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Jornada Mundial de la Juventud Buenos Aires 1987

II WORLD YOUTH DAY - in Argentina
11th - 12th April 1987 (1st international JMJ).

El primer Día Internacional de la Juventud Mundial fue celebrada por el Papa San Juan Pablo II en Buenos Aires el Domingo de Ramos de 1987. El tema era de 1 Juan 4, 16:

"Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en El."

Usted puede leer el mensaje de Papa San Juan Pablo II a los jóvenes en English, French, Italian & Spanish.

Discurso del Papa San Juan Pablo II a los Jóvenes
Buenos Aires,Sábado 11 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

I “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4, 16).

"Muy queridos jóvenes:
¡Qué alegría poder reunirme con vosotros esta tarde, al termino de un día tan intenso y casi al final de mi visita pastoral a Uruguay, Chile y Argentina, que culmina mañana, Domingo de Ramos, con la celebración de la Jornada mundial de la Juventud! Este encuentro de la víspera nos introduce en el clima propio de esa Jornada, que es un clima de fe en el amor que Dios nos tiene.

He venido a descansar un poco con vosotros, queridos jóvenes. He venido a escucharos, a conversar con vosotros, a rezar juntos. Quiero repetiros, una vez más –como os dije desde el primer día de mi pontificado– que “sois la esperanza del Papa”, “sois la esperanza de la Iglesia”. ¡Cómo he sentido vuestra presencia y amistad en estos años de mi ministerio universal a la Iglesia! Vuestro cariño y vuestras oraciones no han cesado de apoyarme en el cumplimiento de la misión que he recibido de Cristo.

Hoy estáis aquí, jóvenes procedentes de todo el mundo: de las diversas regiones de Argentina, de América Latina, de todos los continentes; de distintas Iglesias particulares, de asociaciones y movimientos internacionales. Os saludo con todo mi afecto, y en vosotros saludo también a todos los jóvenes del mundo, ya que a todos alcanza el amor que Dios nos tiene.

El lema de esta Jornada mundial, tomado de la primera Carta del Apóstol San Juan, nos muestra la fe de los primeros cristianos, y en particular la fe de este Apóstol, que siguió al Señor desde su juventud, creciendo en esa fe y en ese amor hasta su vejez. Precisamente hacia el final de sus días en la tierra, escribía: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en El. Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Es un testimonio conmovedor de esa que también llamamos juventud cristiana del espíritu, que consiste en permanecer siempre fieles al amor de Dios. La unión con Dios nos hace crecer cada día en esa juventud. En cambio, lo que nos separa de Dios –el pecado y todas sus consecuencias– es camino de envejecimiento interior, de anquilosamiento y torpeza para conocer y vivir la constante novedad del amor de Dios, que se nos ha revelado en Cristo.

Me dirijo ahora especialmente a vosotros, queridos jóvenes argentinos, que sois la gran mayoría de los aquí presentes. Os doy las gracias en nombre de todos, por vuestro intenso trabajo de preparación de la Jornada y por la cordialidad de vuestra acogida juvenil.

En esta primera parte de nuestro encuentro, habéis querido reflejar vuestras preocupaciones e inquietudes, vuestros deseos y aspiraciones. Sé que estáis decididos a superar las dolorosas experiencias recientes de vuestra patria, oponiéndoos a cuanto atente contra una convivencia fraterna de todos los argentinos, basada en los valores de la paz, de la justicia y de la solidaridad.
Que el hermano no se enfrente más al hermano; que no vuelva a haber más ni secuestrados ni desaparecidos; que no haya lugar para el odio, la violencia; que la dignidad de la persona humana sea siempre respetada. Para hacer realidad estos afanes de reconciliación nacional, el Papa os llama a comprometeros personalmente, desde vuestra fe en Cristo, en la construcción de una nación de hermanos, hijos de un mismo Padre que está en los cielos. Os invito a renovar ese compromiso que ya formulasteis –junto con vuestros obispos– en la gran concentración juvenil de Córdoba, en septiembre de 1985. Ahora lo hacéis con el Sucesor de Pedro, que ha venido para confirmar vuestra fe y asegurar vuestra esperanza.

Agradeced al Señor el patrimonio de fe injertado en el dinamismo nacional y popular de Argentina. A vosotros toca asumir la responsabilidad de que ese patrimonio de fe vivifique vuestra generación, y muestre así su permanente vitalidad y actualidad en Cristo. Para ello, es necesario que todos vosotros –cada uno y cada una– responda con generosidad a la voz de Jesús, que hoy sigue diciéndonos, como al principio de su predicación en Israel: Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1, 15). E1 Señor nos dirige una llamada vibrante y persuasiva a la conversión personal, que transforme toda nuestra existencia, de modo que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros (cf. Ga 2, 20).

