a su iniciativa creadora, a las necesidades de la comunidad, y a las posibilidades que brindan las riquezas de la creación confiadas al ser humano.

A esa comprensión solidaria de la comunidad empresarial se suma ciertamente la función subsidiaria del Estado, que siempre debe ver en ellas una leal y necesaria cooperación en orden al bien común.

4. Encuentro con los empresarios y obreros de España, en Barcelona, les decía que «la empresa está llamada a realizar, bajo vuestro impulso, una función social –que es profundamente ética–: la de contribuir al perfeccionamiento del hombre, sin ninguna discriminación; creando las condiciones que hacen posible un trabajo en el que, a la vez que se desarrollan las capacidades personales, se consiga una producción eficaz y razonable de bienes y servicios, y se haga al obrero consciente de trabajar realmente “en algo propio”» (Encuentro con los trabajadores y empresarios, n. 9, 7 de noviembre de 1982) .

De este modo, la empresa no sólo acrecienta la riqueza material y es la gran promotora del desarrollo socio-económico, sino que también es causa de progreso personal que permite crear condiciones de vida más humanas. Su actividad se inserta en el marco del bien común, que abarca, “el conjunto de aquellas condiciones de vida social, con las cuales, los hombres, las familias y las asociaciones, pueden alcanzar con mayor plenitud y facilidad su propia perfección” (Gaudium et spes, 74).

En síntesis, la ley fundamental de toda actividad económica es el servicio del hombre, de todos los hombres y de todo el hombre, en su plena integridad, material, intelectual, moral, espiritual y religiosa. Por consiguiente, las ganancias no tienen como único objetivo el incremento del capital, sino que han de destinarse también, con sentido social, a la mejora del salario, a los servicios sociales, a la capacitación técnica, a la investigación y a la promoción cultural, por el sendero de la justicia distributiva.

Una empresa respetuosa de estas finalidades sociales exige, evidentemente, un modelo de empresario profundamente humano, consciente de sus deberes, honesto, competente e imbuido de un hondo sentido social que lo haga capaz de rechazar la inclinación hacia el egoísmo, para preferir más la riqueza del amor que el amor a la riqueza. Se puede decir que hay una cierta semejanza bíblica entre el empresario y el Pastor. Es una analogía.

5. Queridos empresarios: Ya hemos hablado del contexto sumamente complejo y delicado en que se desarrolla vuestra actividad profesional. Asimismo, conozco las múltiples dificultades de diversa índole que obstaculizan vuestra labor: problemas coyunturales, relaciones a veces no fáciles con los colaboradores y obreros, la incomprensión y las acusaciones de las que a veces sois el blanco preferido, las preocupaciones económicas...

Insisto en que soy consciente de la existencia de estos problemas, que objetivamente son muchas veces graves. Pero permitidme que os recuerde que la gran preocupación, el gran negocio que habéis de hacer en vuestra vida empresarial, es la conquista del cielo, la vida eterna. Os lo dice el Señor: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?”. (Lc 9, 25) No podía faltar esta referencia. No podía faltar por lo menos cuando habla un Obispo, un Papa, un Pastor, un responsable de la economía superior, de una economía divina.

No olvidéis nunca que lo realmente peligroso son las tentaciones que pueden acechar vuestra conciencia y vuestra actividad: la sed insaciable de lucro, la ganancia fácil e inmoral; el despilfarro; la tentación del poder y del placer; las ambiciones desmedidas; el egoísmo desenfrenado; la falta de honestidad en los negocios y las injusticias hacia vuestros obreros.

Guardaos cuidadosamente de todas estas insidias. ¡No dobleguéis nunca vuestra rodilla ante el becerro de oro! Y no abandonéis jamás el estrecho sendero de la honradez empresarial, el único que puede ofreceros, junto a un merecido bienestar, paz y serenidad a vosotros y a vuestras familias.

Vosotros, hombres de negocios, en su mayoría cristianos, debéis ser los artífices de una sociedad más justa, pacífica y fraterna. Sed hombres y mujeres de ideas dinámicas, de iniciativas geniales, de sacrificios generosos, de firme y segura esperanza. Recordad que con la fuerza del amor cristiano conseguiréis importantes objetivos. Os estimule a ello el ejemplo de los pioneros, que sin más instrumentos que la tenacidad de su voluntad y la fe en Dios, iniciaron lo que hoy son muchas de vuestras grandes empresas; y que trabajando solos, hasta con sus propias manos, y prácticamente sin conocimientos técnicos, sentaron los fundamentos del posterior desarrollo económico del país.

Sed solidarios entre vosotros y sedlo también con los demás sectores de la comunidad, que comparten vuestros problemas, vuestros sacrificios y vuestras esperanzas; y sedlo en bien de vuestra querida patria.

Y si hubiera alguien que ha perdido toda esperanza en la edificación de esa sociedad más justa que todos anhelamos, digámosle con fuerza y amor, que existe, sí, el sistema para la solución de los no fáciles problemas que afectan al hombre: es el reencuentro con Dios, el Creador que sigue trabajando con su Providencia en la gran empresa del mundo, a la que ha querido asociaros también a vosotros, como sus colaboradores.

Así, por duras que sean las dificultades, por estériles que parecieran vuestros esfuerzos, seguid siempre adelante, aceptando el desafío de los tiempos; y más allá de la confianza puesta en vuestra capacidad y en vuestras fuerzas, recordad la consigna del Señor: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33).

6. Si, aun en medio de las dificultades, os sabéis empeñar magnánimamente por el bien de todos mediante el ejercicio de vuestra profesión, si amáis con obras a Dios y a vuestros hermanos en la gestión de vuestras empresas, experimentaréis ciertamente el amor de Dios hacia vosotros, que –como escribe San Pablo– “ proveerá y multiplicará vuestra sementera y aumentará los frutos de vuestra justicia” (2Co 9, 10). Dios acoge el empeño humano y lo recompensa con nuevas bendiciones, con frutos que se harán visibles no sólo en el cielo, sino también en esta tierra vuestra.

Por eso, para terminar, quisiera traer a vuestra consideración otras palabras de San Pablo, en su primera Carta a los cristianos de Corinto, puerto importante en el comercio de su tiempo: “Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento” (1Co 3, 7). Ante el panorama de vuestras extensas y fértiles tierras, es fácil con la ayuda del texto paulino levantar el corazón a Dios en acción de gracias, comprendiendo que es El quien da el crecimiento. Las palabras del Apóstol hacen entender también que el verdadero progreso de esta gran patria argentina no podréis encontrarlo prescindiendo de Dios. Únicamente Él puede dar a vuestro trabajo y a vuestras iniciativas su verdadera dimensión; aquella que da lugar al crecimiento auténtico, expresable no sólo en términos económicos, sino sobre todo en frutos de paz, concordia y solidaridad humana y cristiana.