La fidelidad a Cristo requiere conocerlo y tratarlo –como Maestro y Amigo–, con hondura y perseverancia. La lectura frecuente de la Sagrada Escritura –y en especial de los Evangelios–; el estudio serio de la doctrina de Cristo, enseñada con autoridad por su Iglesia; la frecuencia de sacramentos; y la conversación diaria con Jesús en la intimidad de vuestra oración, serán cauces privilegiados para que progreséis en un conocimiento vivo de Cristo y de su mensaje de salvación.

Si al considerar este panorama de conversión en la fe y en el amor, sentís el peso de vuestros pecados y limitaciones, volved a poner vuestra confianza en Cristo, que jamás nos abandona. Contáis con la gracia de los sacramentos que ha dejado a su Iglesia, y en particular con la abundancia del perdón divino, que se nos confiere en la penitencia sacramental.

Pensad que el Señor cuenta con vuestra vida de fe – manifestada en obras y palabras – para hacerse presente en vuestra patria. E1 Señor mira con cariño y bendice todas vuestras iniciativas y actividades apostólicas, personales y asociadas, que, en comunión con la Iglesia y sus Pastores, deben contribuir decisivamente a dar una respuesta cristiana a los más profundos interrogantes de vuestra generación. De vosotros depende una renovada vitalidad del Pueblo de Dios en estas tierras, para bien de toda esta querida nación y del mundo entero.

Os invito ahora a cada uno personalmente, a que dirijáis una confiada y sincera petición a Dios, como aquel ciego de Jericó que dijo a Jesús: “Señor que vea” (Lc 18, 41). ¡Que vea yo, Señor, cuál es tu voluntad para mí en cada momento, y sobre todo que vea en qué consiste ese designio de amor para toda mi vida, que es mi vocación. Y dame generosidad para decirte que sí y serte fiel, en el camino que quieras indicarme: como sacerdote, como religioso o religiosa, o como laico que sea sal y luz en mi trabajo, en mi familia, en todo el mundo.

Poned esta petición en manos de Santa María, nuestra Madre. Como atestiguáis en vuestras peregrinaciones a su santuario de Luján y a tantos otros santuarios de la Argentina, Ella es la que os guía y conforta en esa peregrinación mediante la fe a la que el Amor de Dios os ha destinado.

II “Levántate y anda”  (Mt 4, 16)

Gracias, queridos jóvenes, porque en vuestra representación de la realidad latinoamericana habéis querido haceros eco de la invitación a la esperanza que proviene de Cristo. Sí, también yo quiero repetir con vosotros: “¡América Latina: sé tu misma! Desde tu fidelidad a Cristo, resiste a quienes quieren ahogar tu vocación de esperanza” (Celebración de la Palabra en Santo Domingo, III, n. 2, 12 de octubre de 1984).

En estas palabras, he querido expresar también por qué es América Latina el “continente de la esperanza”: por la fidelidad a Cristo, que este continente expresa en la gran mayoría de sus habitantes, por su fidelidad a la única esperanza, que es la cruz de Cristo.

Salve, oh cruz, nuestra única esperanza (Hymnus ad Vespras Hebdomadae Sanctae).

Una esperanza que es única y universal. Dios Padre, en efecto, quiso que en Cristo “habitase toda la plenitud. Y quiso también, por medio de el, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de su cruz” (Col 1, 19-20). América Latina es, pues, un continente que ve en la cruz del Señor la potencia redentora capaz de renovarlo todo, purificando y ordenando al reino de Cristo todo el cosmos creado. Esta honda persuasión me llevó el 12 de octubre de 1984, a entregar a los Presidentes de las Conferencias Episcopales de este continente sendas reproducciones de aquella primera cruz, clavada en tierra americana. Quería, con ese gesto, despertar una nueva evangelización, que demuestre la fuerza de la cruz en la renovación de todo hombre y de todas las realidades que forman parte de su existencia.

Hoy preside este encuentro la gran cruz que encabezó todas las ceremonias del Año Santo de la Redención, y que el Domingo de Resurrección entregué a un grupo de jóvenes, diciéndoles: “Queridísimos jóvenes, al final del Año Santo os confío el signo mismo de este Año Jubilar. ¡La cruz de Cristo! Llevada por el mundo como señal del amor de nuestro Señor Jesucristo a la humanidad, y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado está la salvación y la redención”. Al dirigirme ahora a vosotros, jóvenes latinoamericanos, quiero recordaros que sois –a la sombra de la cruz de Cristo– protagonistas de una doble esperanza: por vuestra juventud, esperanza de la Iglesia; y por ser de Latinoamérica, continente de la esperanza. Y todo ello os confiere una particular responsabilidad, ante la Iglesia y ante toda la humanidad. ¡Espero mucho de vosotros!