El Papa, junto con vuestros obispos y sacerdotes, elevando a Dios la acción de gracias de todos los hombres de la empresa, de las finanzas, de la industria y del comercio, y de toda esta gran nación, piden a Dios esa nueva etapa de justicia, de solidaridad, de honradez y de magnanimidad.

Que la Virgen de Luján haga realidad estos deseos que ponemos en sus manos, para que los argentinos y argentinas sepáis llevar adelante vuestra tarea ante Dios y ante los hombres."

Discurso de Juan Pablo II a la Comunidad Musulmana de Argentina
Sede de la Nunciatura Apostólica, Buenos Aires, sábado 11 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Estimados representantes de la Comunidad musulmana en la Argentina:

Os agradezco vivamente la amabilidad que habéis tenido al venir a este encuentro con el Papa, durante su visita apostólica a la Argentina. Si bien dicha visita está dirigida, ante todo, a los católicos, hijos de la Iglesia, se abre también a todos los hombres religiosos que habitan este suelo y en particular a los miembros de las grandes religiones del mundo, como el Islam.

Al veros, mi recuerdo vuelve a dos grandes ocasiones, en las cuales pude encontrarme con representantes del Islam. La primera fue hace unos meses en la ciudad de Asís, en ocasión de la Jornada mundial de Oración por la Paz. Varios dignos representantes de vuestra religión aceptaron con gran disponibilidad mi invitación a aquella memorable jornada dedicada a la oración por la Paz, acompañada del ayuno, silencio y peregrinación. Se pudo ver allí la riqueza de la espiritualidad islámica y su voluntad de impetrar el gran bien de la paz para todos los hombres y en todas las partes del mundo.

La segunda oportunidad, fue mi encuentro con varios miles de jóvenes musulmanes en Casablanca, en agosto de 1985, donde pude expresarles mi aprecio y manifestarles lo que de ellos se espera en el mundo presente, como jóvenes y como fieles del Islam.

Hoy, en la Argentina, desearía repetiros a vosotros: “ Los creyentes aquí presentes, ¿no serán capaces de reproducir en sus vidas y en sus ciudades los atributos que vuestras tradiciones religiosas les reconocen?... Estoy convencido de que entonces nacerá un mundo en el que los hombres y las mujeres de fe viva y eficaz cantarán la gloria de Dios e intentarán construir una sociedad humana de acuerdo con la voluntad de Dios ”.

Muchas gracias."

Consagración de Argentina a la Virgen de Luján
Avenida 9 de Julio, Buenos Aires, Domingo 12 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1.¡Dios te salve, María, llena de gracia,
Madre del Redentor!

Ante tu imagen de la Pura y Limpia Concepción,
Virgen de Luján, Patrona de Argentina,
me postro en este día aquí, en Buenos Aires,
con todos los hijos de esta patria querida,
cuyas miradas y cuyos corazones convergen hacia Ti;
con todos los jóvenes de Latinoamérica
que agradecen tus desvelos maternales,
prodigados sin cesar en la evangelización del continente
en su pasado, presente y futuro;
con todos los jóvenes del mundo,
congregados espiritualmente aquí,
por un compromiso de fe y de amor;
para ser testigos de Cristo tu Hijo
en el tercer milenio de la historia cristiana,
iluminados por tu ejemplo, joven Virgen de Nazaret,
que abriste las puertas de la historia al Redentor del hombre,
con tu fe en la Palabra, con tu cooperación maternal.

2. ¡Dichosa tú porque has creído!

En el día del triunfo de Jesús,
que hace su entrada en Jerusalén manso y humilde,
aclamado como Rey por los sencillos,
te aclamamos también a Ti,
que sobresales entre los humildes y pobres del Señor;
son éstos los que confían contigo en sus promesas,
y esperan de E1 la salvación.
Te invocamos como Virgen fiel y Madre amorosa,
Virgen del Calvario y de la Pascua,
modelo de la fe y de la caridad de la Iglesia,
unida siempre, como Tú,
en la cruz y en la gloria, a su Señor.

3. ¡Madre de Cristo y Madre de la Iglesia!

Te acogemos en nuestro corazón,
como herencia preciosa que Jesús nos confió desde la cruz.
Y en cuanto discípulos de tu Hijo,
nos confiamos sin reservas a tu solicitud
porque eres la Madre del Redentor y Madre de los redimidos.

Te encomiendo y te consagro, Virgen de Luján,
la patria argentina, pacificada y reconciliada,
las esperanzas y anhelos de este pueblo,
la Iglesia con sus Pastores y sus fieles,
las familias para que crezcan en santidad,
los jóvenes para que encuentren la plenitud de su vocación,
humana y cristiana,
en una sociedad que cultive sin desfallecimiento
los valores del espíritu.
Te encomiendo a todos los que sufren,
a los pobres, a los enfermos, a los marginados;
a los que la violencia separó para siempre de nuestra compañía,
pero permanecen presentes ante el Señor de la historia
y son hijos tuyos, Virgen de Luján, Madre de la Vida.
Haz que Argentina entera sea fiel al Evangelio,
y abra de par en par su corazón
a Cristo, el Redentor del hombre,
la Esperanza de la humanidad.

4. ¡Dios te salve, Virgen de la Esperanza!

Te encomiendo a todos los jóvenes del mundo,
esperanza de la Iglesia y de sus Pastores;
evangelizadores del tercer milenio,
testigos de la fe y del amor de Cristo
en nuestra sociedad y entre la juventud.
Haz que, con la ayuda de la gracia,
sean capaces de responder, como Tú,
a las promesas de Cristo,
con una entrega generosa y una colaboración fiel.
Haz que, como Tú, sepan interpretar los anhelos de la humanidad;
para que sean presencia saladora en nuestro mundo
Aquel que, por tu amor de Madre, es para siempre
el Emmanuel, el Dios con nosotros,
y por la victoria de su cruz y de su resurrección
está ya para siempre con nosotros,
hasta el final de los tiempos. Amén."

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II durante el Encuentro Ecumenico
Sede de la Nunciatura Apostólica, Buenos Aires, Domingo 12 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Muy queridos hermanos en Jesucristo:
1. En esta feliz circunstancia deseo presentaros mi más cordial saludo en el nombre del Señor: “Que la gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo” (Ga 1, 3). Sed bienvenidos en su nombre (cf. Sal 118 [117], 26).