Espero, sobre todo, que renovéis vuestra fidelidad a Jesucristo y a su cruz redentora. Pensad, en primer lugar, que ese mismo sacrificio redentor de Cristo se actualiza sacramentalmente en cada Misa que se celebra, quizás muy cerca de vuestros lugares de estudio y de trabajo. No es Jesús, por tanto, Alguien que ha dejado de actuar en nuestra historia. ¡No! ¡El vive! Y continúa buscándonos a cada uno para que nos unamos a El cada día en la Eucaristía, también, si es posible, acercándonos –con el alma en gracia, limpia de todo pecado mortal– a la comunión.

Pensad también en aquellas serias palabras que el Señor dirigió a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23). Quiero haceros notar que esa cruz de cada día es especialmente vuestra lucha cotidiana por ser buenos cristianos, que os hace colaboradores en la obra de la redención de Cristo; de esta manera, contribuís a llevar a cabo la reconciliación de todos los hombres y de toda la creación con Dios. Es un hermoso programa de vida, pero que exige generosidad. Considerad entonces cómo ha de ser vuestra vida; porque si Cristo nos ha redimido muriendo en un madero, no sería coherente que vosotros le respondierais con una vida mediocre. Se requiere esfuerzo, sacrificio, tenacidad; sentir el cansancio de esa cruz que pesa sobre nuestras espaldas diariamente.

Pensad que esa donación de sí mismo exige la abnegación, la negación de nosotros mismos y la afirmación del designio salvador del Padre. Exige gastar la vida, hasta perderla si es preciso, por Cristo. Son éstos, en efecto, los términos en que Cristo se dirige a cada uno de nosotros: “Quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mí, ése la salvará” (Lc 9, 24). Quien se dedica sólo a sus propios gustos o ambiciones, por muy nobles que a primera vista pudieran parecer, estaría queriendo salvar su vida y. por tanto, alejándose de Cristo. Habéis de actuar entonces como Jesús en la cruz, con ese amor supremo del que da “la vida por los amigos” (Jn 15, 13). ¡Agrandad vuestro corazón! Sentid las necesidades de todos los hombres, especialmente de los más indigentes; tened ante vuestros ojos todas las formas de miseria –material y espiritual– que padecen vuestros países y la humanidad entera; y dedicaos luego a buscar y poner por obra soluciones reales, solidarias, radicales, a todos esos males. Pero buscad, sobre todo, servir a los hombres como Dios quiere que sean servidos, sin buscar en ello sólo la recompensa o dejados llevar por intereses egoístas.

Os pido, pues, en nombre del Señor, que renovéis hoy esa fidelidad a Cristo que hace de vuestra tierra el “continente de la esperanza”. He querido señalaros los ejes de ese compromiso con Cristo: la Eucaristía, el sacrificio en vuestra conducta cotidiana, la abnegación de la propia persona.

Os acompañe María, Esperanza nuestra, la Virgen de Guadalupe, Patrona de América Latina.

III

Queridos jóvenes de todo el mundo:
Al término de nuestro encuentro, vuelvo a repetir, una vez más, el lema de esta Jornada: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4, 16).

Quisiera que vuestras vidas estuvieran siempre informadas por esta gran verdad: “Dios es amor” (Ibíd.). Una verdad que se ha revelado, más que con palabras, con hechos. Un amor que renueva al hombre desde dentro y lo convierte, de pecador y rebelde, en siervo bueno y fiel (cf Mt 25, 21). Una realidad de la que vosotros debéis dar constante testimonio, pues “el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Permaneced en Dios, proclamando su amor, con la fidelidad a su plan de salvación y la generosidad del servicio, con serenidad y fortaleza, con profundidad en vuestra oración y capacidad de renunciamiento, con rectitud de vida y alegría de donación. Así daréis testimonio, con obras más que con palabras, de que Dios es amor.

Me habéis preguntado cuál es el problema de la humanidad que más me preocupa. Precisamente éste: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no han descubierto la gran verdad del amor de Dios. Ver una humanidad que se aleja del Señor, que quiere crecer al margen de Dios o incluso negando su existencia. Una humanidad sin Padre, y por consiguiente, sin amor, huérfana y desorientada, capaz de seguir matando a los hombres que ya no considera como hermanos, y así preparar su propia autodestrucción y aniquilamiento. Por eso, mis queridos jóvenes, quiero de nuevo comprometeros hoy a ser apóstoles de una nueva evangelización para construir la civilización del amor.

“Nosotros amamos porque El nos amó primero” (Ibíd., 4, 19): la medida de nuestro amor no podemos encontrarla sólo en la débil capacidad del corazón humano; debemos amar con la medida del Corazón de Cristo, si no, nos quedaremos cortos para corresponder a su amor. Anunciad, pues, con empeño renovado, la fidelidad a Jesucristo, el “Redentor del hombre”. Tened presente que quien ama al Señor con todas sus fuerzas, quien dedica a Dios sus mejores afanes, nada pierde, al contrario lo adquiere todo, porque “su amor es pleno en nosotros... y nos ha dado su Espíritu” (Ibíd., 4, 12-13), Pero eso exige ser “hombres nuevos”.

Creer en el amor de Dios no es tarea fácil: requiere donación personal, no tranquilizar egoístamente la conciencia o dejar indiferente el corazón, sino hacerlo más generoso, más libre y más fraterno. Libre de tantas esclavitudes, como son los desórdenes sexuales, la droga, la violencia y el afán de poder y de tener, que terminan por dejaros vacíos y angustiados, e impiden el verdadero amor y la auténtica felicidad.

Abrid generosamente vuestro corazón al amor de Cristo, el único capaz de dar sentido pleno a toda nuestra vida. Os recomiendo, con San Pablo, “que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento, para que os llene de toda la plenitud de Dios” (Ef 3, 17-19).

Y, con el amor a Cristo, llenaos de amor por todos los hombres, pues «si alguien dice “amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un embustero: quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4, 20). Queridos jóvenes: Acoged con gratitud el amor de Dios y expresadlo en una verdadera comunidad fraterna; estad dispuestos a entregar cotidianamente la vida para transformar la historia. E1 mundo necesita, hoy más que nunca, vuestra alegría y vuestro servicio, vuestra vida limpia y vuestro trabajo, vuestra fortaleza y vuestra entrega, para construir una nueva sociedad, más justa, más fraterna, más humana y más cristiana: la nueva civilización del amor, que se despliega en servicio a todos los hombres. Construiréis así la civilización de la vida y de la verdad, de la libertad y la justicia, del amor, la reconciliación y la paz.

Os consta cuánto me preocupa la paz del mundo y cómo he realizado con vosotros mismos, en distintas ocasiones, un itinerario evangélico de la paz. Sabéis bien que la paz es un don de Dios – ¡Jesucristo es “nuestra paz”! –, que hemos de pedir con insistencia.

Pero, además debemos construirla entre todos, y esto exige, también, de cada uno de nosotros, una profunda conversión interior.

Por eso, queridos jóvenes, hoy quiero comprometeros de nuevo a ser «operadores de paz », por los caminos de la justicia, la libertad y el amor os acercamos al tercer milenio: allí seréis los principales constructores de la sociedad, y los primeros e inmediatos responsables de paz. Pero la concordia social no se improvisa ni se impone desde fuera: nace dentro de un corazón justo, libre, fraterno, pacificado el amor. Sed, pues, desde ahora, junto con todos los hombres, artífices de la paz; unid vuestros corazones y vuestros esfuerzos para edificar la paz. Sólo así, viviendo la experiencia del amor de Dios y esforzándoos por realizar la fraternidad evangélica, podréis ser los verdaderos y felices constructores de la civilización del amor.

Que os acompañe siempre vuestra Madre Santa María, la que creyó en el amor de Dios y se entregó con fidelidad gozosa a su palabra. Siendo joven y sencilla, Ella se abrió generosamente al amor del Padre, recibió en plenitud el Espíritu y nos dio a Jesús, el Salvador del mundo.

Queridos jóvenes, amigos, de nuevo os repito: Por intercesión de Nuestra Señora de Luján, tan querida para los argentinos, sed –en todos los momentos y circunstancias de vuestra vida– testigos del amor de Dios, sembradores ole esperanza y constructores de paz."

Homilía del Papa San Juan Pablo II a la Santa Misa del Domingo de Ramos y Segunda Jornada Mundial de la Juventud
Avenida 9 de Julio, Buenos Aires, Domingo 12 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"“Nosotros hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1Jn 4, 16).

1. “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mt 21, 9).

La Iglesia repite hoy en toda la tierra estas palabras con las que la multitud –congregada en Jerusalén para las fiestas pascuales– aclamó a Jesús de Nazaret.