Siento particular gratitud y aprecio hacia vosotros por vuestra presencia, porque veo en este encuentro una manifestación de la gracia del Señor “que obra eficazmente en nosotros, los que creemos” (cf 1Ts 2, 13), y nos permite compartir nuestra común aspiración de que sea Él todo en todos (cf. 1Co 15, 28).

Viene ahora a mi mente la promesa del Señor Jesús que nos transmite el Evangelista San Mateo: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 28). Por eso, es motivo de particular satisfacción estar aquí reunido con los representantes de las Iglesia y Comunidades eclesiales cristianas de Argentina, para expresar nuestra voluntad de comunión y nuestra acción de gracias a Dios por los muchos dones que de su bondad hemos recibido.

2. Nuestro encuentro, en verdad, representa el fruto y el término de un largo camino, no exento de dificultades, que, en este noble país y en el mundo entero, han recorrido la Iglesia católica y las Iglesias y Comunidades eclesiales que vosotros representáis. Un caminar que, por parte de la Iglesia católica, recibió decidido impulso con el Concilio Vaticano II y que, por vuestra parte, ha hallado un eco y una acogida que, con la gracia de Dios, ha hecho surgir vías e instrumentos de diálogo y de entendimiento que acortan distancias y allanan obstáculos.

En un sentido todavía más profundo, este encuentro de hoy en Buenos Aires, y el camino que a él ha conducido, suponen una conciencia creciente de aquello que nos une, más allá y por encima de las diferencias que nos separan: el bautismo común en el nombre de la augusta Trinidad, un gran amor a Jesucristo, único Mediador y Redentor, la veneración por las mismas Escrituras Sagradas, la actitud humilde y firme de servir a la gloria del Señor y al bien de cada hombre y mujer en este lugar y en estos tiempos, y la pasión por la unidad “para que el mundo crea” (Jn 17, 21).

3. Nuestro estar juntos es ciertamente término y fruto del camino recorrido, pero a la vez ha de ser germen y nuevo punto de partida en nuestra marcha hacia la unidad; es decir, en el camino que nos lleva hacia el Señor y. con su gracia, hacia el perfecto cumplimiento de su voluntad.

Por eso, todos los esfuerzos que se llevan a cabo –también en Argentina– en el campo del diálogo teológico, de la colaboración en tantas facetas de la vida eclesial, del testimonio común en lo que ya estamos unidos y. sobre todo, nuestra confiada plegaria al Señor, no tienen otro sentido y otra meta que ésta: llegar a ser uno; “Yo en ellos y tú en mí –dice Jesús al Padre en su oración sacerdotal– para que sean perfectamente uno” (Jn 17, 23).

Con ánimo grato a Dios, Padre amoroso que cuida de todos sus hijos, y dóciles a las inspiraciones del Espíritu, queremos hoy, en palabras de San Pablo, “dar al olvido lo que hemos dejado atrás” y. con renovada confianza, continuar nuestra marcha “corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios nos llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Flp 3, 13-14).

Al manifestar mi aprecio por todas aquellas iniciativas orientadas a reforzar los lazos que nos unen, elevo mi ferviente plegaria al Altísimo para que asista con su gracia a los responsables de las Iglesias y Comunidades cristianas en tierra argentina y que un día podamos llegar a la deseada unidad."

Discurso del Papa San Juan Pablo II a los Obispos de Argentina
Sede de la Conferencia Episcopal Argentina, Buenos Aires, Domingo 12 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Amadísimos hermanos en el Episcopado:
1. Este encuentro con vosotros ya casi en las últimas horas de mi permanencia en vuestro país, quiere ser, como decía en su saludo el señor cardenal Raúl Primatesta, un momento análogo a aquél que Jesús quiso compartir con sus Apóstoles cuando, después de la misión de los Doce a las aldeas de Israel, los invitó a un lugar retirado, cerca de Betsaida (cf. Lc 9, 10), para hacerles descansar y quedarse a solas con ellos. “Venid vosotros solos a un lugar apartado, y reposad un poco” (Mc 6, 31). Hoy es el mismo Jesús quien nos convoca y nos reúne; el mismo Jesús está en medio de nosotros, para guiarnos con su luz y su gracia.

En esta sede de la Conferencia Episcopal Argentina, que hace poco he bendecido, y dentro de mi visita pastoral, esta pausa sumamente grata nos permite compartir las muchas emociones que las diversas celebraciones en la fe y en el amor han suscitado en nuestro espíritu. Todos nos sentimos movidos a dar gracias a Dios de todo corazón por los muchos dones que ha otorgado a vuestras Iglesias particulares, como he podido ver a lo largo de estos días inolvidables.

Tal vitalidad es el resultado de una tarea evangelizadora larga y tenaz, comenzada hace casi cinco siglos en tierras argentinas. Quiero en esta ocasión rendir un homenaje de viva gratitud a cuantos, a lo largo de vuestra historia, han sido instrumentos generosos v fieles de la evangelización de la Argentina y de la misión salvífica de la Iglesia: en los tiempos de la colonización española, durante la epopeya de la independencia, en los años azarosos de la organización nacional y en su proyección hasta el presente.

Queridos hermanos: Quiero manifestaros mi gozo porque con fe, con generosidad y con espíritu de sacrificio habéis llevado adelante, junto con vuestros colaboradores, el trabajo de tantos Pastores que os han precedido en esta tierra bendita. Y quiero asimismo recordaros, en nombre del Señor, algo que está muy dentro de vuestro corazón sacerdotal: el presente y el futuro de la evangelización de Argentina está en vuestras manos.

Durante este encuentro de hoy vamos a reflexionar brevemente acerca de las condiciones fundamentales para llevar a cabo una amplia y profunda consolidación de la obra evangelizadora iniciada hace casi cinco siglos. Una evangelización que ha de ser “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”, como ya lo expresé a los obispos del Celam en Haití hace cuatro años. Serán mis consideraciones sucintas por necesidad, pero quieren subrayar ulteriormente algunas opciones pastorales de fondo. Se trata de programas e iniciativas cuyos resultados no suelen verse a corto plazo; son como el grano de trigo del Evangelio, que cae en la tierra y muere, produce mucho fruto, porque lleva en sí el germen de la vida de Dios.

2. Para afrontar adecuadamente las necesidades de hoy y las incertidumbres del futuro, la evangelización ha de apoyarse, como en su fundamento, en vuestra propia unidad de Pastores, modelo y causa visible de la comunión eclesial. Recordad la plegaria del Señor Jesús, que dirigió al Padre por los Apóstoles: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17, 21). Estas palabras contienen la voluntad divina de unidad, para los Apóstoles y para sus Sucesores, los obispos: unidad de pensamiento, de palabra, de sentimientos y de acción entre todos los obispos, miembros de un mismo Colegio, cuya Cabeza visible es el Papa.

He ahí el signo de la autenticidad de la misión de la Iglesia y de la misión de Cristo: “ Que sean uno... para que el mundo crea que tú me enviaste ”. Nada ayuda tanto a la obra de la evangelización como la unidad y el entendimiento entre los Pastores.

Esta unidad tienen como punto de referencia la unívoca adhesión a la verdad de la Revelación divina, a la Tradición doctrinal, moral y disciplinar de la Iglesia que siempre ofrece al mundo el auténtico mensaje de Cristo, perpetuamente nuevo y actual para todas las generaciones. Dicha unidad no es uniformidad; en efecto, no anula la legítima diversidad de acentos pastorales y de prioridades o iniciativas, en consonancia con las diversas necesidades y circunstancias de vuestras diócesis. Pero también es cierto que la unidad requiere siempre que las particularidades se integren en una armonía, que las supere sin anularlas. A este respecto, quiero recordaros una de las conclusiones del Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985, que corresponde a la sutil pero decisiva distinción entre pluriformidad y pluralismo: “Como la pluriformidad es una verdadera riqueza y aporta con ella una plenitud, es ella misma verdadera catolicidad; en cambio, el pluralismo, fundado sobre la yuxtaposición de posiciones opuestas, conduce a la disolución, a la destrucción, a la pérdida de la propia identidad” (Sínodo Extraordinario de los Obispos, 1985, Relatio finalis, II, C, 2).

No se me oculta qué difícil es hoy el ejercicio de vuestra misión de Pastores buenos y fieles, en medio de una sociedad atravesada sí por corrientes de secularización, pero a la vez atenta a la voz de los Pastores de la Iglesia, como he podido comprobar yo mismo a lo largo de este viaje pastoral. El Señor que os asiste y acompaña con su Espíritu no dejará de iluminaros y daros vigor y fuerza en todo momento, junto con aquella prudencia sobrenatural, que es don suyo.

Pero a esto deberéis responder con entereza de ánimo y serenidad de espíritu, unidas a aquella gran humildad que manifestaba el Apóstol Pedro cuando el Señor lo interrogaba acerca de su amor hacia Él, para enviarlo a apacentar sus corderos y ovejas: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo” (Jn 21, 17).

Siempre conscientes de vuestra función de padres y Pastores, en nombre de Jesús, para la Iglesia toda en Argentina, permaneced atentos a lo que la misma sociedad –aun secularizada, aun en apariencia indiferente– espera de vosotros, como testigos de Cristo, como custodios de valores absolutos, como herederos de una gloriosa tradición espiritual, cultural y cívica de vuestra patria.

3. Mas, en vuestra tarea evangelizadora no estáis solos: contáis con la generosa ayuda de los presbíteros, a quienes la Constitución Lumen Gentium llama “próvidos cooperadores del orden episcopal” (Lumen Gentium, 28; Christus Dominus, 15.

Si bien vuestro país, como las demás naciones hermanas de América Latina, ha sufrido crónicamente la escasez de sacerdotes, podemos hoy dar gracias a Dios porque, en los últimos años, las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa han aumentado de manera alentadora, en casi todas las diócesis. Sí, debemos dar gracias al Padre, de quien desciende “toda dádiva buena, todo don perfecto” (cf. St 1, 17) y a Cristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia, que continúa distribuyendo sus dones “para la instrucción de los santos en orden a su ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12); y al Espíritu Santo, fuente increada de los dones espirituales (cf. 1Co 12, 4).

Nos llena de gozo la perspectiva de una renovada acción evangelizadora, emprendida por las nuevas generaciones sacerdotales, llamadas a continuar el abnegado esfuerzo de tantos presbíteros que gastaron su vida al servicio del Pueblo de Dios.

Pero este regalo del cielo implica también una grave responsabilidad. Si Dios ha bendecido con vocaciones sacerdotales a la Argentina, no se debe escatimar medios para procurar que los futuros presbíteros adquieran el bagaje de conocimientos y de virtudes que los habiliten aún mejor para el ejercicio de su ministerio. Esta grave responsabilidad reclama, por tanto, como vosotros mismos lo habéis asumido en las «Normas para la formación sacerdotal en los seminarios de la República Argentina», seriedad y coherencia en la formación impartida en los seminarios de acuerdo con las orientaciones de la Sede Apostólica.

Ante todo, es necesaria una sólida formación en los caminos de la vida espiritual, que haga del futuro sacerdote un hombre de Dios, enraizado en el Espíritu de Cristo por el vigor sobrenatural de su fe y de su caridad, alimentada con la meditación de la Palabra divina y con el culto litúrgico, principalmente mediante el trato y la unión interior con Jesucristo presente en la Sagrada Eucaristía. Esta vida interior ha de ser el fundamento de aquella entrega que identifique al sacerdote con el Señor crucificado, fuente única y segura del gozo de la resurrección, ya incoado en esta vida.

Junto a la formación espiritual, y en vital conexión con ella, hay que proveer a una formación doctrinal –filosófica y teológica– amplia y segura, como corresponde a quienes han de colaborar en vuestra misión como maestros de la fe en medio del pueblo cristiano. El sacerdote ha de hacer de los principios de la fe alimento vital de su inteligencia, en recíproco intercambio, según el dicho anselmiano: “Credo ut intelligam, sed etiam intelligo ut credam”; y ha de arraigarse cada vez más en el “sentir con la Iglesia”. Por consiguiente, en los años de seminario, los candidatos habrán de adquirir aquellos hábitos de estudio y de reflexión que les permitan luego actualizar su saber teológico y proyectarlo con fidelidad en su actividad ministerial y en la solución de los problemas, a veces arduos y conflictivos, que suscitan las nuevas situaciones e interrogantes de nuestra época.

Al mismo tiempo, y como perspectiva ineludible de toda preparación sacerdotal, hace falta una honda formación pastoral, esto es, la plasmación de una verdadera personalidad de Pastor, ungida por la caridad de Cristo, que dispone al sacerdote a no eludir nunca los sacrificios personales en bien de los cristianos que Dios le ha confiado. Se necesita en los Pastores una personalidad modelada por la vida de piedad, por la ascesis cristiana y por el ejercicio constante de las virtudes sobrenaturales, labradas sobre el fundamento de una humanidad que distinga al sacerdote católico por su sinceridad, rectitud y educación (cf Optatam totius, 11). El sacerdote-pastor será así presencia transparente de Jesús, Buen Pastor, plenamente disponible para el servicio incansable de sus hermanos.