“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Ibíd.).

Jesús, rodeado por sus discípulos, entra en la Ciudad Santa montado sobre un asno. También en esta ocasión, como subraya el Evangelista, se cumple en Jesús lo anunciado por el Profeta:

“Decid a la hija de Sión: he aquí que viene a ti tu Rey con mansedumbre, sentado sobre un asno, sobre un borrico, hijo de burra de carga” (Mt 21, 5).

La Iglesia llama a este día Domingo de Ramos, en recuerdo de los ramos que extendieron los habitantes de Jerusalén y los peregrinos, al pasar Jesús, saludado con todo entusiasmo por la multitud.

Los cantos litúrgicos de este domingo nos recuerdan que la juventud participó, de modo particular, de aquel entusiasmo: son los “pueri Hebraeorum” –los jóvenes hebreos–, que aparecen en esos cantos como protagonistas de la aclamación popular al Hijo de David.

Parece como si los jóvenes, presentes en aquella primera entrada jubilosa de Cristo en Jerusalén, quisieran acompañarlo para siempre de manera especial, cada vez que la Iglesia celebra esta fiesta, singularmente vuestra.

2. En el Año Santo de la Redención 1983-1984, multitud de jóvenes de distintos países y continentes acudieron en peregrinación a Roma, el Domingo de Ramos, para celebrar aquel Jubileo conmigo. Fue una jornada maravillosa e inolvidable, que volvimos a revivir el año siguiente, con ocasión del Año Internacional de la Juventud. Desde entonces el Domingo de Ramos ha sido proclamado como Jornada de la Juventud para la Iglesia, en todo el mundo. Este año la vivimos juntos aquí, en Buenos Aires. Con vosotros, jóvenes de toda la Argentina, están los que han venido de los diversos países de América y de otras partes del mundo, entre los que se cuentan delegaciones de jóvenes de Roma, que es la diócesis del Papa, y de diversas asociaciones y movimientos internacionales.

Saludo afectuosamente a todos los que formáis parte de la gran comunidad juvenil de todo el mundo. Al mismo tiempo, mi saludo se dirige a los Pastores de la Iglesia aquí presentes: al cardenal Juan Carlos Aramburu, arzobispo de Buenos Aires; al cardenal Raúl Francisco Primatesta, arzobispo de Córdoba y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina; al cardenal Eduardo Francisco Pironio, Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, organismo que prepara estas Jornadas mundiales. Saludo especialmente a los obispos, venidos de países próximos y lejanos para acompañar a los jóvenes de sus diócesis y celebrar junto al Papa esta Jornada de particular significado eclesial. Saludo también a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos aquellos que han acompañado a los jóvenes en esta peregrinación. Gracias por vuestra presencia.

Desde la capital de la República Argentina, nos unimos en espíritu con la basílica de San Pedro y con Roma, centro de la Iglesia universal, donde el Señor ha querido que naciera esta fiesta de la juventud: y también nos sentimos muy unidos a los jóvenes de todos los lugares de la tierra que celebran, junto a sus Pastores, esta fiesta anual, ya sea el Domingo de Ramos, o bien cualquier otro día del año, adecuado a la situación y a las circunstancias locales.

3. Al unir la Jornada de la Juventud al Domingo de Ramos, señalando la presencia de los jóvenes en el Hosanna gozoso que saludó a Cristo cuando entraba a la Ciudad Santa, la Iglesia no se fija solamente en el entusiasmo de la juventud de todos los tiempos; se fija, sobre todo, en el significado que aquella entrada tuvo en la vida de Cristo y. a través de El, en la vida de cada hombre, de cada joven.

Sí. La liturgia de hoy nos recuerda que la entrada solemne de Jesucristo en Jerusalén fue el preludio o la introducción a los sucesos de la Semana Santa. Aquellos que al ver a Jesús preguntaban: “¿Quién es éste?”, sólo hallarán una respuesta completa si siguen sus pasos durante los días decisivos de su muerte y resurrección. También vosotros, jóvenes, alcanzaréis la comprensión plena del significado de vuestra vida, de vuestra vocación, mirando a Cristo muerto y resucitado. Añadid, pues, al natural atractivo que Cristo despierta en vuestros corazones –y que aquellos jóvenes de Jerusalén expresaron con el entusiasmo de su Hosanna– la consideración atenta y reposada de los acontecimientos de la Semana Santa.