Este alentador florecimiento de vocaciones requiere, indudablemente, claros criterios de selección en la pastoral vocacional. No es el número lo que se ha de buscar principalmente, sino la idoneidad de los candidatos. Necesitamos muchos sacerdotes, pero que sean aptos, dignos, bien formados, santos. Recordad lo que establece el Concilio Vaticano II en el Decreto sobre la formación sacerdotal: “A lo largo de toda la selección y prueba de los alumnos, procédase siempre con la necesaria firmeza, aunque haya que deplorar penuria de sacerdotes, ya que si se promueven los dignos, Dios no permitirá que su Iglesia carezca de ministros” (Ibíd., 6).

4. Un tercer punto sobre el que deseo reflexionar junto con vosotros, es la misión evangelizadora que la Iglesia, “organizada sobre la base de una admirable variedad ” (Lumen Gentium, 32), promueve por medio de sus miembros laicos. Mi venerable predecesor el Papa Pablo VI la llamaba “una forma singular de evangelización” (Evangelii Nuntiandi, 70).

La función de los laicos es, precisamente, “poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas, en las cosas de este mundo”, para que las realidades temporales se pongan “al servicio de la edificación del reino de Dios y. por consiguiente, de la salvación en Cristo Jesús” (Evangelii Nuntiandi, 70).

Esta misión del laicado católico, que será objeto de las sesiones de la próxima Asamblea del Sínodo de los Obispos, adquiere una importancia capital en el momento que vive vuestro país. La permanente vigencia y el más hondo arraigo de los valores cristianos en la sociedad argentina, así como la siempre necesaria presencia orientadora de la Iglesia, requieren el empeño eficaz de un laicado maduro en su fe, preparado intelectual y apostólicamente para hacer frente a los desafíos de hoy, de tal manera que pueda “instaurar el orden temporal y actuar directa y concretamente en dicho orden, dirigido por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movido por la caridad cristiana” (Apostolicam Actuositatem, 7).

Entre vuestras orientaciones pastorales de los últimos años, veo complacido que habéis dedicado particular atención al “Plan matrimonio y familia” y a la llamada “Prioridad juventud”. Se trata, pues, de continuar ese trabajo, orientando los esfuerzos de un modo especial hacia la formación completa de los laicos, para que después, ellos –con libertad y responsabilidad personales– hagan presente a la Iglesia en “el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la evangelización” (Evangelii Nuntiandi, 70).

La formación de los laicos tiene que basarse en una intensa vida cristiana, que sea respuesta a la vocación universal a la santidad que el Señor ha dirigido a todos los bautizados (cf. Lumen Gentium, cap. 5; Sínodo Extraordinario de los Obispos, 1985, Relatio finalis, II, A, 4). En este sentido, el Decreto conciliar Apostolicam Actuositatem presenta un bello resumen de la espiritualidad seglar en orden al apostolado, verdadero programa de santificación para los laicos (cf. Apostolicam Actuositatem, 4).

Pero es igualmente imprescindible la formación doctrinal, ya sea en el seno de las familias, en las escuelas, en las parroquias, en las asociaciones y movimientos apostólicos o en los institutos especialmente destinados a impartir esta formación. No podemos olvidar que el Concilio Vaticano II proponía para los seglares “una sólida preparación doctrinal, y también teológica, moral, filosófica, según la diversidad de edad, condición y talento” (Apostolicam Actuositatem, 29).

Sobre todo, quiero subrayar que esta formación doctrinal debe estar apoyada en una inquebrantable fidelidad a la verdad católica en su totalidad, y en una firme adhesión al Magisterio de la Iglesia. Esta fidelidad es más necesaria que nunca en un tiempo como el nuestro en el que no faltan ideologías y estilos de vida que obstaculizan y se oponen a los principios que inspiran las raíces cristianas de la sociedad argentina. La misma complejidad de los problemas éticos que se plantean al cristiano en la sociedad contemporánea, a causa de los cambios culturales y de los avances científicos, reclaman un renovado espíritu de fidelidad a la verdad en la reflexión y en la acción de los laicos.

5. Amadísimos hermanos: Habría muchos otros temas que tratar, pero el tiempo no me permite abordarlos en esta ocasión. Basten estas reflexiones, que desearía prolongar con vosotros, para mostrar el interés y el afecto con que sigo vuestra meritoria obra pastoral. Os ofrezco estas consideraciones como una invitación a continuar, con ánimo ardiente y corazón siempre dispuesto, el trabajo que os espera. Sé de vuestro constante esfuerzo y preocupación en los momentos difíciles en que la violencia quebró profundamente, en el dolor y la muerte, la paz, la convivencia y la prosperidad de vuestra patria. Sé de severos documentos condenando esa violencia e invitando a la reconciliación. Sé de vuestras abnegadas gestiones que salvaron vidas, dando así testimonio de las exigencias del Evangelio, silenciados u olvidados: Dios conoce vuestra fidelidad. Sé, y lo sabéis vosotros también, que para un Pastor esa exigencia de fidelidad a Dios y servicio a los hombres desde el Evangelio, permanece siempre porque Jesús, el Buen Pastor, amó hasta la muerte.

En vuestro ministerio episcopal acordaos siempre de que os asiste la gracia del Espíritu. Iluminados y fortalecidos por ella, sabed avizorar los signos de los tiempos, señalar a vuestros fieles el rumbo a seguir, guiados con paso seguro en la marcha hacia la casa del Padre.

Vivid, además, intensa y profundamente, vuestra unión con Cristo presente en la Eucaristía, para derramar abundantemente su gracia sobre las almas confiadas a vuestro cuidado pastoral, de modo que ese don sea en ellas fuente de vida eterna (cf. Jn 4, 14).

Tal ha sido mi ardiente deseo durante las celebraciones de fe y amor que, junto con tantos amados hijos de la Argentina, he vivido en esta visita pastoral que ya llega a su fin. A lo largo y ancho de vuestra inmensa y variada geografía, he podido apreciar la religiosidad y fervor del pueblo fiel. Ruego a Dios, nuestro Padre, que el mensaje del Evangelio cale hondo en el alma de cada persona y que se traduzca en frutos abundantes de vida cristiana, a nivel individual, familiar y social.

6. Para concluir, quisiera evocar aquella escena del capítulo del Evangelio de San Juan, en la que se relata la segunda pesca milagrosa, como “signo” de Jesús resucitado.

Estaban varios de los Apóstoles junto a Simón Pedro y éste les dijo: “Voy a pescar”. Ellos le respondieron: “Vamos también nosotros contigo”. Y la presencia de Cristo, todavía velada a sus ojos, llenó las redes de ciento cincuenta y tres peces grandes. Esa pesca es signo, también, de la misión universal de la Iglesia hasta el fin de los tiempos; del incesante navegar mar adentro”(cf Lc 5, 4) de los obispos, unidos al Sucesor de Pedro. Signo que la gracia del Señor, invisiblemente presente, renueva hoy entre nosotros como en aquel amanecer junto al lago, impulsándonos con nuevo fervor en nuestra misión de “pescadores de hombres” (cf. Mt 4, 19; Mc 1, 17).

Vamos a continuar la pesca; ¡mar adentro, pues, en el nombre del Señor! Y que la Virgen Santísima de Luján nos acompañe."

Discurso de Juan Pablo II a los Representantes del Mundo de la Cultura Argentina
Teatro Colón, Buenos Aires, Domingo 12 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. Al iniciar este encuentro, para mi tan lleno de significado, quiero saludar a todos los representantes del mundo de la cultura argentina, reunidos aquí, en este marco sugestivo del Teatro Colón, escenario y testigo de tantas manifestaciones culturales. He esperado este momento con particular interés. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha vivido en alianza con las letras, las artes y las ciencias; y esta ininterrumpida asociación, que se ha manifestado recíprocamente fecunda, está llamada a seguir siendo fuente de creatividad y vitalidad intelectual en el futuro. Es una necesidad apremiante, ya que la decadencia humana y el progresivo agotamiento cultural que se notan también en nuestra época, coinciden en gran parte con la contemporánea degradación de algunos sistemas filosóficos que pretenden hacer del hombre un rival de Dios, orientan al individuo y a la sociedad por caminos que alejan de Aquel que es la causa de su existencia y el término final de todo afán verdaderamente humano.

Miro a los hombres de cultura argentinos con particular esperanza. Vuestro país se precia justamente de un rico patrimonio cultural, que puede enorgullecerse de tener tras de sí una amplia y variada tradición en las artes figurativas, en la música, en la literatura, y una no menor pujanza en las investigaciones científicas. Me complace recordar además algo que es bien conocido por vosotros: la cultura ostenta en América Latina, desde sus orígenes, una honda raigambre cristiana, que aquí, en Argentina, ha asumido una peculiar polivalencia, propiciada por el encuentro de razas y pueblos diversos, especialmente europeos. Y a todo esto se une el empuje y el vigor propios de una nación joven y creadora.

Ante una realidad tan prometedora, el hombre de cultura no puede sustraerse a un hondo sentido de responsabilidad. Sabéis que vuestra labor cultural se refleja en todo el ámbito de la convivencia argentina, y constituye un punto de referencia para tantas personas deseosas de saber y de crecer en el espíritu. Pido a Dios que os dé su sabiduría y su fortaleza para que podáis llevar a cabo vuestra misión científica y profesional ofreciendo a la sociedad vuestra aportación cultural, con originalidad, seriedad y profundidad.

Junto con esta petición, quisiera proponeros esta tarde algunas reflexiones, con la esperanza de que os puedan ser de ayuda en vuestra tarea. Son consideraciones dictadas por el deseo de alentaros en la consecución de los ideales que sostienen y dan vigor a vuestros nobilísimos anhelos. Me refiero a los valores más auténticos que deben estar presentes en toda cultura: la comunicación, la universalidad y el sentido de humanidad.

2. Pienso, en particular, en la comunicación de la misma cultura. En efecto, todo lo que el hombre conoce y experimenta en su interioridad –sus pensamientos, sus inquietudes, sus proyectos–, puede transmitirlo a los demás en la medida en que consigue plasmarlo en gestos, símbolos, palabras. Los usos, las tradiciones, el lenguaje, las obras de arte, las ciencias, son cauces de mediación entre los hombres, tanto entre los contemporáneos como en perspectiva histórica, ya que, en cuanto son transmisores de verdad, de belleza y de conocimiento recíproco, hacen posible la unión de voluntades en la búsqueda concertada de soluciones a los problemas de la existencia humana.

La verdadera cultura es, pues, instrumento de acercamiento y participación, de comprensión y solidaridad. Por eso, el auténtico hombre de cultura tiende siempre a unir, no a dividir; no crea barreras entre sus semejantes, sino que difunde entendimiento y concordia; no le mueve la rivalidad ni la revancha, sino el deseo de abrir nuevos cauces a la creatividad y al progreso.

3. “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32), leemos en el Evangelio de san Juan. Las tensiones y conflictos que puedan aparecer en el panorama social son una invitación urgente, a menudo dolorosa, a que asumáis vuestra responsabilidad de hombres de cultura. He aquí un desafío para vuestro talento: mostrar a la sociedad que los enfrentamientos y las incomprensiones van frecuentemente ligadas a la ignorancia y al desconocimiento mutuo entre las partes: poner de manifiesto que la verdad es aquella síntesis superadora, capaz de resolver los problemas reales y los conflictos, de tal manera que los sectores rivales puedan reconocer su propia parte en un proyecto más íntegro y armónico, que abrace e incluya a todos en un esfuerzo común de civilización.

Soy consciente –como vosotros– de que esta tarea es ardua. No se trata de llegar a entendimientos ocasionales, más o menos superficiales, sino que es necesario ir a las raíces de los conflictos para descubrir y rescatar las diversas partes de verdad y recomponerlas en su unidad indivisible para que puedan expresar toda su profundidad. Esta labor exige paciencia, dedicación, espíritu tolerante y pluralista. A veces se experimentará el dolor de ver que desfallecen los ánimos, pero nunca ha de faltar la esperanza de llegar a superar los problemas que hoy nos aquejan.

No podemos olvidar que, en vuestro país ha existido siempre, desde sus comienzos, un particular interés por la cultura. Fue una decisión clarividente, tomada por las autoridades, desde épocas tempranas, la de empeñarse por hacer llegar la educación a todos los sectores de la población. El camino por recorrer en este campo es aún largo y difícil; pero no por eso os debe faltar el tesón y el entusiasmo, conscientes de que vuestras aportaciones no caerán en el vacío, sino que serán piedras sillares en la construcción de ese gran edifico que es la cultura de un pueblo.

4. Consideremos ahora otro rasgo característico de la verdadera cultura: su universalidad. “Una urgencia particularmente importante hoy para la renovación cultural es la apertura a lo universal” (Discurso al mundo de la Universidad y de la cultura de España, n. 10, Madrid, 3 de noviembre de 1982). Es éste un aspecto de la cultura estrechamente vinculado con el anterior. La cultura, en efecto, al poner al hombre en contacto con inquietudes, ideas y valores que tienen su origen en otros lugares y tiempos, ayuda a superar la visión limitada, fruto de una dedicación exclusiva a un ámbito determinado. Por otro lado, aunque la cultura sea también un fenómeno localizado en un área concreta, permite estar siempre en conexión con aspectos universales, que afectan a todos los hombres. Una cultura sin valores universales no es una verdadera cultura. Esos valores universales permiten que las culturas particulares comuniquen entre sí, y se enriquezcan recíprocamente.