Hoy hemos escuchado la narración, que de esos hechos hace San Mateo en su Evangelio. Y, aunque sus palabras no sean nuevas, una vez más han suscitado un hondo sentimiento en nosotros. Cuando del texto emerge la figura del hijo del hombre sometido a interrogatorios y torturas, las palabras del Profeta propuestas por la liturgia de hoy, y que se remontan a muchos siglos antes de que los hechos se cumplieran, adquieren plena realidad y elocuencia.

Isaías escribía del futuro Mesías: “Di mi cuerpo a los que me herían, y mis mejillas a los que mesaban mi barba; no retiré mi rostro de los que me injuriaban y me escupían” (Is 50, 6).

Comparando sus palabras con los trágicos sucesos entre la noche del jueves y la mañana del viernes, la semejanza es asombrosa; el Profeta escribe como si fuera testigo de aquellas escenas.

Con igual precisión, el Salmo de la liturgia de hoy preanuncia los sufrimientos de Cristo:

“ Todos los que me veían, hicieron burla de mí, / tuercen los labios y mueven la cabeza: / Esperó en el Señor, líbrele, / sálvele, puesto que le ama ” (Sal 22 [21], 8-9).

Son palabras que el texto evangélico confirmará, hasta casi en los menores detalles, al narrar la crucifixión de Jesús en el Gólgota. Entonces se cumplirán también las palabras del Salmista que describen las llagas de Cristo –“Horadaron mis manos y mis pies, pueden contar todos mis huesos”(Ibíd., 17-18)– y la división de sus vestiduras –“ Se repartieron mis vestiduras y sobre mi túnica echaron suertes” (Ibíd., 19)–.

4. El relato de la pasión del Señor nos acompaña hoy hasta el momento en que el cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, queda puesto en un sepulcro de piedra. Y, sin embargo, la liturgia de hoy quiere introducirnos más profundamente en el misterio pascual de Jesucristo. Por eso, el texto conciso de la segunda lectura, tomado de la Carta de San Pablo a los Filipenses, es clave para descubrir, en el trasfondo de los acontecimientos de la Semana Santa, la plena dimensión del misterio divino.

¿Quién es Jesucristo? podríamos preguntarnos de nuevo, como aquellos que lo vieron entrar en Jerusalén.

Jesucristo, “siendo de naturaleza divina, no consideró como presa codiciada el ser igual a Dios. Por el contrario, se anonadó a Sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2, 6-7).

Jesucristo es por tanto verdadero Dios, Hijo de Dios, el cual, habiendo asumido la naturaleza humana, se hizo hombre. Vivió sobre esta tierra como Hijo del hombre. Y en El, precisamente en cuanto Hijo del hombre, tuvo cumplimiento la figura del Siervo de Yavé, anunciado por Isaías.

5. Mientras Jesús hace su entrada en Jerusalén montado sobre un borrico, nosotros nos seguimos preguntando, como lo haría seguramente aquella muchedumbre que le rodeaba: ¿Qué ha hecho Jesucristo en su vida?

Vienen entonces a nuestra memoria aquellas síntesis de su actividad misionera, densas en su brevedad, que nos ofrecen los textos inspirados: “Hacía y enseñaba” (cf. Hch 1, 1); “Pasó haciendo el bien... a todos...” (cf. Ibíd., 10, 38); “¡Jamás un hombre ha hablado como habla este hombre!” (Jn 7, 46). Y no obstante, todas nuestras respuestas sobre Jesús serían incompletas, si no habláramos de su muerte en la cruz. En la cruz la vida de Cristo cobra todo su sentido: la muerte es el acto fundamental de la vida de Cristo. Por eso, el texto de San Pablo responde bien a la pregunta antes formulada:

“Mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a Sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 7-8).

El centro de toda la vida de Cristo es su muerte en la cruz: ése es el acto fundamental y definitivo de su misión mesiánica. En esta muerte se cumple “su hora” (cf. Jn 18, 37). Cristo toma nuestra carne, nace y vive entre los hombres, para morir por nosotros.

Es importante subrayar la afirmación paulina: Cristo “se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte”. No es lícito medir la muerte de Cristo con la medida corriente de la debilidad y limitación humanas. Debe mirarse con la verdadera medida de la obediencia salvífica. Su muerte no es sólo el término de la vida. Cristo se hace libremente obediente hasta la muerte de cruz, para dar con su muerte un nuevo inicio a la vida: “Ya que así como la muerte vino por un hombre, también por un hombre debe venir la resurrección de los muertos. Y así como en Adán mueren todos, así también todos serán vivificados en Cristo” (1Co 15, 21-22).