Se comprende entonces que este nivel más amplio de participación y acercamiento entre los hombres no depende sólo de las técnicas y de los medios de difusión, sino que tiene lugar en un ámbito de expresión más elevado, es decir, en el de los valores superiores que inspiran todo movimiento cultural genuino.

5. Quien alienta ese afán irrenunciable de universalidad en su quehacer cultural ha de plantearse los interrogantes más profundos del hombre; esto es, el sentido último de la existencia y el modo de vida verdaderamente adecuado a ese fin. Sin embargo, esos interrogantes son también propios de vuestras mismas conciencias; y por eso el quehacer cultural afecta incluso a vuestra propia vida, exigiendo de vosotros que encarnéis los valores universales que queréis comunicar. Está en juego la misma credibilidad de vuestro mensaje y de vuestras propuestas: si falta ese compromiso moral, no se llegaría a ser un verdadero hombre de cultura, porque se quedaría en el formalismo, la neutralidad, el sincretismo; en una palabra, en la decadencia cultural.

Es verdad ciertamente que el ejercicio de una auténtica democracia y el respeto, por parte de todas las instancias responsables, de un sano pluralismo, no pueden no favorecer el desarrollo y la extensión de la cultura.

No olvidemos, sin embargo, que la verdad, la belleza y el bien, como la libertad, son valores absolutos y que, como tales, no dependen de la adhesión a ellos de un número más o menos grande de personas. No son el resultado de la decisión de una mayoría, sino que, por el contrario, las decisiones individuales y las que asume la colectividad deben estar inspiradas con estos valores supremos e inmutables, para que el compromiso cultural de las personas y de las sociedades respondan a las exigencias de la dignidad humana.

Sabéis además que el compromiso ético del hombre de cultura –la atención cotidiana por educar su conducta al bien y a la verdad– es el modo de ahondar vitalmente en el corazón del hombre, experimentando así su grandeza y su debilidad, sus conflictos y sus anhelos de paz y de armonía, y sobre todo su insaciable necesidad de amar y de ser amado. Percibiréis cuán profundamente la persona aspira a referir todo su ser a Dios, para poder llegar a ser él mismo. Vuestra misma identidad de hombres de cultura os inclina entonces a recorrer ese camino hacia la interioridad de todo hombre, alcanzándola con vuestra propia experiencia humana.

La responsabilidad social del hombre de cultura le mueve también a salir de sí mismo, apartándose de todo aislamiento egoísta, v actuando en su vida personal con seriedad y coherencia, sin ceder a las insidias que intentan desviarlo de sus ideales más valiosos. La alegría y el dolor que se experimentan en la superación de las dificultades, son también una puerta de entrada al tesoro que anida en el corazón del hombre. Cuando después eso mismo queda expresado en vuestras obras de cultura, adquiere la grandeza impresionante que acompaña a lo universal, cuando toma forma concreta en una determinada situación histórica.

Sois conscientes de que todo esto es difícil y arriesgado; pero vuestra conciencia os dicta que no podéis eludirlo, ni retraeros. Por otra parte, no es imposible, ya que el hecho mismo de intentarlo significa haberlo conseguido de algún modo, comenzar a moverse ya en el plano de los verdaderos ideales culturales, y vivir en sintonía de solidaridad con los grandes hombres del pasado y del presente, con la esperanza de poder transmitir algo valioso a la humanidad.

6. Esto último me lleva a considerar el tercer rasgo que debe caracterizar la cultura. Me refiero al sentido de humanidad. Es la propiedad más importante, porque la comunicación se hace posible cuando hay valores universales, y los valores universales adquieren vigencia cuando gracias a la cultura sirven al hombre completo. El fin de la cultura es dar al hombre una perfección, una expansión de sus potencialidades naturales. Es cultura aquello que impulsa al hombre a respetar más a sus semejantes, a ocupar mejor su tiempo libre, a trabajar con un sentido más humano, a gozar de la belleza y amar a su Creador. La cultura gana en calidad, en contenido humano, cuando se pone al servicio de la verdad, del bien, de la belleza, de la libertad, cuando contribuye a vivir armoniosamente, con sentido de orden y unidad, toda la constelación de los valores humanos.

El momento actual es de veras importante y sumamente delicado. Nos encontramos ante un progreso avasallador del conocimiento científico-tecnológico, no siempre compensado por una cultura humanística de análoga envergadura. La revolución científico-tecnológica –un fenómeno en sí eminentemente positivo– se ha desarrollado, en las últimas décadas, a la par que se ha dado, inversamente, un cierto empobrecimiento de lo que llamamos “ humanidades ”. Por esto mismo, en nuestros días se hace más necesario esmerarse con todos los medios al alcance por superar este desfase, y emprender con nuevo vigor el cultivo de un saber humanístico que sea capaz de situar al hombre como centro raíz y fin de toda cultura, como “hecho primordial y fundamental de la cultura” (Discurso a la UNESCO, n. 8, París, 2 de junio de 1980), y de orientar así el progreso científico-tecnológico de nuestros días hacia metas íntegramente humanas.

7. Al hacer presente a todos vosotros que la Iglesia se interesa por la cultura de un modo particular, quisiera ahora aludir a lo que el Episcopado latinoamericano, en el Documento de Puebla, ha llamado la “evangelización de las culturas” (Cf. Puebla, 385-443), y hacer un llamado a los católicos que se desempeñan en el mundo de la ciencia, de las artes y de las letras para que, con su vida y su actividad profesional, contribuyan a la difusión del mensaje evangélico en todos los ámbitos culturales del país, fortaleciendo así la colaboración recíproca entre fe y ciencia, que haga surgir una nueva fecundidad intelectual, artística, literaria. Todo ello será posible si también el mundo de la cultura abre sin miedo sus puertas a la plenitud de Cristo, el único que da sentido y consistencia a todo lo que existe.

Permitidme, en este sentido, unas breves palabras sobre el mundo universitario, del que muchos de vosotros formáis parte. La Universidad, en su específica fisonomía, significa cultura, cultura cualificada y original, cultura de orden superior, destinada a difundir la verdad y a lograr descubrimientos que marcan un real progreso en la esfera de los conocimientos humanos. Pero ese fin primario y esencial de la Universidad es inseparable de otra función, que igualmente le es connatural: ayudar a los hombres y mujeres que en ella conviven, a desarrollarse a sí mismos, a crecer propiamente como personas, según las exigencias del bien integral del hombre. Es necesario que la Universidad y cada uno de los universitarios fomenten ese desarrollo armónico y paralelo de ambas finalidades.

Así lo ha hecho la Iglesia, desde que bajo su amparo florecieron esos centros de cultura superior. “La historia misma de las universidades, tal como surgieron en el Medioevo y se desarrollaron en la Edad Moderna, es testigo de la estrecha urdimbre entre fe y cultura, que también hoy exige una nueva, clara y sólida configuración. En efecto, las dos matrices se inspiran, aunque con óptica diversa, en el estudio del hombre, de sus inmensas capacidades, que, si son justamente canalizadas, enriquecen al hombre mismo” (Discurso a los profesores y alumnos de la Universidad de Pavía, n. 4, Pavía, 3 de noviembre de 1984). Sabéis bien que la Iglesia ha mirado siempre con interés y amor al mundo universitario, consciente de la importancia que tiene para el presente y el futuro de la humanidad.

8. Este es mi mensaje a los hombres y mujeres de la cultura en este querido país, ya al final de mi viaje apostólico. Mensaje que siento que no es suficiente, pero con algunos elementos, con algunas propuestas esenciales. Con él he querido alentaros en esa tarea tan positiva y esperanzadora como es la de promover activamente la formación completa, en todas sus dimensiones, del hombre y de la mujer argentinos. No permitáis que se interpongan los problemas circunstanciales, los cuales quitan claridad a esta meta fundamental. Al contrario, toda la problemática relacionada con la ciencia y la cultura, si se mira bajo la perspectiva de servicio al hombre, hecho a imagen y semejanza del Creador, terminará hallando vías de solución, de modo justo y enriquecedor.

Sembrad, con la cultura, gérmenes de humanidad; gérmenes que crezcan, se desarrollen y hagan robustas a las nuevas generaciones. Trabajad con un sentido de trascendencia, porque Dios es la Suma Verdad, la Suma Belleza, el Sumo Bien y con la labor científica y artística, se puede dar gloria al Creador y preparar así el encuentro con Dios Salvador.

Mi bendición más afectuosa para vosotros, para vuestras familias y para el trabajo que realizáis. Invoco sobre todos la protección de la Santa Madre de Dios. ¡Virgen Santísima de Luján, protege a este pueblo, encamínalo por senderos de paz y de unidad!"

Saludo del Papa Juan Pablo II al Pueblo Argentino en la Ceremonia de Despedida
Aeropuerto  de Ezeiza, Buenos Aires, Domingo 12 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"Señor Presidente, dignísimas autoridades de la nación,
amados hermanos en el Episcopado, queridísimos argentinos todos:

En esta breve pero intensa peregrinación de acción de gracias, que me ha llevado a distintos lugares de este amado país, he podido comprobar los grandes recursos tanto de orden humano como material con que la Providencia de Dios ha dotado abundantemente a la Argentina.

He visto vuestras pampas sin fin, sus interminables sembradíos, sus caudalosos ríos, sus numerosos rebaños de ganado. He experimentado la variedad y dulzura de vuestro clima y he admirado el azul de vuestros mares. He contemplado el grandioso espectáculo de la cadena de los Andes con sus nieves perpetuas; y, con el corazón rebosante de emoción, he unido mi voz a la del salmista para alabar a Dios:

“¡Señor, Dios nuestro / qué admirable es tu nombre en toda la tierra! / Al ver el cielo, obra de tus manos, / la tierra y las estrellas que has creado”.

Sobre todo, he tenido la dicha de encontrarme con la realidad viviente de estas tierras, es decir, con vuestro pueblo, tan hospitalario y bondadoso, y con vuestra prometedora juventud. He gozado al encontrarme con el hombre del agro, con el que trabaja en su taller de artesano o en las grandes plantas industriales, con quienes viven en el campo o en la ciudad. En todos he podido apreciar una gran cordialidad y un afán de superación humana y espiritual que honran a vuestra patria.

Comprenderéis muy bien que mi mayor complacencia haya sido encontrarme, esta vez por toda la República, con un pueblo religioso que, en torno a sus Pastores y en unión con el Sucesor de Pedro, está dispuesto a manifestar su fe y a corroborar su compromiso cristiano en la tarea de reconciliación entre todos los argentinos.

De nuevo los imborrables encuentros con las distintas categorías del Pueblo de Dios en Argentina, quisiera mencionar, ante la cercanía del próximo Sínodo, los que he tenido con millares de laicos, hombres y mujeres, en toda la geografía del país. ¿Y cómo no recordar la Misa por la familia en Córdoba, para que Dios mantenga fuerte y unida esa célula básica de la Iglesia y de la sociedad? ¿Y los encuentros tenidos con los laicos en Salta y Tucumán, y con los trabajadores del agro y de la industria, y con los representantes de los empresarios y del mundo de la cultura? ¿Cómo no destacar la celebración de esta mañana, con motivo de la Jornada mundial de la Juventud? En esa juventud que se abre a la vida, descansa la esperanza de la Iglesia y de la entera sociedad.

Ante tantos momentos entrañables, de profunda comunión, vividos en la fe y en el amor cristiano, mi corazón no puede menos de elevarse en sincero agradecimiento al Señor quien, en su bondad ha querido bendecir con largueza vuestra patria. Uníos a mi acción de gracias hacia este Padre Dios que nos ha demostrado tanto cariño y correspondedle con un amor cada vez más intenso: que vuestro deber de gratitud a Dios por los bienes recibidos, se traduzca en fidelidad a sus mandamientos, que no son más que un modo de manifestar su amor por los hombres.

Al despedirme de vosotros, quiero dejar constancia de mi reconocimiento a cuantos han hecho posible esta inolvidable visita pastoral. En primer lugar, al Señor Presidente de la Argentina y a todas las autoridades, así como a mis amados hermanos obispos, a los queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, y a todas las entidades y personas que han colaborado eficazmente en la preparación y desarrollo de los diversos actos.

Podéis estar seguros de que os llevo a todos muy dentro de mi corazón. Os pido que, cada día, recéis por mí y Dios os lo recompensará sobreabundantemente. Ruego a la Virgen de Luián, que os alcance de su divino Hijo la gracia para corresponder fielmente a las exigencias de vuestra vocación cristiana.

Mientras hago fervientes votos por la prosperidad, paz y concordia entre los amadísimos hijos de esta noble nación, imparto a todos con afecto mi Bendición Apostólica.

¡Hasta siempre, Argentina!"