6. Junto al infinito anonadamiento de Cristo, Hijo consubstancial del Padre –como hombre, como Siervo de Yavé, como Varón de dolores–, el Apóstol proclama al mismo tiempo su exaltación. Al misterio pascual pertenecen tanto la muerte como la resurrección gloriosa de Cristo, su exaltación. Y su exaltación comienza ya en la cruz, que es no sólo el patíbulo, sino también el trono glorioso de Dios hecho hombre; en la cruz, Cristo muerto nos obtiene la verdadera vida: en la cruz, Cristo vence el pecado y la muerte.

Por eso Dios exalta a Cristo, que se ha entregado a Sí mismo por nosotros en la cruz. Lo exalta en el horizonte de toda la historia del hombre sometido a la muerte, y esta exaltación es de dimensión cósmica.

San Pablo escribe: “Por eso Dios lo ha exaltado y le ha dado un nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para la gloria de Dios Padre” (Flp 2, 9-11).

Sí, Jesucristo es el Señor.

Creemos en Jesucristo nuestro Señor.

7. Queridos jóvenes amigos: ¿Por qué este día, Domingo de Ramos, se ha convertido en vuestra Jornada?

Esto ha ocurrido poco a poco: desde hace tiempo, este día atraía y reunía, sobre todo en Roma, a muchos jóvenes peregrinos.

Quizá de este modo habéis querido sumaros a los jóvenes y a las jóvenes de Jerusalén, “pueri hebraeorum”, que asistieron a la llegada de Jesús para las fiestas. Habéis querido asumir su entusiasmo, que se expresaba en las palabras ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

Sin embargo, el entusiasmo dura poco. Puede acabarse en un solo día. En cambio, el Domingo de Ramos nos introduce en todos los sucesos de la Semana Santa, en el misterio total de Jesucristo: en su entrega hasta la muerte en la cruz por obediencia al Padre, en el anonadamiento del Hijo que, siendo igual al Padre, ha asumido la condición de siervo hasta sus últimas consecuencias.

Se podría decir que los jóvenes habéis sido atraídos por la cruz de Cristo; que vuestro entusiasmo, precedido por los “pueri hebraeorum” y expresado también con el “¡Hosanna... Bendito el que viene en nombre del Señor!”, adquiere ante el misterio pascual todo su significado. Alabando al Profeta de Galilea, Jesús de Nazaret, proclamáis a la vez vuestra fe en Jesucristo Dios y Hombre, Redentor del hombre y del mundo.

8. Sí. El Domingo de Ramos nos introduce en el misterio total de Jesucristo, es decir, en el misterio pascual, en el que todas las cosas alcanzan su culminación, y en el que se reconfirma plenamente la verdad de las palabras y de las obras de Jesús de Nazaret. En este misterio se revela también hasta qué punto “Dios es amor” (cf. 1Jn 4, 8); y a la vez, adquirimos conciencia de la verdadera dignidad del hombre, rescatado con el precio de la Sangre del Hijo de Dios, y destinado a vivir eternamente con El en su amor.

“Nosotros hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (Ibíd., 4, 16). Así se expresa San Juan en el texto que meditaremos como lema de esta Jornada mundial de la Juventud. Queridos jóvenes: Celebrad siempre en vuestra vida el misterio pascual de Jesús, acogiendo en vuestros corazones el don del amor de Dios: “Me ha amado y se ha entregado por mi” (Ga 2, 20). Empapados por la fuerza divina del amor, comprometed vuestras energías juveniles en la construcción de la civilización del amor.

Guiados por el “sentido de la fe” seguid, al mismo tiempo, la voz de aquello que en el corazón humano y en la conciencia es lo más profundo y lo más noble, de aquello que corresponde a la verdad interior del hombre y de su dignidad. Así seréis capaces de entender la lógica divina, capaces de superar las pobres razones humanas, y penetraréis en la dimensión nueva del amor que Cristo nos ha manifestado.

Esta es la verdadera razón por la que venís a celebrar este día.

¡Venid, jóvenes! ¡Acercaos a Cristo, Redentor del hombre! Ese es el sentido que tiene vuestra presencia en la plaza de San Pedro en Roma, y hoy en esta gran avenida de la capital argentina. Es Cristo quien os atrae, es El quien os llama. Y junto a Jesucristo, nuestra Madre Santa María, que ha venido desde su santuario de Luján para estar con nosotros. A Ella os encomiendo al final de esta celebración. Sé muy bien todo lo que Nuestra Señora de Luján significa para vosotros, jóvenes argentinos, como meta de vuestras peregrinaciones anuales, a las que concurrís en gran número, llenos de devoción a la Madre de Dios, con manifiesta generosidad y esperanza.

Veo en vosotros a todos vuestros coetáneos: a los jóvenes y a las jóvenes con los que he tenido la dicha de reunirme en tantas partes del mundo, y también a aquellos otros con los que nunca he podido estar. A todos ellos nos unimos en espíritu, para invitarles a acercarse a Cristo en este día santo.

9. A todos me dirijo y a todos os digo: Dejaos abrazar por el misterio del Hijo del hombre, por el misterio de Cristo muerto y resucitado. ¡Dejaos abrazar por el misterio pascual!

Dejad que este misterio penetre, hasta el fondo, en vuestras vidas, en vuestra conciencia, en vuestra sensibilidad, en vuestros corazones, de modo que dé el verdadero sentido a toda vuestra conducta.

El misterio pascual es misterio salvífico, creador. Sólo desde el misterio de Cristo puede entenderse plenamente al hombre; sólo desde Cristo muerto y resucitado puede el hombre comprender su vocación divina y alcanzar su destino último y definitivo.

Dejad, pues, que el misterio pascual actúe en vosotros. Para el hombre, y especialmente para el joven, es esencial conocerse a sí mismo, saber cuál es su valor, su verdadero valor, cuál es el significado de su existencia, de su vida, saber cuál es su vocación. Sólo así puede definir el sentido de su propia vida.

10. Sólo acogiendo el misterio pascual en vuestras vidas podréis “responder a cualquiera que os pida razón de la esperanza que está en vosotros” (1P 3, 15). Sólo acogiendo a Cristo, muerto y resucitado, podréis responder a los grandes y nobles anhelos de vuestro corazón.

¡Jóvenes: Cristo, la Iglesia, el mundo esperan el testimonio de vuestras vidas, fundadas en la verdad que Cristo nos ha revelado!

¡Jóvenes: El Papa os agradece vuestro testimonio, y os anima a que seáis siempre testigos del amor de Dios, sembradores de esperanza y constructores de paz!

“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).

Aquel que se entregó a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte de cruz, El solo tiene palabras de vida eterna.

Acoged sus palabras. Aprendedlas. Edificad vuestras vidas teniendo siempre presentes las palabras y la vida de Cristo. Más aún: aprended a ser Cristo mismo, identificados con El en todo."

Papa San Juan Pablo II en el Ángelus
Avenida 9 de Julio, Buenos Aires, Domingo de Ramos 12 de abril de 1987 - in Italian & Spanish

"1. "Hemos conocido el amor y hemos creído en él" (cf. Jn 4, 16).

El misterio de la redención que la Iglesia celebra en la Semana Santa que comenzamos hoy, es un misterio de amor y de fe.

Un misterio hecho realidad en nuestro mundo gracias a una joven, María, la Virgen de Nazaret, que conoció el amor de Dios y creyó en él. Por Ella nos llegó la salvación y la esperanza de un mundo nuevo.

Conoció el amor de Dios cuando el Ángel la llamó "llena de gracia" y le anunció que sería la Madre del Salvador. Creyó en el amor de Dios cuando se entregó con todo su ser al designio amoroso del Padre y se dejó invadir por el Espíritu Santo, Espíritu del amor, diciendo: "Hágase en mi según tu palabra" (Lc 1, 3).

2. La historia de la salvación sigue siendo en la Iglesia una historia del amor de Dios que nos precede y acompaña correspondido por una fe libre y generosa del hombre que se entrega en pos del proyecto de Dios sobre la misma humanidad. La Iglesia contempla en María el modelo y el ejemplo más sublime de esa colaboración, para que la salvación penetre en las entrañas del mundo y de la sociedad.

María es testigo del misterio del amor de Dios, que culmina en la pasión y en la resurrección de Cristo. Y Ella es también el modelo de la fidelidad y de la cooperación maternal en su entrega amorosa de la fe, de la esperanza y del amor. Ella es la Virgen del Calvario en la noche del dolor, la Virgen de la Pascua en la aurora del día sin ocaso de la resurrección de Cristo. Por eso es la Virgen de la esperanza en la palabra y en las promesas de su Hijo.

3. Jóvenes de Argentina, de América Latina y del mundo entero: Mirad a María. Invocadla e imitadla porque Ella es vuestro modelo. Es la Madre de Jesús y de los discípulos de Jesús.

Con Ella caminamos hacia un mundo nuevo, hacia la civilización del amor; como pueblo de la Pascua, presente en la historia, peregrino hacia la patria, conocemos el amor de Dios, como María, y creemos en él, para ser sembradores de esperanza y constructores de paz."